Capítulo 1 – La rutina perfecta
Jack despertó con el murmullo del mar golpeando suavemente contra las rocas de la costa. La luz del amanecer entraba por la ventana, tiñendo su habitación de un tono dorado. Se estiró con calma, como si aquel día no fuera distinto a los demás. En la mesa de noche descansaba un cuaderno abierto, pero él apenas le prestó atención: lo cerró con un gesto rápido, como quien oculta un secreto insignificante.
En la cocina, el olor a café recién hecho lo recibió como cada mañana. Su madre, Sara, servía las tazas con una sonrisa tranquila, mientras su padre, John, hojeaba el periódico en silencio. Michel, su hermano menor, discutía animadamente con María sobre qué película ver el fin de semana. La escena era tan común que parecía sacada de un retrato familiar perfecto.
Jack se sentó a la mesa y saludó a todos con una sonrisa. Nadie notó que, bajo la mesa, sus dedos trazaban un patrón repetitivo sobre la madera, como si intentara grabar algo invisible. María lo miró con cariño, ajena a ese gesto, y le preguntó si quería acompañarla a caminar por la playa más tarde. Jack asintió, aunque su mirada se perdió un instante en el vapor que salía de la taza de café, como si viera algo más allá de lo evidente.
El desayuno transcurrió entre risas y comentarios triviales. John habló de política, Sara recordó una receta que quería preparar, Michel insistió en que la película debía ser de acción. Jack participaba, pero siempre con un tono medido, casi ensayado. Su voz era amable, sus palabras correctas, pero había algo en sus silencios que resultaba difícil de definir.
Cuando todos se levantaron de la mesa, Jack volvió a su habitación. Abrió el cuaderno que había dejado cerrado y pasó las páginas con rapidez. Cada una estaba llena de la misma palabra escrita una y otra vez: “espera”. No había dibujos, no había frases completas, solo esa palabra repetida con una calma obsesiva. Jack acarició las letras como si fueran un talismán, y luego lo guardó en el cajón, asegurándose de que nadie lo viera.
Al salir de casa, María lo tomó de la mano. Él respondió con ternura, pero en su interior, algo vibraba como una cuerda tensada. La rutina seguía intacta, la vida parecía perfecta, y sin embargo, bajo esa superficie, había un eco que nadie más escuchaba.
Capítulo 2 – La primera grieta
La tarde cayó sobre la ciudad con un aire pesado. Jack caminaba junto a María por la playa, como habían planeado. Ella hablaba con entusiasmo de sus proyectos, de las clases que quería tomar y de los viajes que soñaba hacer. Jack la escuchaba en silencio, con una sonrisa que parecía sincera, pero sus ojos no seguían el ritmo de sus palabras. Se quedaban fijos en el movimiento de las olas, como si buscaran un patrón oculto en la espuma.
—¿Me estás escuchando? —preguntó María, riendo suavemente.
—Claro —respondió Jack, sin apartar la mirada del mar—. Siempre te escucho.
María apretó su mano, pero sintió un leve temblor en los dedos de Jack. No le dio importancia.
Al regresar a casa, Michel estaba en la sala jugando videojuegos. Jack se detuvo detrás de él, observando la pantalla con un interés extraño. No decía nada, solo miraba cómo su hermano perdía una partida tras otra. Michel, incómodo, giró hacia él.
—¿Qué pasa, Jack? ¿Quieres jugar?
—No —contestó Jack, con voz baja—. Me gusta verte perder.
Michel soltó una carcajada, pensando que era una broma, pero Jack no sonrió. Sus ojos permanecieron fijos en la pantalla, como si cada derrota de su hermano le diera una satisfacción silenciosa.
Más tarde, durante la cena, la familia se reunió otra vez. Sara sirvió la comida, John habló de su trabajo, y María intentó animar la conversación. Jack participaba, pero sus respuestas eran cada vez más cortas, más frías. Cuando Michel hizo un comentario burlón sobre la caminata en la playa, Jack lo miró con una intensidad que heló el ambiente.
—No deberías hablar de cosas que no entiendes —dijo, con un tono que no admitía réplica.
