El Hambre del Bosque — Gardenia Verchiel ©

El Hambre del Bosque — Gardenia Verchiel ©

Gardenia Verchiel

15/11/2025

Autor: Gardenia Verchiel | Derechos Reservados ©

El bosque no era un lugar, era un pensamiento que había perdido la razón. Cada rama susurraba lo que temía escuchar, que la fe es un lujo reservado a quienes aún no han visto lo que yo vi.

Cerré los ojos un instante, intentando engañarlo.

La nieve crujía bajo mis botas con un sonido demasiado vivo, como si el bosque respirara bajo mis pies. El aire era denso y cada intento de llenar los pulmones se sentía como un desafío a algo que no quería ser despertado y que ahora me acechaba con paciencia infinita.

Había quedado solo, los demás no huyeron… fueron arrancados del mundo en un instante. Primero, un silencio espeso, luego un rugido que parecía nacer de la tierra misma. Vi cómo sombras se movían entre los árboles, cuerpos doblándose con un sonido que ninguna criatura natural produce. Uno de ellos cayó frente a mí, gimiendo, los labios balbuceando algo que no pude comprender. Sus ojos se clavaron en los míos un instante, llenos de terror y súplica… luego nada quedó, más que un eco y un hedor que se pegó a mi piel.

Algo me observaba, antiguo y despiadado, reconocía mis temblores y se alimentaba de ellos como si fueran una invitación. Cada fibra de mi cuerpo me exigía quietud, pero mi corazón golpeaba como un tambor maldito, delatando mi presencia ante lo que acechaba.

Sin embargo, sobreviví. El grueso abrigo de piel de oso cubría mi forma de tal modo que la criatura confundió mi silueta con la de un oso dormido. Por un instante, ese error me salvó; por un instante, fui invisible.

El tiempo se estiraba, viscoso, burlándose de mi desesperación, mientras avanzaba con pasos silenciosos, consciente de que lo que acechaba no se conformaba con matar.

Me arrodillé junto al arroyo helado, buscando alivio en el agua que cortaba mis labios, y entonces lo sentí aún más profundo, un hedor putrefacto, húmedo, reptando entre los árboles. No era un olor del mundo de los vivos. Se pegó a mi piel, se metió por mis poros, y comprendí —sin verlo— que estaba allí, olfateando, esperando que yo respirara más de la cuenta.

Recordé cómo había llegado hasta ese infierno blanco, cómo alguien, con absurda fe en mí, creyó que podía “calmar” el hambre. Ahora lo entendía, no me trajeron como salvador, me trajeron como ofrenda.

El terror no era solo a morir, sabía que, si aquella cosa me alcanzaba no terminaría como un simple cadáver. Me convertiría en eso, en la abominación que camina entre los árboles, devorando todo a su paso. El bosque se llenaría de mis gritos y yo, de un hambre insaciable… Mi única salvación era permanecer inmóvil y esperar que el monstruo, me ignorara… al menos por esta noche.

El frío había dejado de ser físico, ahora era un filo que desgarraba mi mente. Recordé el tabú de mis antepasados, el hambre prohibida que juraron nunca tocar. Y, sin embargo, allí estaba yo, frente a un monstruo nacido de ese mismo pecado.

Mi mente oscilaba entre destellos de calma y abismos de desesperanza. El hambre del monstruo era un eco del mío, una voz interior que me recordaba lo fácil que habría sido cruzar el umbral. Aún podía sentir, en la memoria de mis labios, el roce prohibido de aquella tentación. No haber probado el manjar de los inocentes me había salvado… o quizá solo me había condenado a vivir consciente de mi propia hambre.

Su aliento me alcanzó, un vaho gélido, espeso, capaz de helar la médula y el alma. No era solo miedo lo que me paralizaba, sino la certeza de que, si lo miraba demasiado tiempo, algo dentro de mí respondería a su llamado. Me acurruqué junto a un tronco caído, temblando, mientras los rostros de los hombres que me trajeron se desdibujaban en mi mente. Sus ojos —vacíos, rendidos— me habían mirado con esa mezcla de fe y terror que se reserva a los mártires… o a los condenados. Ellos creían que yo podría contenerlo. No sabían que, en el fondo, yo me estaba conteniendo de convertirme en él.

