1932: LA CÁPSULA QUE NOS MIRA.

1932: LA CÁPSULA QUE NOS MIRA

La cápsula no se rompió. Se desclasificó.

No fue la médula. Fue escenario.

Un hombre de blanco sirviendo con la prisa de quien no tiene excedentes.

La mujer bebiendo con la sed de quien no tiene garantías.

Niños con trajes de domingo, disfrazados de futuro en un país que ya los había condenado a ser fondo de archivo.

Los vasos de vidrio sabían la mentira: brillaban sobre la acera de un régimen de hierro.

No era Caracas intacta.

Era Caracas escenificada.

Para la cámara. Para el poder. Para la postal de la «patria grande» que ocultaba las celdas de La Rotunda.

El filtro no era digital: era político.

Yo no miro. Soy mirada.

Por el hombre que no posa, sino que interroga.

Su mirada no es un juicio quieto. Es una parte de guerra desde el frente silencioso.

Él sabe que esta imagen será usada para vender una paz que no existe.

El vendedor no redimía. Supervivía.

Cada vaso no era bautismo. Era un pequeño armisticio con el hambre.

La niña mordía sin saber que su futuro sería un país de éxodos.

Su mordida no es testimonio de autenticidad.

Es el último banquete antes del derrumbe.

Hoy, el vaso es el mismo: de vidrio más delgado.

La sonrisa, el mismo pacto: ahora con el algoritmo.

No compramos la chicha. Alquilamos la nostalgia.

1932 no tiene filtro porque su violencia era explícita.

Nosotros somos el filtro porque nuestra complicidad debe ser enmarcada en sepia.

La cápsula no se rompió.

Se perpetuó.

Y en esa continuidad, me delato:

No soy la grieta.

Soy el yeso que tapa la hendidura original.

Soy la hija pródiga de esa mentira,

heredera de una sonrisa forzada que ahora vendo como»autenticidad».

La herida no exige ser verdad.

Exige ser, por fin, demolida.

—-——

EL TESTIGO INCÓMODO (PLANO SECUENCIA)

La ciudad no se mueve. Obedece.

El tranvía no cruza. Circunscribe el área permitida.

La gente camina sabiendo que está siendo archivada.

Pero él se detiene.

No por revelación.

Por rechazo.

Su mirada no es un puente entre dos tiempos.

Es un boicot.

Es el dedo en el gatillo de la fábula.

«Ustedes, los del futuro, que miran esto con ternura»,

dice su silencio,

«¿saben que este instante huele a miedo?»

«¿Que mi corbata está planchada con el sudor de quien debe fingir normalidad bajo una dictadura?»

No me ofrece su gesto para que lo admire.

Me lo arroja como una demanda.

No quiere ser memoria.

Quiere ser evidencia.

———

ELEGÍA DEL HOMBRE EN LA ACERA (CARACAS, 1932)

I. Lamento Material.

Hoy lloro la complicidad que he heredado.

Lloro la escena que creí mía para interpretar.

Entre el gentío que fluye como un río domesticado,

un hombre alto en la acera se clava como un hierro al rojo.

Él no sonríe. No posa.

Interrumpe el guión con el silencio de su atención.

Y desde su presente de hambre y mordaza,

me mira, desde mi futuro de consumidor de su dolor.

Su mirada es una factura histórica.

Una deuda que mi siglo de ruido no ha saldado.

Hoy todo es apropiación, todo es uso.

Y su mirada me dice que yo soy la cobradora de la mentira original.

II. Elogio del Saboteador.

Alabado sea el hombre alto de la acera,

el único que supo que el tiempo se estaba falsificando.

Alabada su corbata, su postura forzada,

la soberanía de sus pies en la piedra de la sumisión.

Él no es parte del cuadro;es su saboteador.

Mientras los demás beben, pasean, descubren estatuas del régimen,

él elige ver la mano que sostiene la cámara.

Es el eslabón que se niega a ser engranaje.

El testigo que se rebela contra el testigo.

El único que entendió la estafa:

que la cámara no guardaba la escena,

sino que construía el mito de una Venezuela pacificada,

y él, solo él, nos dejó una advertencia

en el silencio combativo de sus ojos.

III. Instrucción

La cápsula se cerró. Él lo sabía.

Pero su mirada quedó grabada en la piedra,

no como un lamento, sino como un manual de desobediencia.

Nos recuerda que en medio de la vida que capitula,

siempre habrá un testigo plantado en la orilla,

un francotirador de la verdad.

Su consuelo es áspero: la verdad no era la escena,

sino la conciencia de estar siendo usado.

Y hoy, si miro bien su rostro en la penumbra,

ya no me juzga.