El silencio se extendió unos segundos antes de que Sara cambiara de tema.
Esa noche, Jack volvió a su habitación. Encendió la lámpara y abrió el cuaderno. La palabra “espera” seguía multiplicándose en las páginas, pero ahora había algo nuevo: un dibujo torpe de una silueta humana, rodeada por líneas que parecían barrotes. Jack pasó los dedos sobre el dibujo y murmuró algo inaudible.
Desde el pasillo, María lo llamó para despedirse antes de irse a casa. Jack cerró el cuaderno de golpe y salió con una sonrisa perfecta, como si nada hubiera pasado. La normalidad seguía intacta para todos, pero en su interior, la grieta se había abierto un poco más.
Capítulo 3 – Sombras en la calma
El domingo amaneció nublado. Jack y María habían quedado en encontrarse en la plaza central para caminar juntos. Ella llegó con su habitual energía, saludando a conocidos y deteniéndose a conversar con un par de amigos. Jack la observaba en silencio, con una sonrisa rígida.
—Siempre tienes tiempo para todos —dijo, cuando ella volvió a su lado.
—Claro, son mis amigos —respondió María, sin notar el tono seco en su voz.
Jack no añadió nada más, pero durante el resto del paseo mantuvo su mirada fija en cada persona que se acercaba a ella, como si evaluara sus intenciones. María intentó bromear, pero él apenas reaccionaba.
Por la tarde, en casa, Michel entró en la sala con su habitual desparpajo. Encontró a Jack sentado en el sofá, mirando un cuaderno cerrado sobre sus rodillas.
—¿Qué escribes tanto? —preguntó Michel, curioso.
—Nada que te importe —contestó Jack, sin levantar la vista.
Michel se rió, pero Jack lo miró con una intensidad que lo hizo retroceder un paso. Era una mirada fría, calculadora, como si detrás de ella hubiera algo que no debía ser visto.
Más tarde, durante la cena, María contó una anécdota graciosa de la universidad. Todos rieron, excepto Jack. Él la interrumpió con un comentario inesperado:
—No deberías hablar tanto de tu vida con los demás. Hay cosas que solo deberían quedarnos a nosotros.
El silencio cayó sobre la mesa. María lo miró, confundida, y trató de suavizar la tensión con una sonrisa. Sara cambió de tema rápidamente, pero Michel no pudo evitar soltar una carcajada nerviosa. Jack lo fulminó con la mirada.
Esa noche, Jack acompañó a María hasta la puerta de su casa. Antes de despedirse, la tomó del brazo con fuerza, más de lo necesario.
—Prométeme que mañana no vas a salir con nadie más —dijo, con voz baja.
—Jack… solo voy a estudiar con mis compañeros —respondió ella, incómoda.
—Prométemelo —insistió, apretando un poco más.
María asintió, solo para que la soltara. Jack sonrió entonces, como si todo estuviera en orden, y se despidió con un beso en la frente.
Al regresar a su habitación, abrió el cuaderno. La palabra “espera” seguía multiplicándose, pero ahora había frases nuevas, escritas con una caligrafía nerviosa: “Ella es mía. Nadie más.”
Jack cerró el cuaderno y apagó la luz. En la oscuridad, su sonrisa se mantuvo intacta, como si la calma aún reinara. Pero bajo esa calma, las sombras empezaban a crecer.
Capítulo 4 – El filo invisible
La semana transcurrió con una calma aparente. Jack seguía con su rutina: desayunos en familia, caminatas con María, silencios prolongados en su habitación. Pero bajo esa superficie, algo se agitaba.
Una tarde, Michel entró sin tocar en la habitación de Jack. Sobre la mesa encontró el cuaderno abierto, con páginas llenas de palabras repetidas y dibujos torpes de figuras encerradas en círculos.
—¿Qué es esto? —preguntó, levantando una ceja.
Jack se levantó de golpe y le arrebató el cuaderno.
—No vuelvas a tocar mis cosas —dijo con voz baja, pero cargada de una tensión que hizo retroceder a Michel.
Michel intentó reírse, pero la mirada de Jack lo detuvo. Era una mirada fija, dura, como un filo invisible que lo atravesaba.