Entonces lo vi.

Una silueta desgarbada, huesuda, despojada de toda humanidad, se recortaba entre la penumbra. Su piel, tirante sobre los huesos alargados como ramas secas, parecía a punto de quebrarse en cualquier momento. Las articulaciones se doblaban de manera antinatural, y sus dedos terminaban en garras que parecían capaces de rasgar no solo carne, sino memoria y voluntad. Cada movimiento era una coreografía monstruosa, lento, calculado, preciso.

Pero lo peor eran sus ojos, dos pozos oscuros con un brillo malsano, que reconocían, con lucidez enfermiza, lo que aún quedaba de humano en mí. Mi estómago se retorció. Cada músculo se volvió piedra. Sabía que un solo movimiento en falso no marcaría mi muerte… sino mi transformación.

Me obligué a recordar por qué estaba allí. No solo para sobrevivir, sino para ser testigo de lo que ocurre cuando el hambre dicta las leyes y lo prohibido se convierte en necesidad. Me arrastré hacia un claro, la nieve mordiéndome las manos, mientras lo veía avanzar como un reflejo torcido de mis propios miedos. Su cuerpo podía ser el mío. Su rostro… un anticipo de mi destino.

El tic-tac de mi corazón era un tambor dentro del silencio. Intentar controlarlo era inútil. La bestia se acercaba, y comprendí que la verdadera prueba no consistía en destruirla, sino en resistir el impulso de convertirme en ella. Sentí el vacío en mis entrañas, un hambre que no pertenecía al cuerpo, sino al alma. El monstruo no solo devoraba carne, devoraba mi conciencia. Bastaba mirarlo demasiado tiempo para empezar a olvidar quién era.

Un aullido helado quebró el aire. Por un instante, comprendí que el bosque, la nieve y el viento estaban vivos… y que todos conspiraban con la criatura. No había escondite, ni refugio, ni misericordia. Solo quedaba enfrentar el hambre, la tentación, y la certeza de que cada respiración podía ser la última.

Su paciencia era más letal que su furia. Sabía que podía desgastarme, que el terror era su mejor arma. Entre susurros y crujidos, comprendí la verdad: no podía vencerlo con fuerza, solo con astucia… y suerte.

El claro parecía respirar conmigo. La criatura aguardaba en la oscuridad, olfateando con paciencia, pero confundida, el aroma del marcaje de un oso mezclado con la suciedad de mi segunda piel la hacía dudar. No atacaba. No aún. Cerré los dedos alrededor de la pala y el hacha del campamento; herramientas torpes para un rito que apenas entendía, pero que debía cumplir. Los ancianos lo habían advertido: desmembrar, quemar, dispersar. Si un fragmento de su carne quedaba entero, si sus cenizas se reunían, todo se perdería.

Comencé a prepararme como quien acepta su destino. Mis manos temblaban mientras trazaba en la nieve los símbolos que recordaba de los relatos, líneas cruzadas, cortes hechos con el filo del hacha, signos que más que herir, debían declarar intención.

Encendí un fuego con la chispa del pedernal improvisado. La llama titubeó, débil, hasta que el aire del bosque —como si respirara conmigo— la avivó. Y entonces comprendí que el fuego no solo debía consumirlo a él… sino también todo lo que en mí lo había llamado.

La criatura avanzó con la lentitud de un gigante exhausto, sus pasos hundiéndose en la nieve con un ruido sordo que imitaba un corazón descompasado. Su cuerpo era una arquitectura enferma de huesos estirados y piel transparente, una parodia del hombre que alguna vez fue. Sus manos, de dedos astillados y garras como ramas muertas, arañaban el aire con un crujido de madera podrida. Se inclinó sobre el claro como un juez antiguo, y sus ojos buscaron los míos.

Fue entonces cuando supe que no existía misericordia posible. Aquello no era una criatura hambrienta, sino la forma encarnada del hambre misma. No pedía alimento, exigía existencia.

