Había una vez un paraguas llamado Rodolfo, era un modelo automático, elegante, con cuadros escoceses que lo hacían parecer salido de una película de detectives de los años 40. Tenía una varilla que se creía la gran cosa, porque una vez escuchó a su dueño decir:
—Este paraguas sí que impone.
Pero Rodolfo tenía un problemita, tenía la manía de abrirse solo, pero no cuando llovía. No, eso sería demasiado normal, casi aburrido.
Rodolfo se abría:
En ascensores llenos hasta el tope, donde el aire se pone tan espeso que podría cortarse con un cuchillo, todos apretujados y tratando de no mirarse a los ojos. Y justo entonces, como un espectáculo sorpresa que nadie pidió, Rodolfo se abre de golpe, desplegándose con la pomposidad de un abanico victoriano en plena ópera. Un abanico que dice —¡Aquí estoy, listísimo para arruinar tu viaje al quinto piso! —.
Se escuchan suspiros ahogados, algún que otro choque de codos y miradas entre desconcertadas y asustadas, como si Rodolfo acabara de soltar un secreto que nadie quería oír. Y mientras él se pavonea orgulloso, el pobre dueño solo piensa en rezar para no aplastar la cabeza de nadie con tanta elegancia desplegada.
En el cementerio, justo cuando todos guardaban un silencio reverente y la pala estaba a punto de dejar caer la tierra sobre el ataúd, Rodolfo decidió dar su espectáculo. Se abrió de golpe con un estruendo tan inesperado que pareció el trompetazo de un ángel despistado en medio del entierro. La abuela de la difunta, que estaba más concentrada en no desmayarse, soltó un —¡ay, santo cielo! — que resonó más que el paraguas mismo. Los presentes se quedaron paralizados, mirándose entre sí con cara de —¿esto en serio está pasando ahora? — mientras el enterrador lanzó una mirada fulminante al paraguas rebelde. Y Rodolfo, orgulloso, desplegaba sus varillas como si estuviera en el escenario principal, disfrutando su momento de gloria en el funeral más silencioso y… menos silencioso de la historia.
Dentro del refrigerador de una tienda, ese lugar enorme con puertas de vidrio donde guardan verduras, jugos, leche, embutidos y yogures. Rodolfo se coló por accidente, encajando justo entre un manojo de apio y una tarrina de mayonesa. La puerta se cerró, y justo cuando intentaba entender dónde estaba, se abrió de golpe con orgullo… causando un mini terremoto de envases lácteos, verduras tiradas y alguien que gritó: —¡¿Qué diablos hace un paraguas en la nevera?!—Rodolfo no entendía nada, pero se sentía fresco y elegante, como si estuviera en una pasarela helada, desfilando para un público muy frío.
En misa, justo durante la consagración, cuando el sacerdote elevaba la hostia y todos esperaban ese momento sagrado y solemne, Rodolfo decidió robarse el show. De repente, ¡PLOF!, se desplegó como si fuera el acto principal de un circo ambulante. El coro del Ave María, se mezcló con miradas desconcertadas, esas que dicen sin palabras —¿Qué acaba de pasar aquí? ¿Es esto parte del rito? — Mientras tanto, el párroco parpadeaba confundido, preguntándose si había cambiado el guion sin enterarse.
Y no quedó ahí la cosa, en una cita romántica, justo cuando la pareja estaba a punto de besarse, Rodolfo se disparó de golpe, desplegándose como un murciélago hiperactivo entre ellos.
—¿Eso fue un ataque pasivo-agresivo? —preguntó la chica, entre incrédula y divertida.
—No, no… es mi paraguas —respondió el chico, con lágrimas en los ojos, probablemente de la vergüenza y no de la lluvia.
¡Rodolfo, siempre listo para arruinar momentos… o al menos para hacerlos inolvidables!
