Ruedas y algoritmos: el camino hacia lo invisible

Ruedas y algoritmos: el camino hacia lo invisible

En los días en que el mundo era tan nuevo que muchas cosas carecían de nombre y había que señalarlas con el dedo, el hombre descubrió la rueda. No fue un hallazgo, sino una revelación: la piedra que rodaba por sí sola en la pendiente, el tronco que se negaba a quedarse quieto, el círculo que parecía burlarse de la geometría. Fue entonces cuando los dioses, aún jóvenes y distraídos, miraron hacia la Tierra y dijeron: “Ahora sí empieza el viaje”.

La rueda no nació en un laboratorio ni en una biblioteca, sino en el corazón de un alfarero que soñaba con correr por el mundo sin mover los pies. Y así, con barro y fuego, con sudor y asombro, el hombre se convirtió en viajero. La rueda fue su primer conjuro contra la inmovilidad, su primer pacto con lo invisible.

Muchos siglos después, cuando los cables comenzaron a brillar como serpientes eléctricas y los algoritmos aprendieron a soñar, la humanidad parió otro prodigio: la inteligencia artificial. No fue menos mágica que la rueda, aunque sus hechizos se escriban en lenguajes que ni los poetas entienden. Porque si la rueda permitió que el cuerpo viajara, la IA permite que viaje el alma, o al menos su sombra digital.

Los algoritmos, como los fantasmas de una biblioteca infinita, comenzaron a leer el mundo con ojos que no eran ojos; y así, la rueda y la IA se encontraron en un cruce de caminos que no existe en los mapas, pero sí en los sueños.

Ambas son hijas de la misma fiebre: la de no quedarse quieto, la de no aceptar que el universo tenga fronteras. La rueda abrió la puerta del movimiento; la IA, la del pensamiento. Y quizás, algún día, la de la conciencia que no necesita carne para sentir.

En los talleres de barro y en los laboratorios de silicio, el hombre sigue rodando. Ya no sobre piedras, sino sobre datos. Ya no hacia horizontes visibles, sino hacia territorios donde el tiempo se curva como una espiral de caracol y la materia se disuelve como sal en el mar.

Porque toda invención, desde la rueda hasta el algoritmo moderno, no es, sino un intento desesperado de tocar lo eterno, de conversar con los dioses, de avanzar hacia lo que aún no tiene nombre. Y si alguna vez llegamos a ese lugar, será porque seguimos rodando, en un delirio de trascender el tiempo, como los sueños que no se resignan a morir.

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