Esa noche, durante la cena, Michel hizo un comentario burlón sobre María, insinuando que ella tenía demasiados amigos y que Jack debía estar celoso. Jack dejó el tenedor en la mesa con un golpe seco.
—No vuelvas a hablar de ella —advirtió, con un tono que heló el ambiente.
Sara intentó suavizar la situación, John cambió de tema, pero el silencio se quedó flotando en el aire. María miró a Jack con preocupación, notando por primera vez que su sonrisa parecía forzada, como una máscara que ocultaba algo más oscuro.
Más tarde, al acompañar a María a su casa, Jack caminó en silencio. Ella intentó hablar de sus planes para el fin de semana, pero él la interrumpió:
—No quiero que salgas con ellos.
—¿Con quiénes? —preguntó María, confundida.
—Con tus amigos. No me gusta cómo te miran.
María se detuvo, sorprendida por el tono de su voz.
—Jack, son solo amigos. No tienes por qué preocuparte.
—Prométeme que no vas a verlos —insistió, con los ojos fijos en ella.
María dudó, pero al ver la intensidad en su mirada, asintió solo para evitar una discusión. Jack sonrió entonces, satisfecho, y la abrazó con fuerza, demasiado fuerte.
Al regresar a su habitación, abrió el cuaderno. Ahora las páginas mostraban frases nuevas, escritas con una caligrafía frenética: “Michel se ríe. María me pertenece. Nadie más.”
Jack cerró el cuaderno y apagó la luz. En la oscuridad, su respiración era tranquila, pero en su interior, el filo invisible seguía creciendo, listo para cortar la calma en cualquier momento.
Capítulo 5 – La fractura
El lunes por la noche, la familia se reunió en la sala. Sara había preparado una cena especial y John intentaba mantener la conversación ligera. Michel, como siempre, hacía bromas, lanzando comentarios burlones que arrancaban risas a todos… menos a Jack.
—¿Y tú, Jack? —preguntó Michel con tono provocador—. ¿Todavía vigilas a María como si fuera tu sombra?
La risa de Michel resonó en la sala, pero Jack no se movió. Sus ojos se clavaron en él con una intensidad que hizo que el ambiente se congelara.
—No vuelvas a hablar de ella —dijo, con voz baja pero firme.
Michel levantó las manos, fingiendo rendición, aunque su sonrisa no desapareció. Sara intentó cambiar de tema, pero el silencio ya había dejado una marca.
Más tarde, Jack acompañó a María a su casa. Caminaban en silencio, hasta que ella se detuvo.
—Jack, últimamente estás raro. Me miras como si desconfiaras de mí… y me incomoda.
Jack la tomó de la mano con fuerza.
—No es desconfianza. Es que no quiero perderte. Ellos no te entienden como yo.
María intentó soltar su mano, pero Jack la apretó aún más.
—Prométeme que no vas a hablar con Michel de mí. Prométeme que no vas a contarle nada.
Ella lo miró, sorprendida por la dureza en su voz.
—Jack, es tu hermano…
—Él no merece saber nada de nosotros —interrumpió, con un brillo extraño en los ojos.
María asintió, solo para calmarlo. Jack sonrió entonces, como si todo estuviera en orden, y la abrazó con una fuerza que le resultó sofocante.
Esa noche, Jack volvió a su habitación. Abrió el cuaderno y escribió con rapidez, como si sus manos no pudieran detenerse. Las páginas se llenaron de frases desordenadas: “Michel se ríe. María me pertenece. Nadie más. Nadie más.”
De pronto, se detuvo. Escuchó pasos en el pasillo: Michel se acercaba a su puerta. Jack cerró el cuaderno y apagó la luz. Se quedó sentado en la oscuridad, inmóvil, esperando.
Michel abrió la puerta apenas un poco.
—¿Estás despierto? —preguntó, con voz baja.
Jack no respondió. Solo lo observó desde la penumbra, con los ojos abiertos, brillando en la oscuridad. Michel sintió un escalofrío y cerró la puerta de inmediato.
Jack sonrió. La fractura ya estaba hecha.
