Era el año mil setecientos treinta y tres. Año que se recuerda, tal vez, por el estreno en Leipzig del Magníficat en Re mayor de Bach, o por la construcción del Manzushri Jiid, el gran monasterio mongol, pero nunca por una reyerta entre dos abandonados en el Río de la Plata.
Dos hombres olvidados, un fogueado ex militar español y un casi septuagenario contrabandista de la zona virgen del delta, comparten mostrador en una pulpería del bajo. Se miran, sagaces, mientras beben caña y alimentan la tensión orillera. El primero habla solo, balbucea algo de la mano dura con que el virrey debería manejarse. Habla de sangre. El segundo, lo oye con atención aunque cree en la libertad. El cuarentón castrense anda en busca de una redención profesional, no le vendría nada mal congraciarse con la ley real y entregar a un cuatrero. El viejo, gatuno, presiente que va a tener que jugarse otra vida, tal vez la última, con un servidor del rey. Nada tienen que ver el uno con el otro, aunque uno supone ver algo de sí en ese reo veterano que lo mira, y a este le ocurre lo mismo.
—¡Salud, hermano! —Suelta uno de ellos.
—¡Salud! —Responde el otro y chocan los vasos.
Se trata de un lazo sanguíneo entre el documento y lo indocumentado, la ficción es apenas una parte de la realidad. No fui testigo de aquel fraterno brindis, pero este y los siguientes sucesos siguen latiendo en las luces y las sombras de los libros. Será en ellos, luz el interés por la cronología y penumbra los hechos no vinculados a la épica. Pero para otros, el brillo no es más que la superficie de los libros, y la zona de deshechos se constituye en un espacio de complicidad entre el libro y el lector, y es en ese terreno donde se sublevan los silencios. El enunciado “La historia no escrita se muere con los hombres”, falsamente adjudicado a Christopher Marlowe, es preceptivo, en tanto tenga una excepción que lo confirme, así como la frase de Mengs, quien pintó al Papa Clemente XIII, “El objetivo del marco es embellecer y proteger la obra, nunca reemplazarla”, y esto vale como puerta cancel de lo que sigue.
Don Juan III en los años que sirvió en Paraguay tuvo un harén de esclavas. Juan III de Los Reyes, sexto hijo de una familia de Cádiz con linaje de soldados de la corona, a sus recientes veintidós años, fue enviado por Mariana de Austria en misión secreta a la gobernación del Paraguay en mil seiscientos sesenta y seis, quedándose en el servicio por cuatro años. En poco tiempo el extrovertido Juan se encargó de romper todo secreto sobre su misión y sobre su personalidad. A más de dos décadas de que fuera expulsado, de la Orden Jesuita, el Obispo de Asunción, fray Bernardino de Cárdenas, enfrentado a la Orden, junto a comerciantes y encomenderos, levantaban la voz contra los Jesuitas por el manejo que estos disponían sobre los indios, y se hacían oír en la Casa Real. Juan era el informante, pero se mostraba como mediador. La Corona tenía bastante trabajo en sus fronteras europeas como para intervenir militarmente en las colonias, aunque fueran estas las más ricas, además de no confiar en los franceses para tal empresa. Las antiguas leyes de Burgos no estaban siendo cumplidas al pie de la letra por los encomenderos, y los gobernadores los consentían a cambio de favores eleccionarios, por lo que los informes de Don Juan III tenían un valor político de carácter superior. Los encomenderos se veían en la obligación de pagar sus incumplimientos y lo hacían con la mercancía más a mano: seres humanos. El informante vivió así una vida de jeque con su harén de indias. Pero de una oprobiosa noche de abuso de aquel año en Asunción, nació un mestizo, del que don Juan iba a deshacerse. La india, parturienta, escapó al sur. Con su recién nacido se fue a bordear el río Paraguay en busca de Tobas o Guaycurús que les dieran asilo. Después de una semana huyendo, bajo una luna grande, la mujer murió víctima de la fiebre y la debilidad.
La historia escrita dice que Don Juan volvió a servir en Cádiz hacia mil seiscientos setenta y uno. Su biografía se encargará de completar: “… De su matrimonio con Roma Balmaceda nace en mil seiscientos noventa su último hijo, Diego de Los Reyes Balmaceda.”
Circuló en el último cuarto del siglo XVII, en las misiones de la banda occidental del río Paraná, el mito del niño yaguareté. Los Jesuitas, en una expedición, habían encontrado entre matorrales a un gurí de pocos meses, durmiendo apenas tapado con la piel de un carpincho. La historia está plagada de abandonos, renuncios, extraviados, sin nombre, pero este caso —no comprobado como otros incidentes del misterio— se consagró a la leyenda porque el pequeño había sobrevivido en la zona de altos pajonales llamada Ka´a Yaguareté, expresión que, invertidas las palabras denomina a la carqueja, paradoja de la semántica. Las deformaciones posteriores del relato dieron a conocer que lo habían criado los félidos, hasta que la misión lo rescató del salvajismo.
