El amanecer trajo consigo un presagio. Los conquistadores, aún extraños en la tierra, comenzaron a mostrar su fragilidad frente a los misterios de la cordillera. Uno de ellos, mordido por una cascabel, cayó al suelo con el rostro pálido y la respiración quebrada. El cacique Betijoque, sabio y compasivo, mandó a llamar a Aitana.
Ella dudó. Su corazón no quería entregar su don a quienes traían sombras de ambición. Pero su padre, con voz serena, le pidió que acudiera. Aitana obedeció, y con paso firme se acercó al moribundo. Colocó hojas de frailejón sobre la herida, mientras en su otra mano hacía sonar una maraca sagrada.
De pronto, una niebla espesa descendió sobre el valle. El silencio se llenó de un murmullo celestial. El hombre abrió los ojos y, entre delirios, dijo haber visto un venado que lamía su herida, devolviéndole la vida.
Andrés, uno de los conquistadores, observó el prodigio con asombro. En su mente nació un pensamiento oscuro: “Si llevamos a esta niña a España, curará a muchos. Los reyes tendrán más poder y aliados.”
Aitana, que no solo escuchaba palabras sino también intenciones, comprendió lo que tramaban. Esa misma noche, guiada por el Último Venado del Cielo, emprendió la huida por la cordillera. En aquel tiempo, las montañas no conocían fronteras: eran caminos sagrados recorridos por familias indígenas en peregrinaciones de fe.
Así comenzó su viaje hacia lo que hoy conocemos como Colombia, llevando consigo la misión de proteger la memoria de los pueblos y la fuerza de la naturaleza. Cada paso era un pacto con la tierra, cada estrella un recordatorio de que la esperanza debía mantenerse viva.
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