Capítulo 6 – El choque
El ambiente en la casa se había vuelto pesado. Las conversaciones eran más cortas, las risas menos frecuentes. Sara y John intentaban mantener la calma, pero sabían que algo estaba cambiando en Jack.
Una tarde, Michel entró en la sala y encontró a Jack sentado en el sofá, mirando fijamente la televisión apagada. El silencio era tan denso que parecía llenar el aire.
—¿Qué haces ahí, hermano? —preguntó Michel, intentando sonar casual.
—Escucho —respondió Jack, sin apartar la mirada de la pantalla.
—¿Escuchar qué? Si la tele está apagada.
Jack giró lentamente la cabeza hacia él.
—Escucho lo que no deberías decir.
Michel frunció el ceño, incómodo.
—¿Otra vez con tus rarezas? Mira, Jack, si tienes un problema conmigo, dilo de frente.
Jack se levantó despacio, acercándose a él. Su altura y su mirada lo hicieron retroceder un paso.
—Deja de burlarte de mí. Deja de hablar de María.
Michel intentó reír, pero su voz tembló.
—¿Y si no lo hago?
Jack se inclinó hacia él, tan cerca que Michel pudo sentir su respiración.
—Entonces vas a entender lo que significa perder.
El silencio se rompió cuando Sara entró en la sala.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó, con tono preocupado.
Jack retrocedió de inmediato, recuperando su sonrisa ensayada.
—Nada, mamá. Solo hablábamos.
Michel lo miró con rabia, pero no dijo nada. Sabía que sus padres no entenderían lo que acababa de sentir: esa amenaza invisible, ese filo que se escondía detrás de la calma de Jack.
Más tarde, María llegó a la casa para visitar a Jack. Lo encontró en su habitación, escribiendo frenéticamente en su cuaderno. Cuando intentó acercarse, él cerró el cuaderno de golpe.
—¿Qué escribes? —preguntó ella, con voz suave.
—Planes —respondió Jack, sin mirarla.
—¿Planes de qué?
Jack levantó la vista y la tomó de la mano con fuerza.
—Planes para que nadie nos separe.
María sintió un escalofrío. Su sonrisa ya no era la misma, y sus ojos tenían un brillo extraño, como si estuviera viendo algo que ella no podía.
Esa noche, mientras todos dormían, Jack abrió el cuaderno una vez más. Las páginas estaban llenas de frases repetidas: “Michel debe callar. María es mía. Nadie más. Nadie más.”
Jack cerró el cuaderno y se quedó sentado en la oscuridad, escuchando los sonidos de la casa. Cada paso, cada respiración, cada puerta que se cerraba. Todo era parte de un plan que solo él entendía.
Capítulo 7 – Ecos de miedo
La casa parecía más silenciosa de lo normal. Sara notaba que Jack hablaba menos, que sus gestos eran más rígidos, y que sus ojos se quedaban fijos en lugares donde no había nada. John intentaba mantener la calma, pero incluso él empezaba a preocuparse.
María llegó una tarde para visitar a Jack. Lo encontró en el patio, sentado solo, mirando el suelo como si esperara que algo surgiera de la tierra.
—Jack, ¿estás bien? —preguntó ella, con voz suave.
Él levantó la mirada y sonrió, pero su sonrisa era tensa.
—Estoy mejor cuando estás aquí. No me gusta cuando hablas con otros.
María se estremeció.
—No puedes controlarlo todo, Jack. Tengo amigos, tengo una vida…
Jack la interrumpió, apretando su mano con fuerza.
—Tu vida soy yo. Ellos no entienden lo que tenemos.
María intentó soltar su mano, pero Jack la sostuvo un instante más antes de dejarla ir. Sus ojos tenían un brillo extraño, como si detrás de ellos hubiera algo que no debía ser visto.
Esa noche, María se quedó conversando con Sara en la cocina. Bajó la voz, asegurándose de que Jack no escuchara.
—Sara… Jack está cambiando. Me habla como si quisiera que yo fuera solo suya. Me da miedo.
Sara la miró con preocupación.
—Yo también lo he notado. Está más distante, más frío. Pero no sé cómo ayudarlo.
