Último disparo en El Porvenir

 Último disparo en El Porvenir 

JOSE DIAZ F

En el eco gris de 1952,
cuando La Ceiba guardaba silencios viejos,
un hombre llamado Vidal Zúñiga Meraz
caminó hacia su destino
bajo la sombra fría del cuartel El Porvenir.

Decían que una bruja había marcado a su familia,
que el mal se había sembrado en su sangre,
y él, ciego de dolor,
respondió con la furia fatal
que sólo deja ruinas.

Ante el paredón lo esperaba la muerte,
recta, implacable,
sostenida por las botas firmes
de un pelotón que no podía temblar.
Y en ese instante final,
llegó su madre—
con los ojos rotos,
con el alma hecha pedazos—
sabiendo que sería
la última mirada
sobre el rostro que un día arrulló.

Un sacerdote murmuró versos sagrados,
palabras que buscaban cielo
en medio del polvo;
luego una venda selló sus ojos
para que no viera el acero,
ni el gesto,
ni la espada alzada.

Pelotón… apunten… ¡disparen!
gritó el comandante,
y el mundo se detuvo
antes del estruendo final.

El cuerpo de Vidal cayó
como cae una hoja pesada de historia,
una docena de balas
rompiendo el silencio hondureño
por última vez.

Porque en ese disparo
murió también la pena más oscura,
y en 1957 la patria,
por fin, dijo no a la muerte.
Y en 2005, con voz firme,
selló para siempre aquel adiós.

Hoy su historia vive
como un recordatorio triste:
que la justicia no siempre cura,
que la venganza no salva,
y que ninguna bala
devuelve la paz perdida.

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