La hoja de papel estaba pegada en el poste con cinta amarillenta, entre anuncios de servicios mecánicos y un cartel medio roto que ofrecía “clases de soldadura exprés”.

Adriana la vio cuando iba saliendo del transporte publico, esa tarde húmeda de jueves en la que el cielo olía a tormenta y a grasa quemada.
El cartel decía, en letras impresas:

“SE BUSCA PERSONAL PARA REAPERTURA DE RASTRO INDUSTRIAL.
Sueldo semanal. Pago en efectivo. Presentarse con identificación.”

Y una dirección escrita a mano al final: “Fábrica San Marcos, calle 17 oriente, colonia Vieja Obrera.”

El papel temblaba con el viento, y Adriana, por alguna razón, sintió que también ella temblaba con él.
No sabía por qué le atrajo. Tal vez la palabra “reapertura”.
O el hecho de que llevaba semanas sin trabajo, que las llamadas de la renta no paraban y que la despensa empezaba a verse mas solitaria que su vida amorosa.
El anuncio era raro, sí, pero el hambre —pensó— es el mejor motivador.

Sacó su celular y tomó una foto que mando a su primer contacto.
Su amiga Tatiana le contestó casi al instante por mensaje:
—¿Un rastro? ¿De carne? ¿En esa zona? —le escribió, agregando el emoji de una cara asqueada.
Adriana sonrió con ese gesto de “sí, ya sé”.

—Solo es un trabajo, Tati. Tal vez de limpieza o de empaque —le dijo por llamada mientras caminaba hacia el paradero de taxis.
—O tal vez es una estafa. O peor, una de esas cosas raras que salen en las noticias. ¿No viste el video del tipo que decía que en los rastros viejos se aparecen cosas?
Adriana bufó.
—Ay, por favor. ¿Una leyenda urbana?
—¡Te juro que sí! Lo llamaban El Carnicero. Decían que era un trabajador que se volvió loco, que mató a todos los del turno de noche y que…
—Ya, ya, Tati. No empieces con tus creepypastas.

Tatiana rió, pero su voz tenía un hilo de nerviosismo.
—Nomás mándame tu ubicación cuando llegues. Y si ves algo raro… corres, ¿va?
—Va —dijo Adriana, aunque en su pecho ya se estaba formando una sombra que no sabía nombrar.

El taxi llego frente a una reja oxidada.
El rastro —si es que seguía siéndolo— parecía una fábrica en coma: los ventanales estaban rotos, los tubos sobresalían como costillas de metal, y un olor agrio, mezcla de óxido y humedad, se aferraba al aire como una advertencia.
El viento hacía que las láminas del techo se movieran con un sonido agudo, metálico, casi humano.
Un perro ladró a lo lejos, luego se calló de golpe.

Adriana bajó, abrió su aplicación de ubicación y le mandó el punto a Tatiana.
—“Ya llegué. No hay nadie todavía. Te aviso cuando salga.”

El mensaje se quedó en visto.
Un relámpago iluminó los ventanales, y por un momento creyó ver una silueta inmóvil dentro del edificio, alta, desproporcionada.
Pero cuando volvió la oscuridad, no había nada.
Solo las sombras que el cerebro acomoda para justificar su miedo.

Empujó la reja.
El chirrido fue tan fuerte que le dolieron los dientes.
Por un instante pensó en dar media vuelta, pero el eco de sus pasos la empujó hacia adelante.
Dentro, el aire era pesado, tibio, casi húmedo.
Todo olía a metal viejo y grasa muerta.
El suelo, cubierto de polvo, tenía marcas arrastradas, como si alguien hubiera movido algo grande, muy grande.

“Debe ser maquinaria”, pensó. “Solo maquinaria.”

Caminó por un pasillo de paredes de azulejo blanco manchado, con lámparas colgando como huesos.
El sonido de sus botas resonaba, lento, desigual.
Cada paso parecía tener un eco propio, como si otro la siguiera, desfasado por un segundo.

Al fondo vio una mesa metálica. Encima, un registro.
Alguien había escrito una lista de nombres, todos tachados con marcador negro, excepto el último: “Adriana R.”

