NOMÁS POR HOY — Gardenia Verchiel ©

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Dicen que el mezcal cura las penas, pero a mí lo que me curó fue el miedo.
Y no cualquier miedo, no… sino ese que da cuando uno descubre que la mujer que le calienta la cama también se la calienta a otro.

Sí, hablo de Carolina, mi esposa.
Y del catrín, mi patrón.
Ese bastardo perfumado que se paseaba por el pueblo creyéndose dueño de todo… hasta de mi casa.

Lo supe una noche antes del Día de Muertos.
Teresa —la del cabello rojo y los ojos que te miran como si ya te hubieran desnudado— me lo soltó sin anestesia, entre trago y trago en la cantina:
—Te lo tenía que decir, compadre. No se vale que todos lo sepan menos tú.

Y se me vino el mundo encima, pero no lloré. No, señor.
Nomás pedí otra botella y le dije:
—Pues que beban conmigo los muertos… y los vivos que me deben algo.

Teresa me miró como si hubiera estado esperando ese momento desde hacía años.
Cuántas veces me invitó a “coger la jarra”, y yo, tan fiel, le decía que no, que era hombre casado. Ahora mírame, más fiel que un perro apedreado y con los cuernos brillando bajo la luna.

El pueblo estaba de fiesta.
Las calles olían a pan de muerto, a copal y a pulque recién servido.
El aire traía música de mariachi, risas, murmullos y el tintinear de las botellas.
Había altar en cada esquina, velas encendidas, fotos enmarcadas y flores que parecían arder.

Hasta la Muerte parecía andar de ronda, coqueta, entre los vivos.

En el palenque, la gente gritaba, el gallo de don Chon peleaba su última pelea, y el catrín, con su traje de lino blanco, presumía a mi Carolina del brazo.
Ella reía, esa risa que antes era mía, y que ahora me sabía a sal y ceniza.
El hijo que esperaba no era mío —eso lo confirmé en la mirada esquiva de ella— y sentí que el mundo se me desmoronaba con el sonido de las guitarras.

Teresa, viendo mi rabia contenida, me susurró al oído:
—No llores, corazón. La Muerte anda suelta, y a veces se lleva a los equivocados.

Y me besó.
Su boca sabía a mezcal y pecado.
Su risa me bajó hasta el infierno, y me gustó quedarme ahí.

La fiesta ya era puro desmadre santo.
Un bacanal de trago, sudor y tambora.
Y el catrín, queriendo lucirse, brincó al ruedo con la copa en alto, diciendo muy macho que ese toro “no era para tanto”.

El animal, un negro de mirada demoníaca, olía la soberbia desde lejos.
Y cuando el portón cedió, lo empitonó sin aviso, lo lanzó como trapo viejo, directo al altar de San Miguel.

Silencio.
Ni los muertos respiraron.

Dicen que fue accidente, que el lazo estaba viejo, que nadie tuvo la culpa.
Pero yo vi a la flaca pasar entre la multitud, deslizándose como sombra de vela encendida, su rebozo de cempasúchil que flotaba sobre los hombros y se mecía con el viento del bacanal.
Su sonrisa de hueso me miraba directa al pecho, burlona y eterna, como si supiera todos mis secretos y se divirtiera con cada uno de ellos.
Juraría que hasta los muertos se apartaron un poco para dejarle camino.

Le levanté la copa y ella me guiñó el ojo, como quien brinda por un trato cumplido.
Esa noche, Carolina lloraba junto al cuerpo de su amante, y yo… yo ya no sentía nada.
El alma se me había vaciado como botella rota.

Teresa me tomó del brazo, me llevó por la vereda hasta mi casa.
Las velas del altar titilaban, las fotos de los difuntos nos miraban curiosas.
Nos besamos junto al retrato de mi madre.
El perfume de cempasúchil mezclado con su piel me emborrachó más que todo el mezcal de la cantina. Su cuerpo era fuego, promesa y castigo.
Yo, un condenado con licencia por una sola noche.

Cuando desperté, el sol apenas asomaba y el pueblo seguía oliendo a muerte y tamales. Teresa dormía a mi lado, desnuda, en la cama que antes fue de mi esposa.

Encendí una vela, me serví el último trago y le hablé al aire:
—Gracias, flaca… Nomás por hoy.

Y juro por mi madre que la escuché reír, allá afuera, entre las flores del altar.
Porque en este pueblo, nadie se salva.
Pero a veces, cuando la Muerte anda contenta, hasta el más jodido tiene su noche de suerte.Principio del formulario

Fin.

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