Mientras tanto, en su habitación, Jack escribía en el cuaderno. Las páginas estaban llenas de frases repetidas: “Ella no debe hablar. Michel debe callar. Nadie más. Nadie más.”
Michel entró sin avisar y lo sorprendió escribiendo.
—¿Qué demonios haces, Jack? —preguntó, intentando arrebatarle el cuaderno.
Jack reaccionó con violencia: lo empujó contra la pared y lo sostuvo del cuello por un instante. Sus ojos brillaban con furia contenida.
—No vuelvas a tocar mis cosas —dijo, con voz baja y peligrosa.
Michel lo apartó de un empujón y salió de la habitación, respirando con dificultad. Por primera vez, entendió que su hermano ya no era el mismo.
Jack cerró el cuaderno y se quedó sentado en la oscuridad. Sonrió, como si todo estuviera bajo control. Pero en la casa, los ecos de miedo ya se habían instalado, y nadie podía ignorarlos.
Capítulo 8 – La amenaza
La casa estaba envuelta en un silencio extraño. Sara y John hablaban poco, como si temieran que cualquier palabra pudiera encender una chispa. Michel evitaba a Jack, pero su rabia crecía cada día. María, en cambio, empezaba a sentir un miedo que no podía ocultar.
Una tarde, Michel encontró a Jack en el patio, sentado con el cuaderno abierto sobre sus rodillas. Las páginas estaban llenas de frases repetidas y dibujos cada vez más oscuros: siluetas encerradas, rostros tachados, palabras escritas con furia.
—¿Qué es todo esto? —preguntó Michel, con voz dura.
Jack levantó la mirada lentamente.
—Es lo que va a pasar si no aprendes a callar.
Michel dio un paso hacia él, desafiante.
—¿Me estás amenazando, Jack?
—No —respondió con calma—. Te estoy advirtiendo.
El aire se volvió pesado. Michel apretó los puños, pero antes de que pudiera responder, John apareció en la puerta.
—¿Qué ocurre aquí?
Jack cerró el cuaderno y sonrió.
—Nada, papá. Solo hablamos.
Michel lo miró con rabia, pero se contuvo. Sabía que sus padres no entendían lo que estaba pasando.
Esa noche, María se reunió con Sara en la cocina.
—Sara, Jack me da miedo. Me habla como si quisiera que yo fuera solo suya. Me aprieta la mano, me obliga a prometer cosas… No sé qué hacer.
Sara la abrazó, preocupada.
—Voy a hablar con John. No podemos dejar que esto siga así.
Mientras tanto, en su habitación, Jack escribía sin descanso. Las páginas se llenaban de frases frenéticas: “Michel debe callar. María no debe escapar. Nadie más. Nadie más.”
De pronto, escuchó pasos en el pasillo. Michel se acercaba. Jack cerró el cuaderno y se levantó. Cuando su hermano abrió la puerta, lo encontró de pie, inmóvil, con los ojos fijos en él.
—¿Qué quieres? —preguntó Jack, con voz baja.
—Quiero que dejes de asustar a María. Quiero que dejes de actuar como un loco.
Jack sonrió, pero su sonrisa era fría, sin vida.
—Ella es mía. Tú no entiendes.
Michel retrocedió un paso, sintiendo un escalofrío. Por primera vez, comprendió que Jack no estaba jugando. La amenaza era real, y estaba creciendo.
Capítulo 9 – El estallido
La tensión en la casa era insoportable. Sara y John hablaban en susurros, intentando mantener la calma, pero sabían que algo estaba quebrándose. Michel evitaba a Jack, aunque su rabia lo empujaba cada vez más a enfrentarlo. María, en cambio, ya no podía ocultar su miedo: cada vez que Jack la miraba, sentía que estaba atrapada.
Una noche, Michel decidió encararlo. Entró en la habitación de Jack sin avisar y lo encontró escribiendo frenéticamente en su cuaderno. Las páginas estaban llenas de frases repetidas: “Michel debe callar. María no debe escapar. Nadie más. Nadie más.”
—Esto ya es demasiado, Jack —dijo Michel, con voz firme—. Estás enfermo. Vas a arruinar a todos.
