Palabras democratoides para democracias jóvenes con viejas decisiones

Palabras democratoides para democracias jóvenes con viejas decisiones

El panorama reciente nos obliga a replantearnos criterios, valores y prejuicios que dábamos por sentados. Si algo dejó claro la pandemia es que estas crisis funcionan como un termómetro perfecto del nivel de consciencia y responsabilidad social, tanto individual como colectiva.
Para entender lo que ha pasado —y lo que viene— es útil separar al individuo del colectivo, observarlos por aparte y luego ver cómo chocan, se confunden o se anulan entre sí.

Cuando analizamos el pensamiento grupal, descubrimos que siempre es más irracional que el individual. Ahí se entiende la angustia de Sócrates frente a la democracia. Y aquí viene mi punto incómodo: si antes desconfiaba de los procesos electorales porque la democracia moderna es, en gran medida, una ilusión con apariencia democrática, ahora la pandemia me convenció de algo peor: mi propia gente no está preparada para decidir quién debe liderarla.

Uno de los riesgos centrales de las elecciones es que votamos por imágenes, no por personas. Dejamos a un lado la mentira inherente a la política y asumimos —ingenuamente— que quienes prometen algo tienen intención real de cumplirlo.
Pero el problema no está ahí.
El problema está en que jamás elegimos al candidato: elegimos la versión manipulada que fabrican para nosotros.

El proselitismo y la política funcionan sobre pilares de ingeniería social y psicología de masas. El colectivo piensa distinto al individuo: es más emocional, más volátil y más fácil de manipular. Por eso es más sencillo convencer a miles de personas que a una sola. Lo mismo ocurre con la música o el entretenimiento: si algo está dirigido a las masas, necesita ser simple, superficial y repetitivo. La política no escapa a esta lógica; sus discursos también se reducen a consignas y promesas masticadas.

Y en medio de ese caos informativo aparecen disputas ridículas dentro de los partidos, peleas que no buscan mejorar nada, sino ganar concursos de popularidad. Nada ahí pretende ayudarnos a reflexionar sobre nuestros valores, ni a discernir qué posturas son realmente nuestras y cuáles son solo ruido colectivo.

Así, el proceso electoral termina reducido a algo tan básico como “que la mayoría me apoye”. Poco importa si las ideas son buenas o aplicables; lo que importa es que sean populares. El contenido se sacrifica para que la masa pueda digerirlo rápido.

Otro riesgo es el efecto “con hambre todo sabe bien”. Tras gobiernos mediocres que bajaron los estándares al suelo, cualquiera puede ganar sin preparación ni propuestas serias. Basta con proclamarse “distinto al anterior”. Ese fenómeno —que se expresa en figuras como Bukele— se convierte en otro reflejo del pensamiento irracional colectivo: creer que los problemas de un país empiezan y terminan con un grupo de corruptos o delincuentes.

Quiero plantear una analogía sencilla: si una parcela está enferma, no se cura arrancando solo las plantas dañadas. Hay que comprender el entorno, identificar qué condiciones permitieron que la enfermedad apareciera. Lo mismo pasa con una sociedad: no basta con cambiar rostros; hay que entender las causas que los produjeron.

Para cerrar, invito a reflexionar sobre el discurso de los candidatos y la calidad humana detrás de él. Ningún líder fuerte y benevolente elige el odio como herramienta política. Utilizarlo es un acto de debilidad, no de fortaleza. Dividir al país para alimentar un bando es la estrategia favorita de quienes no tienen visión real. Los verdaderamente fuertes buscan unir, mediar, construir.

Aunque no todos merezcan un perdón ni un “borrón y cuenta nueva”, sí vale la pena dedicar energía a espacios de reflexión, investigación y acción. Para entender nuestra sociedad —y para cambiarla— necesitamos primero entendernos a nosotros mismos. Igual que en cualquier relación interpersonal, si trabajamos en nuestro pensamiento crítico y en nuestras convicciones, elegiremos mejor a quienes dejamos entrar en nuestra vida pública.
Solo así podremos cortar, de una vez, el ciclo de malas decisiones colectivas.

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