En el barrio de los despertadores rotos, donde cada conversación parecía marcar una hora distinta, vivía Elías, un hombre que había aprendido a pensar con la lentitud de los sabios y la furia de los poetas. No era político, aunque hablaba de política. No era artista, aunque su mirada convertía los charcos en espejos. Y no era profeta, aunque muchos lo trataban como si lo fuera, hasta que decía algo que no les gustaba.

Una tarde, mientras tomaba café en la esquina de los desmemoriados, se le acercó Julián, un viejo conocido que alguna vez había compartido con él el entusiasmo por las ideas. Julián venía con la sonrisa de los que no han leído nada últimamente.

—Elías, te lo digo con cariño —empezó—, deja de hablar de política. Eso incómoda. Habla de cualquier cosa. De flores, de fútbol, de recetas. Pero no de eso.

Elías lo miró como quien observa una mariposa que ha olvidado cómo volar.

— ¿Y si la política es el modo en que nos roban las flores, el fútbol y las recetas? —preguntó sin levantar la voz.

Julián se fue. Como se van los que no quieren escuchar, sino ordenar.

Días después, otro visitante tocó su puerta. Era Ramiro, el que se hacía llamar “amigo” en los brindis, pero que en los debates se transformaba en verdugo. Ramiro no pedía silencio: lo exigía. Y cuando Elías hablaba de arte, de belleza, de la espiritualidad que habita en una sinfonía o en un verso, Ramiro respondía con insultos, como si la poesía fuera una amenaza.

—Tus ideas son basura elitista —le gritó una noche—. ¡Habla claro, como la gente!

Elías no respondió. Cerró la puerta. Y en ese gesto, selló una amistad con el barniz del silencio.

Pasaron los meses. Julián volvió, como vuelven los que creen que el tiempo borra las palabras. Ramiro también apareció, con la sonrisa de los que no recuerdan haber herido. Ninguno pidió disculpas. Ninguno preguntó por las heridas. Solo querían conversar “como antes”.

Pero Elías ya no vibraba en esa frecuencia. Había aprendido que el silencio no es ausencia, sino contestación. Que no todos merecen el eco de nuestras imágenes. Que hay quienes solo entienden el lenguaje del ruido, y que a ellos se les contesta con la música del mutismo.

En su cuaderno escribió:

“A los que no soportan la verdad, se les regala el silencio. A los que insultan la belleza, se les deja solos con su fealdad. Y a los que regresan sin memoria, se les ofrece la cortesía del olvido.”

Y siguió caminando por el barrio de los despertadores rotos, donde cada palabra tenía su hora, y cada silencio, su eternidad.

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