Han pasado ocho meses,
y todavía duele.
No el dolor que se grita,
sino el que se queda quieto,
como un nudo detrás de la mirada
cuando el día parece normal.
El mundo recuerda el funeral,
las flores marchitándose con el tiempo,
las palabras bonitas que se dicen para consolar.
Pero nadie ve la silla vacía,
el plato que ya no se sirve,
las sobremesas que pesan más
que cualquier piedra en el pecho.
Nadie escucha el silencio de la Navidad,
ni mira las fotos que arden por dentro,
ni sabe lo que duele cumplir años
cuando falta una voz que antes decía
“felicidades”.
Nadie siente el eco de los abrazos no dados,
ni el miedo absurdo de olvidar su risa,
su olor, su forma de pronunciar tu nombre.
A veces, de lejos, el corazón te engaña:
Crees verlo.
Crees que es él.
Das un paso que duele más que el anterior,
y al acercarte, todo se deshace.
Se te cae el alma, otra vez,
como cada maldito día 3.
Y está ese sueño que lo trae de vuelta,
que te regala un instante,
solo para arrebatártelo al despertar.
Abrir los ojos es volver a perderlo,
es recordar que ya no está,
que no lo verás entrar por la puerta,
que la última despedida fue eso,
la última.
Dicen que el tiempo lo cura todo,
pero a veces el tiempo solo enseña
a llevar el peso sin romperse.
A sonreír con una grieta suave,
a seguir viviendo con un hueco
que nadie más sabe medir.
Ocho meses…
y sí, duele.
Porque querer no se termina cuando alguien se va.
Sigue vivo en la memoria,
en los días 3,
en lo que falta,
en lo que permanece,
en ese amor que todavía late
aunque ya no pueda regresar.
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