Bogotá amanecía con ese frío cortante que se cuela por entre las rendijas de la ventana como un mal presagio. En el barrio Egipto, las calles empinadas parecían un laberinto de sombras, llenas de murmullos y negocios que se hacían a lo callado, como si la ciudad entera respirara con miedo.
A esa hora, Doña Maritza, una mujer de rostro endurecido por los años y la mala vida, caminaba con paso acelerado sosteniendo el rosario con los dedos temblorosos. No había dormido. ¿Cómo hacerlo, si su hija estaba a punto de meterse en la olla más caliente de la zona, “La Terraza del Chulo”, donde el que entra sin permiso no siempre vuelve?
Su hija, Yurleidis, apenas con diecisiete, ya se movía entre los jíbaros como si allá hubiera encontrado algún tipo de pertenencia. Llevaba meses ayudando a una banda menor que repartía bichas y perico en buses y esquinas. “Es solo pa’ rebuscarme, mami”, decía, como si la muerte no la rondara cada vez que entregaba un papelito.
Pero esa mañana algo había cambiado: la niña, según le contó una vecina, iba a entregar un paquete “grande”, algo que no la pintaba a ella. Ese tipo de encargos era para los mayores, los más curtidos, los que sabían cuándo correr y cuándo matar.
Doña Maritza apretó los dientes mientras subía por la loma. El aire le quemaba los pulmones.
—Diosito, aguántemela viva… solo hoy, solo hoy… —murmuraba entre sollozos.
Cuando llegó a la olla, vio la puerta metálica medio abierta. Al fondo, un televisor viejo escupía reguetón de los noventa y un par de muchachos pasaban bareta. El olor a química, sudor y miedo casi la hace retroceder.
—¿Dónde está mi hija? —preguntó, con la voz quebrada pero firme.
Los pelaos se miraron entre sí, como midiendo si la vieja valía la pena. Uno señaló con la cabeza el patio trasero. Doña Maritza cruzó el corredor, esquivando un colchón sucio donde dormía un hombre desnudo y dopado, y salió a un espacio abierto iluminado por una luz azulina.
Allí estaba Yurleidis, rodeada por tres hombres armados. El paquete —un ladrillo envuelto en cinta café— brillaba en el suelo.
—Mami, váyase, no joda… —susurró la niña, con miedo en los ojos.
El jefe, un tipo al que todos llamaban El Cuervo, giró la cabeza con lentitud.
—¿Esta es su muchachita? —preguntó sin emoción.
Maritza tragó saliva.
—Es mi única hija. Yo me la llevo. Esto no es vida pa’ ella.
El Cuervo la observó.
—Ya está adentro, señora. Usted sabe cómo es… si la saca ahora, la pagan las dos.
Maritza dio un paso al frente, sintiendo que el mundo se le iba a reventar por dentro.
—Mire, mijo… yo no tengo plata, no tengo familia, no tengo na’. Pero tengo huevos pa’ pelear por mi hija. Y si toca morirme aquí, me muero.
Las palabras quedaron vibrando en el aire helado. El Cuervo afiló la mirada, sorprendido por la osadía.
—Señora, no se meta en lo que no sabe. Esta china ya se comprometió.
—¡Tiene diecisiete! ¡Ustedes la están usando! —gritó Maritza, y sus gritos resonaron contra las paredes húmedas.
Los hombres se tensaron. Uno levantó la pistola.
Yurleidis, temblando, soltó un sollozo.
—Mami… yo no quería…
Y entonces, como si algo ancestral la atravesara, Maritza corrió hacia su hija, cubriéndola con su cuerpo.
—Si van a matar a alguien, me matan a mí primero, —dijo—. Pero mi niña se va conmigo.
Hubo un silencio denso, insoportable.
El Cuervo miró la escena como si no entendiera.
Luego escupió al suelo.
—Lárguense. Las dos. Pero si la china vuelve a pararse por aquí, no respondo.
Maritza no esperó a que él cambiara de opinión. Agarró a Yurleidis del brazo, casi arrastrándola, y bajó la loma mientras la ciudad se llenaba de los primeros buses y los vendedores ambulantes destapaban termos de tinto.
Al llegar frente a su casa, la niña rompió en llanto.
—Mami, yo… yo pensé que era fuerte.
—Fuerte es vivir, m’ija —dijo Maritza, limpiándole la cara—. Fuerte es no dejar que estos manes nos entierren antes de tiempo.
Cuando entraron, Bogotá seguía gris, pero la primera luz del día se asomaba entre los edificios, como una segunda oportunidad que pocas veces se conceden en esa parte de la ciudad.
Y mientras cerraba la puerta, Maritza pensó:
Hoy gané una batalla. Mañana veremos.
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