Este dilema me encontré sin darme cuenta, y lo recordaré toda mi maldita vida.
Era miércoles. Lo recuerdo bien porque era la víspera del día que me mojaría por completo al salir del trabajo: para el jueves se pronosticaba mucha lluvia y hasta tormentas eléctricas en Tandil, donde vivo hace veinte años.
Cerca de las once y media de la mañana me enviaron a purgar el tanque 2 de aceite. Es un tanque de más de 30 mil litros que tiene dos boquillas, una abajo y otra arriba. El purgue se hace para que el aceite, al venderse, vaya lo más limpio posible; es decir, sin la borra que le queda después de estar estacionado varios días dentro de un recipiente de ese volumen.
Me encontraba tranquilo, mirando cómo la borracha se escapaba lentamente hacia un contenedor que usábamos para separar toda esa «caca» (así llamamos a la borra, si la vieran, pensarían lo mismo). Justo cuando me encendí un pucho, lo vi a él, al Vasco, charlando normalmente con su camionero, hasta que lo normal perdió su contexto y se convirtió en un caos.
También recuerdo que, unos minutos antes, el camionero del Vasco se acercó hacia donde yo estaba y me contó que se le había roto algo del camión. Como por lo visto no era nada tan groso, simplemente le dije: «Uh… ¡Qué cagada, che!». » Sí «, me dijo asintiendo con la cabeza. Sin más, se fue hacia adentro a tomar agua fría.
Yo simplemente seguí con mi labor, sin darle importancia al resto, hasta que los gritos y los gestos del Vasco me llamaron mucha la atención. Estaban bastante lejos, por lo que no podía entender ni una sola palabra. Me los quedé mientras miraba tomaba un poco de agua fría de la botella de plástico que tenía en la mano izquierda.
No entiendo por qué , pero empecé a acercar más y más. Era como si algo dentro de mí me recordara que algo malo estaba por suceder. Y sí, así fue. Cuando parecía que todo había terminado, vi al Vasco irse muy enojado (lo notaba por su forma de caminar: pateaba las pequeñas piedras y rezongaba por lo bajo). Su camionero empezó a caminar cada vez más rápido hacia él. Yo me enfoqué en el Vasco, pensando que él se mandaría algo, pero no. Cuando el Vasco se dio la vuelta, en un abrir y cerrar de ojos, en una pequeña pestañeada, lo escuché gritarle: » ¡Qué mierda te pasa, no me rompas más los huevos! «
Ahí salí corriendo hacia ellos. Lancé la botella de plástico que tenía en mi mano izquierda y, mientras cortaba el aire hacía el cielo abierto, le grité con todas mis fuerzas a él, al Vasco, sin poder comprender que en realidad el dilema se encontraba en las manos de su camionero.
Todos en la oficina —que se encontraba a diez metros, detrás del Vasco y hacia donde él se dirigía— se pegaron a las ventanas sin hacer ni decir nada. Se quedaron como si estuvieran mirando una simple película de ficción…
Fue justo ahí, después del grito del Vasco… cuando se escucharon esas tres explosiones.
—¡¿Qué hiciste, la concha de tu madre?! —le grité con todas mis fuerzas, mientras el Vasco pegaba su espalda contra el suelo de estabilizado que habían lanzado hace unos meses.
El camionero me miró con lágrimas en los ojos y simplemente me respondió: —»No sé qué más podía hacer, me tenía el alma desgarrada».
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