Aitana, montada sobre el Último Venado del Cielo, llegó a las tierras sagradas de la Sierra Nevada de lo que hoy conocemos Santa Marta. Allí la esperaba el pueblo Tayrona, guardianes de terrazas ocultas y caminos que ascendían hacia el cielo. El cacique Sijan, sabio y respetado, salió a recibirla.

Al verla sobre el venado, los Tayrona creyeron que era una enviada del Dios Sol. La dualidad del astro —vida y muerte, nacimiento y renacimiento— resonaba en su presencia. Para ellos, Aitana era un puente entre los mundos, un mensaje vivo de los ancestros.
El cacique Sijan la abrazó con cariño y ordenó danzas en su honor. Los sabios escucharon su mensaje: los conquistadores buscaban oro y dominio, y era necesario despertar la memoria de los pueblos para resistir. Sus palabras se convirtieron en canto, y las danzas en plegarias de unión.
De pronto, Aitana entró en éxtasis. Sus ojos se cerraron, su cuerpo se estremeció, y cayó desmayada. La tribu la recogió con ternura y la llevó a un lugar sagrado. Allí permaneció dormida durante varios días, como si su espíritu viajara por otros mundos. Los Tayrona la cuidaban con devoción: los niños dejaban flores a su lado, los ancianos encendían fuego ceremonial, y los curanderos acudían con hierbas y cantos para hacerla volver en sí.
Mientras tanto, en la cordillera, Andrés y los conquistadores vagaban perdidos. La montaña los envolvía en nieblas y fríos implacables. Uno de ellos, debilitado, cayó y no volvió a levantarse. La cordillera reclamaba su tributo, mostrando que no todos podían sobrevivir a sus misterios.

Pero la esperanza no se apagaba. Desde las tierras altas llegaron los Mucuchíes, valientes guardianes de los páramos. Con astucia y coraje, lograron liberar al cacique Betijoque de la opresión de los conquistadores. Junto a él, se prepararon para huir hacia la montaña y organizar la resistencia.
Se escondieron en cuevas ocultas, refugios secretos que solo los sabios conocían. Allí, entre sombras y fuego, comenzaron a trazar planes para defender la tierra y proteger la memoria ancestral. La montaña se convirtió en su aliada, guardando en silencio la semilla de la rebelión.
Y lejos, en España, otro barco se preparaba para partir. Lleno de misioneros y conquistadores con la mente envuelta en sombras, zarpaba hacia estas tierras. Era el segundo viaje, una nueva ola de ambición que buscaba extender su dominio. El mar llevaba consigo presagios de dolor, pero también la certeza de que la resistencia debía crecer.
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