El silencio de la madrugada sevillana se rompió con un zumbido que no pertenecía ni al viento ni al agua. Sobre la Torre del Oro, una nave plateada descendió como una estrella que había perdido el rumbo. De su vientre metálico se desplegó una rampa luminosa, y por ella bajaron los primeros visitantes marcianos en siglos de observación lejana.
No venían solos. Les acompañaban hombres y mujeres de otra época: humanos abducidos en la década de 1950, vestidos con trajes de lana, sombreros de ala ancha y faldas con vuelo. Habían dormido en cápsulas de tiempo suspendido, soñando con una Tierra que ya no existía.
Los marcianos, altos, de piel iridiscente y ojos como luciérnagas, contemplaron la ciudad con una mezcla de asombro y serenidad. Sevilla, la misma que un día había resonado con guitarras y pasos de caballo, ahora destellaba con luces solares, tranvías silenciosos y jardines verticales que trepaban por las fachadas del casco antiguo.
Los humanos de los cincuenta miraban incrédulos el río. —¿Dónde están los barquillos? —preguntó una mujer con acento gaditano, tocando la superficie del agua iluminada por drones acuáticos.
Un joven marciano sonrió, y su voz, modulada por ondas de pensamiento, tradujo su respuesta directamente en la mente de los presentes:
—Los barquillos son ahora luces. La ciudad canta con energía del sol.
Cruzaron el puente de Triana, donde antiguas tabernas seguían sirviendo vino, aunque los vasos eran transparentes como el aire y el aroma del azahar se mezclaba con el pulso eléctrico de los nuevos tiempos. Los sevillanos del futuro miraban a los recién llegados con respeto y curiosidad, como si fueran fantasmas de su propio pasado.
Los abducidos preguntaron por Franco, por los tranvías antiguos, por la radio que transmitía coplas. Y alguien —un anciano con tatuajes de constelaciones— les habló del camino recorrido: de cómo la humanidad había aprendido a escuchar al planeta, a convivir con el calor creciente y a mirar de nuevo hacia las estrellas sin miedo.
En la Plaza de España, la nave marciana proyectó sobre los azulejos escenas del pasado: los días de la Exposición del 29, las procesiones de Semana Santa, los bailes en patios llenos de geranios. Y junto a ellas, el futuro: colonias humanas en Marte, ríos purificados, ciudades suspendidas en el aire.
La mujer del vestido de lunares, con lágrimas en los ojos, dijo en voz baja:
—Entonces… ¿no nos fuimos tan lejos?
El marciano asintió, y una sonrisa luminosa cruzó su rostro translúcido.
—No. Solo dimos la vuelta al tiempo para encontrarnos de nuevo.
Cuando el sol comenzó a levantarse sobre la Giralda, la nave emprendió el vuelo. Sus reflejos pintaron el cielo de tonos naranjas y verdes, y durante un instante, Sevilla fue espejo de dos mundos: el de los que soñaron con el futuro y el de los que vinieron a recordarlo.
Y el Guadalquivir, eterno testigo, siguió su curso, murmurando bajo el puente:
—Nada muere… todo se transforma, incluso los sueños que viajan en naves de Marte.
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