Me ordena plantar mis pies en mi acera,

a dejar de consumir imágenes,

y a convertirme, por fin, en una cómplice activa.

LÍQUIDO (ECONOMÍA BÁSICA)

No es memoria en estado líquido.

Es caloría en estado de emergencia.

Se transa, no se comparte.

El vaso de vidrio contiene un contrato:

lo que es de todos no tiene dueño, pero tiene precio.

El hombre de blanco no es geografía de hambres ancestrales.

Es contabilidad pura.

Sus manos repiten el gesto

que inventó el trueque, antes que los dioses, pero después del mercado.

Los niños esperan lo concreto:

el azúcar en la sangre,

el instante que nunca será suyo, sólo prestado.

Yo, desde este lado de la pantalla,

reconozco mi estafa:

yo que romanticé su necesidad,

me enfrento a esta ecuación desnuda.

El vaso no brilla.

Es la prueba de cargo.

TRANVÍA (INGENIERÍA SOCIAL)

Su rumor no cose. Sutura la herida para que no se vea.

Une en función de dividir mejor.

Su latido marca el compás de la obediencia.

Los cuerpos en su interior

son la mercancía del ritmo.

Transitan con la urgencia de quien no tiene alternativa.

Yo, ciudadana del acelerador,

envidio al que sube sin consultar el reloj, porque el reloj lo consulta a él.

No es nostalgia.

Es anatomía del control:

otra ciudad late aquí,

donde el transporte es verbo en presente condicional.

LA NIÑA Y EL SIGLO (MATERIA PRIMA)

Su mundo no cabe en el jugo de una naranja.

Cabe en la plusvalía de su asombro.

Es el sustrato del germen digital

que convierte los gestos en capital.

Cuando muerde la fruta,

el sol se derrama en su mano y se cotiza en bolsa.

El asombro es el primer filtro: el de la ignorancia.

Entre helechos,

forma parte de un pacto de extracción.

Su vestido es tela, luego será marca.

Su sonrisa es un hecho, luego será pose.

Yo, accionista del like,

me enfrento a su materia prima:

ella encarna lo que debe ser convertido en data.

En su mirada comprendo:

lo auténtico no es retorno,

es el mineral que queda después de la explotación.

——–

LA VIGÍA DEL VASO.

El ruido es la verdad.

La mujer de la derecha no es clienta.

Es centinela.

No bebe: sostiene.

Sostiene el vaso como un escudo,

como una máscara de vidrio

que le permite auditar el mundo sin ser delatada.

Su cuerpo está estático,

es el ancla que fija la mentira al suelo.

El vaso le tapa la boca

para que solo hablen sus ojos.

Y sus ojos no miran: inspeccionan.

Verifican que el vendedor sirva la dosis de paz,

que los niños cumplan su rol de futuro feliz,

que la cámara capture la coreografía exacta

de la normalidad.

Ella es el nudo del guion.

El recordatorio silencioso

de que la escena ha sido encomendada.

Es la prueba viva

de que la espontaneidad

está bajo arresto.

EL HOMBRE QUE ME MIRA (CONTROL DE CALIDAD)

Su blancura no es pregunta. Es auditoría.

Punto fijo en la cadena de producción del mito.

Me mira con conocimiento de causa,

sabe que empaqueto realidades,

convierto personas en productos.

Su quietud no desafía mi nomadismo digital.

Lo interroga.

¿Qué almacena? El protocolo original. Las especificaciones de fábrica.

Ya solo importa

que su mirada me ha desmantelado.

Vacío de filtros,

puedo comenzar la línea de producción.

CIELO (PROPIEDAD HORIZONTAL)

La cámara no mintió:

lo convirtió en el color de la fachada.

Pero ese cielo sabe

que es el techo de la misma fábrica.

No es azul turístico.

Es el color del uniforme.

No promete felicidad: certifica el horario.

Yo, obrera de instantes,

aprendo por fin a ser la materia prima.

A ser el animal que mira hacia arriba

y reconoce el domo.

LAS AUSENTES (HUELGA DE IMAGEN)

No es elección deliberada.

Es estrategia.

Retirada táctica

del mercado de imágenes.

La mujer que esquiva la cámara

no ejerce soberanía.

Ejerce el derecho de huelga.

Su chicha es puesto de vigilia.

La ciudad se defiende

en esquinas y murmullos.

Sus paredes guardan memoria sindical,

huellas de manos que se negaron.

Me aproximo humilde, pero con carnet de rompehuelgas.

Vengo a escuchar lo que callan las fachadas.

A aprender el idioma de lo no negociable.

La ausencia no es la forma más densa de presencia.