Y la joya de la corona. Sí, sucedió en una clínica, en un estudio de colonoscopia. El doctor estaba concentrado, la cámara avanzaba con cuidado, y de repente… ¡PRAAAACK! Rodolfo se abrió con todo su esplendor justo sobre el paciente, que quedó paralizado, mientras el doctor perdió la paciencia… y el guante. El personal médico se cruzó miradas entre el desconcierto y el horror, murmurando:
—¿Quién demonios trajo este paraguas a la sala de endoscopias?
Rodolfo, ajeno a la gravedad del momento, pensaba —¡Soy espontáneo! ¡Soy sorpresivo! ¡Soy arte en movimiento!
La paciencia de sus dueños llegó a su límite después de demasiados sustos y vergüenzas públicas. Así que, sin pensarlo dos veces, lo dejaron abandonado en una tienda de sombreros, ese lugar polvoriento y lleno de ecos donde los accesorios olvidados cuentan secretos entre sí.
Allí, Rodolfo hizo un nuevo “hogar” entre boinas francesas que se creían las reinas del estilo y un sombrero cowboy con olor a cuero viejo que no paraba de narrar sus épicas aventuras en rodeos, todo mientras Rodolfo practicaba silenciosamente su apertura sorpresiva, sólo para mantener la emoción.
Un día, llegó una señora llamada Gudelia, que buscaba un paraguas. Sus ojos se posaron en Rodolfo y, con una sonrisa y sin dudarlo, exclamó —¡Ay, qué diseño tan elegante y misterioso!
Lo compró y se lo llevó con orgullo, lista para lucirlo en los días de lluvias en la ciudad.
Pero en la fila del banco, cuando menos lo esperaba, Rodolfo decidió que ya era hora de hacer su gran número. Sin aviso, se abrió de golpe con un estruendo como de trompeta desafinada, provocando un efecto dominó de carcajadas y caos; volteó las pelucas de tres ancianas que chillaron más por el susto que por la caída, hizo caer una maceta enorme que desató una lluvia de tierra y hojas, y para coronar su actuación… activó la alarma de incendios, haciendo que las luces parpadearan y todos comenzaran a mirar desesperados hacia la salida.
El banco se convirtió en un pandemonio digno de comedia, gente corriendo, guardias con walkie-talkies, ancianas recogiendo pelucas, y en medio de todo ese desastre, un comediante que pasaba por la calle se asomó y no pudo contener la risa.
—¡Este paraguas es un genio del slapstick! —exclamó entre carcajadas, mientras observaba a Rodolfo con admiración profesional.
El comediante, entre risas incontrolables y tratando de recuperar el aliento, se acercó a la señora Gudelia y le dijo:
—Señora, ¿me vende ese paraguas? Creo que acabo de encontrar a mi nuevo compañero de escenario.
Gudelia, todavía algo desconcertada, pero con una sonrisa cómplice, aceptó venderle a Rodolfo sin más trámite. Y así, Rodolfo cambió de dueño y de destino en un solo instante.
Desde ese momento, Rodolfo no solo dejó de ser un simple paraguas olvidado; se convirtió en la estrella indiscutible de circos, teatros y clubes de comedia. Lo presentaban con pompa y misterio, anunciándolo como:
¡El paraguas que no puedes controlar!
En cada función, Rodolfo brillaba abriéndose justo cuando menos se esperaba; en medio de un monólogo serio, durante la caída de un payaso o en el clímax de una rutina de magia, generando risas que retumbaban desde la primera fila hasta la última.
Niños, adultos, y hasta un loro que había escapado de un mago se contagiaban de la alegría y el desconcierto, porque nadie podía predecir cuándo Rodolfo desplegaría sus varillas con teatralidad. El loro, por supuesto, tenía su frase favorita y la repetía sin parar:
—¡Cuidado, que se abre! ¡Cuidado, que se abre!
Así, Rodolfo demostró que no estaba hecho para proteger de la lluvia ni para guardar secretos, sino para una misión mucho más noble, proteger del aburrimiento, hacer reír, sorprender y transformar cada momento en un espectáculo inolvidable.
Y si alguna vez te cruzas con él, más vale que estés listo para el show… porque Rodolfo siempre tiene un truco bajo la manga o, mejor dicho, bajo las varillas.
Fin.
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