La sangre se le heló. Algo ominoso era ver su nombre en esa lista…

Fuera, el cielo rompió en lluvia.
El sonido del agua cayendo sobre el techo viejo llenó todo el espacio, y de pronto el eco de sus pasos desapareció.
Ahora solo se oía otro ruido, rítmico, metálico, como algo que arrastraban lentamente sobre el piso.

Chrrr… Chrrr…

Adriana se dio la vuelta.
No había nadie.
Pero el sonido siguió, como si algo pesado se deslizara por los pasillos.
Su respiración se agitó, y sin darse cuenta, dio un paso atrás.
La pared tocó su espalda.
A su derecha, un conjunto de viejos armarios industriales.
Abrió uno, se metió y cerró con cuidado.

Adentro, la oscuridad era total.
Solo el eco de su propia respiración llenaba el espacio.
Podía oír su corazón.

Y en algún lugar del pasillo,
la hoja vieja de un machete volvió a raspar el suelo.

El aire dentro del armario sabía a hierro.
A hierro y polvo viejo.
Adriana se llevó una mano a la boca para contener el ruido de su respiración.
Su pecho subía y bajaba en espasmos, y podía sentir cómo el sudor se enfriaba en su espalda.

La chapa del armario, oxidada, vibraba con cada trueno lejano que caía afuera.
Entre la rendija, apenas una línea del mundo.
Una franja de penumbra y silencio.

guarda silencio…
él se acerca…

El sonido del machete arrastrándose regresó, lento, irregular, como una plegaria que alguien repite sin fe.
Chrrr… chrrr…
A veces se detenía.
A veces parecía moverse justo frente a ella.

Adriana trató de calmarse.
“Es el viento”, pensó. “O el agua filtrándose.”
Pero el viento no arrastra metal.
Y el agua no camina.

La oscuridad tenía peso.
Apretaba.
Cada segundo era un metro más en el descenso a la locura.

El teléfono vibró.
Un destello azul iluminó su rostro.
Tatiana 📞:

“¿Ya saliste? Me tienes con el alma en un hilo. ¿Qué pasa?”

Adriana quiso contestar.
Mover el dedo.
Decir “todo bien”.
Pero el sonido de pasos detuvo su mano.

Pasos pesados.
Uno.
Dos.
Tres.

Cercanos.
Demasiado cercanos.

El metal del armario pareció respirar con ella.
El ruido del machete desapareció.
Solo los pasos.
Luego, nada.
Ni lluvia, ni viento.
El mundo completo contenido en un silencio insoportable.

No sabía cuánto tiempo pasó.
Quizá segundos.
Quizá siglos.
La oscuridad se volvió su medida del tiempo.

De pronto, algo golpeó la lámina del armario.
Un golpe seco, como una palmada de metal contra metal.
El sonido resonó dentro de su pecho.
Ella apretó los dientes para no gritar.
Otra palmada.
Más fuerte.
Después, una risa.

No humana.
Una risa baja, rasgada, como un motor ahogándose en aceite.

“Solo es el viento”, se repitió, pero no sonaba convincente ni para ella misma.

Afuera, las sombras parecían moverse.
El filo del machete rozó el piso, y el sonido vibró como un violín desafinado.
Adriana contuvo la respiración.
El corazón golpeó con tanta fuerza que creyó que el carnicero podría oírlo.

Un olor se filtró por las rendijas: carne vieja y óxido.
Como si la fábrica misma exhalara.
Adriana se llevó la mano a la boca, no solo por miedo, sino por náusea.
Podía sentirlo, esa mezcla densa de humedad y hierro, pegándosele al paladar.

Entonces algo cayó al suelo, justo afuera.
Un clic leve, metálico.
Miró por la rendija.
No distinguía nada.
Solo una sombra alta, inmóvil.

Su mente empezó a traicionarla.
Recordó las palabras de Tatiana, la historia del hombre que perdió la razón en ese mismo lugar.
El que seguía “trabajando” aunque el rastro hubiera cerrado.
El que cortaba la carne que ya no era carne.