El hedor me golpeó con una violencia que me obligó a vomitar sobre la nieve. No me detuve. Empuñé el hacha con ambas manos, no como arma, sino como amuleto. Golpeé el tronco detrás de la bestia, un golpe seco que quebró el silencio. Quería distraerla, obligarla a moverse.

Y funcionó. Su chillido fue un sonido imposible, un lamento agudo que se incrustó en mi cráneo y vibró como metal caliente. Retrocedió apenas lo suficiente para mostrar su costado. La bestia se abalanzó sobre mí, movida por una furia primitiva. Mordía el aire, lanzaba rugidos que parecían venir de debajo de la tierra.

Entonces corté.

Y seguí cortando, sin mirar, sin pensar. En un instante de lucidez salvaje, alcancé su cadera y, con un esfuerzo que me desgarró los hombros, separé la primera extremidad. El sonido fue de madera quebrándose. El grito, de alma partiendo.

No pensé en carne, pensé en maldad, cada tajo fue un acto de exorcismo. Separar una extremidad, abrir el vientre, fracturar la columna que sostenía su voluntad. El hacha descendía y el aire se llenaba de un olor horripilante, como si la corrupción tuviera raíces. De las heridas brotó un líquido oscuro y denso, que olía a pecado mortal: canibalismo.

Continué.

Corté hasta que el monstruo se desplomó, hasta que su torso quedó abierto como un altar profano. Cada fragmento lo lancé al fuego, al río o lo enterré bajo piedras marcadas. No seguía un ritual aprendido, sino uno dictado por mi instinto. Huesos al agua, carne y grasa al fuego, tendones bajo la tierra. La dispersión era mi única plegaria.

El bosque entero parecía presenciar el sacrificio, la criatura convulsionó, gimiendo con la voz de todos los que alguna vez devoró. Cuando arrojé sus partes al fuego, las llamas las lamieron con avidez y una nube pestilente se elevó, retorciéndose. Estaba destruyendo lo que alguna vez había sentido, amado, soñado. Pero ya era tarde para compasión.

Cuando separé su cabeza y la coloqué sobre la pira mayor, el fuego la devoró lentamente. El alarido final fue más humano que bestial, un sollozo convertido en palabra, un eco que juraría susurró mi nombre. Su último rugido me atravesó el pecho y me dejó vacío. Había cumplido el rito exterior… pero algo de su esencia ya se movía dentro de mí.

Las llamas se alzaron, y yo comprendí que el fuego no solo lo estaba purificando a él… también a mí, o lo intentaba.

Y así pasó con los restos de los que pude recuperar, de aquellos que quedaron en aquel bosque… los que no tuvieron oportunidad de esconderse. Los que no se transformarían, los que solo tuvieron la suerte de morir una sola vez.

Recolecté cenizas con manos entumecidas y guantes de corteza. Caminé por el claro dispersando restos como quien reparte culpa, una porción al viento, otra bajo los pinos, otra al río que no conoce retorno. Cada entrega fue una plegaria muda. Y mientras las últimas brasas morían, supe que el monstruo había desaparecido del bosque… pero no de mí.

Mi cuerpo quedó inmóvil; cada respiración sonaba como traición. El último rescoldo se apagó y un silencio pesado cayó sobre el bosque, como si la noche contuviera el aliento.
Bajo mi piel, un rumor persistente: hambre que no era mía, un eco que se negaba a morir.

Me arrojé al arroyo helado, buscando arrancarme aquello que había tocado mi carne. La corriente mordía cada centímetro de mí, y por un instante creí que el frío podría exorcizar lo sembrado por aquella criatura. Salí temblando, labios y manos azulados, pero nada borró la sensación de ojos en la nieve, de ramas que se inclinaban como lenguas susurrando mi nombre.

El Wendigo ya no estaba… o tal vez nunca se fue. 

No es cuerpo ni sombra. Es idea persistente y hambrienta, esperando la fisura en quien lo enfrentó.

Recordé a los hombres que me trajeron. Quizá me salvaron. Quizá me condenaron.

El bosque guardó silencio. Bajo la nieve, entre raíces y piedras, algo seguía susurrando. Podía ser el viento. Podía ser yo… y lo sabía, siempre podría volver.

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