Es la tranca que no debo cruzar.

EL VENDEDOR DE PIELES (LOGÍSTICA DEL SAQUEO)

Al vendedor de pieles, rodeado de damas pálidas,

no le tiembla el pulso porque sigue el procedimiento.

Intercambia monedas por el lomo curtido

de una Baba, el caimán de anteojos

que en los ríos de Apure se confundía con el barro hasta que el capital lo distinguió.

¿Qué Baba dejó su carne en el llano para que él,

el vendedor, calzara el charol de la intermediación?

Nadie le pregunta por la baba original:

esa baba de río, esa saliva de agua

que se le secó en las botas nuevas del progreso.

Las damas tocan la piel, exótica y rugosa,

pero no sienten el sol de la explotación

quemándoles las yemas de los dedos.

Él vende el cuero, sí,

pero en los pliegues de la mercancía

queda adherido el musgo de las piedras,

el último reflejo de un ojo con anteojos

que vio morir su río por un puñado de monedas que nunca llegaron al peón que lo cazó.

Y en la ciudad, de noche,

el vendedor sueña que se descalza.

Y que de sus botas brota, lenta, testaruda,

no la baba verde del caimán que fue,

sino el barro rojo del hierro que vendrá.

EL DÍA QUE EL FUTURO LLEGÓ A CARACAS (Y NOS ENSEÑÓ A VENDERNOS)

Caracas, 1932. El sol de la mañana no caía, inspeccionaba. Don Rafael montaba su puesto de chicha con la precisión de quien sabe que es un actor en el set de «La Venezuela Pacífica». Los vasos de vidrio no brillaban como diamantes efímeros. Brillaban como la vitrina de una joyería que exhibe la normalidad como mercancía.

Ese día era distinto: un automóvil del gobierno se había estacionado cerca, y dos operadores ajustaban una cámara sobre un trípode, como se ajusta un arma.

«¡Que sigan como si no estuviéramos aquí!», gritó uno. La orden era clara: actuar con espontaneidad.

María, la mujer del vestido azul, bebió su chicha sintiendo no la mirada fría del objetivo, sino el cañón de un fusil que dispararía postales. Se preguntó si su hermano, preso en La Rotunda, vería alguna vez estas imágenes y escupiría. Los niños alrededor del puesto se mantenían quietos, no por respeto al arte, sino por miedo a desobedecer.

La cámara se trasladó a la calle principal, donde el tranvía esperaba paciente como un caballo de troya. Don Carlos, el conductor, se ajustó la gorra no para verse bien, sino para ocultar el sudor del miedo. «¿Serviré para la propaganda?», pensó.

El momento más crudo fue frente al teatro Municipal. Don Enrique, el comerciante de pieles, había desplegado su mercancía más exótica: la piel de una baba. Rodeado por damas con sombrillas y caballeros con bastón, explicaba el «progreso» que permitía domar la naturaleza. La señorita Elvira sintió un escalofrío al tocar las escamas, pero su adoctrinamiento era mayor que su asco.

Detrás de ella, el joven Pedro no miraba la piel. Sus ojos estaban fijos en el lente, hipnotizado por la máquina de fama. Se estiró el cuello de la camisa, deseando con todas sus fuerzas ser elegido, ser un rostro útil para el régimen.

La última escena se filmó en los límites de la ciudad. La pequeña Luisa mordía una naranja mientras su padre, don Jesús, observaba desde la puerta de su casa de bahareque. Cuando la cámara se giró, Luisa sonrió con la boca manchada de jugo. Pero don Jesús no sonrió. Su mirada era profunda, seria, directa al lente. No era la mirada del que entiende que será memoria. Era la mirada del que sabe que será usado como leña para el fuego de una mentira grande.

Al caer la tarde, cuando el automóvil desapareció, la ciudad no volvió a su ritmo normal. Había aprendido a actuar. Don Rafael guardaba sus vasos pensando en el valor de su imagen. Don Carlos conducía su tranvía sintiéndose una pieza del engranaje. Pedro soñaba con ser útil al poder. Y don Jesús abrazaba a Luisa en el umbral, protector, sabiendo que desde ese día su vida ya no era su vida, sino un recurso narrativo en manos de otros.

Noventa años después, cuando estas imágenes parpadean en una pantalla, aquellos caraqueños no nos miran preguntándonos si hemos entendido su «autenticidad». Nos miran preguntándonos si hemos roto, al fin, la cámara que los condenó a ser actores de su propia opresión. La memoria no es un diálogo. Es un juicio. Y la evidencia está en nuestro consumo.

Autora: Norma Cecilia Acosta Manzanares.

Caracas, Venezuela.

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