Peter despertó como siempre, tarde, apartó el mosquitero que lo protegía de las picaduras de las hadas rebeldes de la noche, y fue directamente a la ventana, apartó la cortina hacia un lado y escudriñó todas las rosas blancas donde solía esconderse por las mañanas, Campanilla.
Quería contarle que no quería seguir siendo ni un día más, el único niño que podía volar, era verdaderamente aburrido.
Desde que se fuera a vivir al árbol más alejado del parque, había saltado al vacío una vez, y solo para cerciorarse de que su escondite era seguro.
Volvió a intentar volar, para ver si podía encontrar a Campanilla, pero desistió, cuando se lanzó al vacío, fue descendiendo lentamente hasta llegar al suelo, teniendo que subir trepando con sus adoloridas manos que apenas le respondían. Llegó muy cansado a la abertura del árbol, a pesar que no conocía esa sensación desagradable, podía asegurar, que se era como la debilidad y extenuación que había experimentado en las peleas con el malévolo Garfio, seguramente.
Entró en el árbol, y cuando se inclinó hacia delante, sintió un agudo dolor en la espalda, ya esta molestia le era conocida. En realidad, casi todos los días se levantaba con una percepción dolorosa en alguna parte de su cuerpo.
La última vez que habló con Campanilla le contó todos los pensamientos que le embargaban y entristecían, como era, el saber que tendría que resolver sus propios problemas, y lo que era peor aún, asumir todas las responsabilidades de sus decisiones, sin sentirse protegido ni orientado por ella, su hada preferida, que era en el fondo, como su hermana mayor, y hasta podría decirse incluso, como su propia madre. Esto no era justo. Sí, ahora que no lo podía oír, podía decir que Campanilla era la responsable de todo lo que le pasaba. Él era todavía un niño, que no podía vivir, sin la protección de un adulto. Campanilla era mucho mayor que él, ahí donde la veían tan pequeñita, le sacaba para ser exacto, 107 años y 19 días, más de edad.
Entonces como las molestias persistían, se recostó en su cama de hojas secas, puso su cara de perfil sobre una almohada improvisada que Campanilla le había hecho, con musgos recogidos en el bosque.
Pero ahí le estaba esperando esa sensación ya conocida por él, provocada por esos pelos absurdamente blancos y duros, que se incrustaban contra su cara y que le habían crecido en la barbilla desde hacía…, bueno, no recordaba bien desde cuándo, había pasado mucho tiempo.
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