“Dios te salve Daniel”, habrían dicho los sacerdotes, bautizando con ese nombre al encontrado, evocando el pasaje bíblico en el que el rey Darío mandó a Daniel a morir al foso de los leones y este sobrevive gracias al ángel enviado por el Señor a cerrar las fauces de las fieras. La leyenda no cuenta quién fue el Darío de este Daniel guaraní. Como en tantas, los silencios fecundan y perfeccionan la historia con eventos y desproporciones de la memoria. Puede decirse que la leyenda se construyó con saltos y vacíos. Daniel aparece, algo crecido, aunque niño aún, del otro lado del río Uruguay, en las misiones orientales, al norte del Ibicuy, prisionero de malucos. Los mamelucos, mamalucos o malucos brasileños, instruían a sus esclavos para que les sirvieran de soldados. La leyenda se trunca otra vez —se calla— unos años, hasta que en mil seiscientos ochenta reaparece Daniel de los Jesuitas, así lo llamaron los portugueses; joven, fuerte y listo para la guerra, pero rebelado, como un mandato, a un superior de bajo rango al que invita a sacarse las ginetas y pelear como “hombres”, a filo y cuero. Fuera de todo protocolo es aceptado el duelo y se trenzan en combate. En una rápida maniobra de baqueano del acero, Daniel le hace un tajo a la altura de la oreja derecha al superior. La sangre y la deshonra detienen el combate. Los laderos sacan a los contendientes y se los llevan, aunque Daniel es aprehendido horas más tarde y confinado a un calabozo militar en Porto Alegre. El sacerdote Umo Preto, según el sello y la firma del pedido formal, intercede para que Daniel sea restituido a la educación en armas y, amnistiado, lo unen a la flota que zarparía en apoyo a las tropas portuguesas que invadieron la banda oriental y fundaron Colonia del Santísimo Sacramento al mando del maestre de campo Don Miguel Lobo. Daniel zarpó en una sumaca y en el estuario marrón donde los ríos se juntan, una tormenta fenomenal clausuró la leyenda. Naufragó junto a la flota de lanchones en el río de la Plata.
En España, la muerte de Carlos II pronostica la guerra de sucesión. Rápidamente, Don Juan envía a su hijo Diego, de diez años, al nuevo mundo para ponerlo a resguardo. Será recibido por los buenos amigos que dejó en Asunción, sin temer que este niñato sería, en un poco más de tres lustros, el gobernador cuyo nombramiento contraríe la ley, el que no ahorró actos arbitrarios, urdiendo conspiraciones para respaldar sus atropellos. Diego de Los Reyes Balmaceda se convirtió en la pieza fundacional de la guerra que el Cabildo de Asunción le declarara al gobierno de Buenos Aires, que de revuelta en revuelta, duraría hasta el año treinta y cinco.
Los hombres como los espejos se encargan de duplicar y así como en Europa, en tierras guaraníes extendieron una guerra de sucesión: José de Antequera y Castro, el Virrey Zavala, el teniente García Ros, el virrey José de Armendáriz, Fernando de Mompox, Jose Luis Barreyro, Agustín de Ruillova y algunos más, a su tiempo unos y otros. Luego, ya se ha dicho, las crónicas se encargan de silenciar los años finales de próceres o vulgares que no perecen en gestas épicas o desgraciadamente accidentados. Diego de los Reyes Balmaceda desaparece de los libros después de haber intentado reanimar su gobierno de la mano de los Jesuitas, con el apoyo de la corona, sin éxito, y se recluye en Buenos Aires. Nada más se sabe de él hasta su muerte, de la que solo se menciona el año: mil setecientos treinta y tres. Idéntica suerte editorial corre Daniel de los Jesuitas después del naufragio, rescatado por piratas que se multiplicaban en la zona de las islas.
Y en una tarde cualquiera de aquel año de Cristo del siglo XVIII, en un paraje cerca del río al norte de Buenos Aires, sobre un callejón de tierra, frente a la pulpería donde antes brindaron como hermanos, dos hombres, tal vez en otro tiempo más reales o más míticos, de los que nadie habla, se enfrentan a la gloria o la humillación. Habrán mediado un interrogatorio, un relato o la solitaria seducción de la muerte. La diferencia de edad entre ambos sobrevivientes no sería impedimento y con presteza empuñan sus armas, uno en busca de recuperar prestigio marcial y el otro en desafío a la eternidad.
—¿Sabe que voy a entregarlo, verdad?
—A mí nadie me entrega. Me mata o muere.
Las dagas penetran los abdómenes, ni antes una, ni después la otra; y con la sangre derramándose en sus verijas, se buscan los ojos, con el último hilo de voluntad fraternal sobre la tierra.
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