Una fresca mañana de noviembre, Pablo salió a correr por el sendero que bordeaba el río, como hacía cada día antes del instituto. El aire olía a tierra húmeda, y una niebla baja cubría los árboles. Todo estaba en calma, salvo el sonido de sus zapatillas golpeando el suelo.

A los pocos kilómetros, notó algo extraño. El sonido del río había desaparecido. También los pájaros, el murmullo lejano del tráfico, incluso el eco de sus propios pasos. Se detuvo. La niebla había crecido, espesa y blanca, envolviéndolo totalmente. Dio un paso atrás… y el camino ya no estaba.

Confundido, siguió avanzando hacia donde creía estar el puente. Fue entonces cuando vio a una figura entre la bruma: un hombre quieto, con ropa antigua, de otra época. No se movía, pero sus ojos parecían seguirlo. Pablo trató de hablarle, pero ningún sonido salió de su boca. Intentó correr, y de pronto todo se volvió negro.

Despertó tumbado en el suelo, jadeando. El sol ya asomaba, y la niebla había desaparecido. Reconoció el sendero, las piedras del puente, el rumor del agua. Todo parecía normal. Sin embargo, su reloj marcaba una hora imposible: había pasado más de tres horas desde que había salido de casa.

Esa tarde, al volver al mismo sitio, encontró un pequeño cartel de madera junto al río que antes no había visto. En él se leía: “En memoria de Marcos Gómez, desaparecido en este lugar en 1925 mientras corría al amanecer.”

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