Para cualquiera que mirara desde afuera, era la clase de persona que parecía sostener el mundo con una sonrisa: abrazos cálidos, risa contagiosa, presencia fuerte, casi luminosa.
Muchos creían que su alegría era un escudo impenetrable, pero en realidad era apenas un hilo delgado que mantenía unido un mundo que pesaba demasiado, porque dentro, habitaba otra historia, una que nadie veía.
Una sombra persistente acechaba cada paso, un vacío silencioso que ni los viajes, ni las amistades, ni los momentos alegres lograban apagar.
Caminaba entre multitudes con una sonrisa que todos celebraban, pero que escondía un cansancio profundo, una lucha diaria contra voces que empujaban hacia un abismo invisible.
Se convirtió en una persona experta del camuflaje. Sus trajes para tapar la realidad, solían revestirse con palabras amables, gestos generosos, compañía constante.
Era vista por todos como esa persona “fuerte”, la que siempre estaba bien, la que nunca se quiebra, la que acompaña; pero nadie preguntaba cómo estaba de verdad, nadie imaginaba el peso detrás de sus ojos cuando la gente ya no miraba.
Con los años, aprendió a convivir con su sombra.
No esperaba soluciones mágicas ni finales luminosos; simplemente avanzaba, aceptando que algunos días eran claros y otros tormentosos, incluso a veces ambos a la vez.
Se transformó en una persona guerrera y silencioso contra su propia mente.
Luchó tanto tiempo que, con el paso de los años, la batalla empezó a desgastar.
Cada día costaba un poco más y a la noche llegaba más débil.
Aun así, seguía, porque incluso cuando pensó en rendirse, y partir de este mundo, el miedo a fallar también en eso le hizo desistir de esa idea. Una desgracia con suerte quizás, o un pedazo de vida que se aferraba a su alma, sin que lo notase o lo entendiera.
Pero un día, su silencio, su cansancio, pesó más que sus fuerzas y sus miedos.
Ese día, su entorno sintió un impacto seco, un frío que atravesó todo.
Entonces surgieron preguntas que nadie se había atrevido a hacer antes:
¿Dónde estábamos? ¿Qué no vimos? ¿Qué ignoramos? ¿Qué señales me dio y no vi? ¿Quién escuchó más allá de sus palabras? ¿Quién miró más allá de su sonrisa amplia? ¿Quién se animó a preguntar “¿cómo estás realmente?” sin miedo a la respuesta?
Su ausencia llenó el lugar de preguntas, tratando de entender o buscar el porqué de su decisión. Pero es en vano porque por más que queramos nunca sabremos la guerra que otro libra en silencio. Nadie imagina cuánto lucha quien parece estar “siempre bien”.
Esta historia no tiene un cierre. Ni un mensaje de salvación, ni una moraleja optimista, solo un eco que nos obliga a mirar mejor, a preguntar más, a no suponer que quien ríe no se desmorona por dentro, que muchas veces la risa tapa un dolor que se lleva dentro, que a veces la lata que más ruido hace suele ser la que más vacía esta.
Ojalá esta historia, logre que seamos un poco menos ciegos al dolor ajeno y al propio. Que nos ayude a ser más empático con los demás. Que nos haga prestarle atención a esa voz que nos dice «ojo ahí» cuando notamos que alguien no es sincero con su respuesta al preguntar ¿cómo estás?. Que sea un recordatorio de que la vida duele, sí, pero no debería doler en soledad.
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