Había llegado al Reino Unido en un invierno que no merecía nombre. El cielo se quedaba bajo, como si quisiera aplastarme contra el suelo húmedo, y el viento soplaba sin rabia pero con constancia, como un viejo que no se cansa de repetir la misma historia. Yo venía de Uruguay, un país donde el aire siempre huele a algo vivo —mar, pasto o fuego—, y me encontré en un lugar donde el aire no olía a nada. Eso fue lo que más me golpeó. La ausencia de olor. La ausencia de señales.

Trabajaba largas horas, lo suficiente para que el cansancio me quitara la nostalgia, pero nunca lo suficiente para borrar la sensación de estar lejos. En Montevideo, una vive sabiendo que el horizonte existe. Acá, en cambio, el horizonte se esconde detrás de edificios grises que parecen haber sido construidos por manos sin prisa ni esperanza.

A veces tomaba un tren a las afueras, buscaba un pub pequeño, pedía una cerveza tibia y escuchaba las conversaciones que no entendía del todo. Había algo bueno en eso: la sensación de ser invisible. A las exiliadas involuntarias nos conviene ser invisibles. Nos preserva.

En las noches pensaba en la rambla. No la recordaba con romanticismo; la recordaba como se recuerda una línea recta: segura, simple, verdadera. Acá, en cambio, cada calle parecía torcerse en un ángulo extraño, como si el país entero quisiera advertirme que no he llegado a mi destino final.

Pero una trabaja. Una sigue. Una aprende a vivir con poco sol y demasiadas palabras que no significan lo mismo que en casa. Y, con el tiempo, descubre que sobrevivir en un lugar ajeno te hace más fuerte. No mejor. Solo más fuerte. Como esas sogas marineras que siguen firmes después de años de sal.

Un día comprendí que no estaba esperando volver. No todavía. Que había cierto orgullo, torpe y silencioso, en aguantar aquí, en esta tierra fría donde nadie te conoce y nadie te debe nada. Y tal vez —solo tal vez— eso también es una forma de libertad. Aunque duela. Aunque no sea la que una eligió.

Al final, vivir exiliada por trabajo no es tragedia ni aventura. Es otra cosa. Una especie de entrenamiento del alma. Te levantás, hacés lo que viniste a hacer, mirás un cielo que no es tuyo. Y seguís. Porque así es la vida lejos: se sigue. Se respira. Se espera. Y a veces, en una tarde extraña, aparece un destello que recuerda a casa y una se dice, sin creerlo del todo, que quizá valga la pena.

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