Jack levantó la mirada lentamente. Sus ojos brillaban con una calma peligrosa.
—No entiendes nada. Tú eres el problema. Siempre riéndote, siempre metiéndote en lo que no te corresponde.
Michel dio un paso hacia él.
—No voy a dejar que sigas asustando a María. No voy a dejar que destruyas a esta familia.
Jack cerró el cuaderno de golpe y se levantó. En un movimiento rápido, empujó a Michel contra la pared. El golpe resonó en la habitación. Michel intentó defenderse, pero Jack lo sostuvo con una fuerza inesperada, apretando su brazo hasta que gritó de dolor.
—¡Jack, basta! —la voz de Sara se escuchó desde el pasillo. Ella entró corriendo y se interpuso entre los dos.
Jack retrocedió, respirando con dificultad, pero su mirada seguía fija en Michel, como si quisiera terminar lo que había empezado.
—Él no entiende —dijo Jack, con voz baja—. Nadie entiende.
Sara abrazó a Michel, que se frotaba el brazo con rabia y miedo.
—Jack, esto no puede seguir así —dijo ella, con lágrimas en los ojos.
Jack no respondió. Solo salió de la habitación y se encerró en la suya. Abrió el cuaderno y escribió con furia: “Ellos me quieren quitar a María. No lo permitiré. Nadie más. Nadie más.”
Mientras tanto, María, que había escuchado el enfrentamiento desde el pasillo, sintió que algo dentro de ella se quebraba. Por primera vez, pensó en escapar.
Capítulo 10 – El abismo
La tensión en la casa había alcanzado un punto insoportable. Sara y John apenas hablaban, Michel evitaba a Jack con una mezcla de rabia y miedo, y María ya no podía ocultar el temblor en sus manos cada vez que lo veía. La calma aparente se había roto, y todos sabían que algo estaba a punto de estallar.
Una noche, Jack reunió a la familia en la sala. Su voz era tranquila, pero sus palabras tenían un filo invisible.
—Ustedes no entienden. Nadie entiende. Todo lo que hago es para proteger lo que me pertenece.
Sara lo miró con lágrimas en los ojos.
—Jack, por favor, esto no está bien. Somos tu familia, queremos ayudarte.
Jack sonrió, pero su sonrisa era fría, sin vida.
—No necesito ayuda. Necesito obediencia.
Michel se levantó de golpe.
—¡Basta, Jack! No puedes seguir hablando así de María, ni de nosotros. Estás enfermo.
Jack lo miró con una calma aterradora.
—Tú siempre fuiste el problema, Michel. Siempre riéndote, siempre metiéndote en lo que no entiendes.
En un movimiento rápido, Jack se abalanzó sobre él. Michel intentó defenderse, pero Jack lo empujó contra la mesa, haciendo que los platos se estrellaran en el suelo. Sara gritó, John intentó separarlos, pero Jack tenía una fuerza que parecía salir de algo más oscuro que él mismo.
María, paralizada, vio cómo Jack levantaba el cuaderno y lo agitaba frente a todos.
—Aquí está la verdad. Aquí está lo que debe pasar. Nadie más. Nadie más.
Las páginas estaban llenas de frases frenéticas, dibujos de rostros tachados, palabras repetidas hasta el delirio.
John logró sujetar a Jack por los hombros, pero él se liberó con violencia. Sus ojos brillaban con una intensidad que heló la sangre de todos.
—Ella es mía —dijo, señalando a María—. Y ustedes no van a quitármela.
María retrocedió, temblando. Por primera vez, entendió que debía escapar. Con un movimiento rápido, corrió hacia la puerta. Jack intentó seguirla, pero Michel se interpuso, recibiendo un golpe que lo derribó al suelo.
—¡Corre, María! —gritó Michel, con voz quebrada.
María salió de la casa, con el corazón desbocado. Detrás de ella, los gritos de su familia resonaban en la noche. Jack, atrapado entre la furia y la obsesión, quedó en la sala, respirando con dificultad, rodeado de los restos de la cena y de su propio cuaderno abierto en el suelo.
El eco de sus palabras se repetía en la oscuridad:
“Nadie más. Nadie más.”
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