El que cortaba porque no sabía hacer otra cosa.

La puerta del armario se estremeció.
No mucho, solo un poco.
Como si alguien la rozara con el dorso de la mano.
Adriana se llevó el puño a los labios.
Un hilo de lágrimas le corrió por la mejilla.
La respiración le zumbaba en los oídos.
Cada segundo, una eternidad.

Y entonces, un sonido nuevo.
Un golpe húmedo, más allá del pasillo.
Luego, otro.
Y otro.
Como si algo pesado cayera al suelo repetidamente.
Y un murmullo, bajo, incomprensible, que parecía repetirse:

—No te muevas… no te muevas…

No era su imaginación.
Era una voz.
De hombre.
Ronca, gastada, casi rezando.

Adriana cerró los ojos.
No sabía si lo que oía era real.
Quizá ya se había quedado dormida, o enloquecida, o ambas cosas.
Pero lo que vino después la hizo abrirlos de golpe:

Un golpe seco contra la puerta.
Una marca roja empezó a expandirse desde la rendija.
Primero delgada, luego más gruesa, cayendo como una lágrima por el metal.
Y en ese silencio perfecto, una voz susurró al otro lado:

—Ya te vi.

La puerta del armario cedió con un quejido largo, y el olor que se derramó hacia dentro fue una mezcla imposible de aire estancado, grasa rancia y tierra húmeda.
Adriana no gritó.
El miedo era un nudo seco en la garganta.
Abrió la puerta solo lo suficiente para asomar un ojo.
Nada.
El pasillo estaba vacío, pero el silencio tenía filo.
Podía sentirlo cortándole la piel, despacio, como un papel afilado.

Salió.
El suelo se pegaba a las suelas de sus botas, húmedo.
Las luces del techo seguían muertas, pero la luna entraba por los ventanales rotos.
Todo estaba cubierto por una película de polvo que hacía que cada paso se delatara con huellas claras.
Ella miró hacia atrás.
Las suyas eran las únicas.
O eso quiso creer.

La lluvia seguía cayendo afuera, resonando en las láminas del techo como dedos golpeando un ataúd.
Adriana avanzó por un corredor más ancho.
A los lados, mesas metálicas con correas oxidadas, ganchos colgantes, cadenas que tintineaban con el aire.
Parecía una boca industrial con lengua y dientes.
Una pesadilla hecha de acero.

Recordó algo:
Una publicación que Tatiana le había mandado una vez, hace meses.
Un video mal grabado.
Un urbex —esos exploradores que entran a lugares abandonados— narrando la historia del Carnicero de San Marcos.
Un trabajador que se negaba a dejar el rastro después del cierre.
Decían que su mente había quedado “en turno”.
Que seguía escuchando órdenes.
Que todavía preparaba carne.
Solo que ya no era de animales.

Adriana sonrió nerviosa, un intento torpe de quitarle poder al recuerdo.
“Solo historias”, se dijo.
“Solo gente aburrida inventando monstruos.”

Pero al dar un paso, una cadena cayó del techo, golpeando una mesa con un ruido que resonó como una campana fúnebre.
El eco tardó en morir.
Y cuando lo hizo, se dio cuenta de algo: el eco no se apagaba… se transformaba.
Pasó de ser un sonido metálico a algo parecido a una voz.
Un murmullo bajo.
Casi un canto.

—Cierra… la puerta…

Adriana retrocedió hasta chocar con una pared.
—¿Quién está ahí? —susurró, con un temblor en la voz que no reconoció como propio.

No hubo respuesta.
Solo el crujido de la estructura, el suspiro de los tubos de ventilación.

Entonces, otro sonido:
Un goteo.
Plink. Plink. Plink.
Venía de la mesa más cercana.
Se acercó, temblando, pero el miedo mezclado con curiosidad la movía más que la razón.
Encima de la mesa, un charco oscuro reflejaba la luz de la luna.
Cuando alzó la mirada, lo vio:
Una huella enorme, marcada en sangre vieja, con los dedos abiertos, como si alguien hubiera apoyado la mano de un gigante.

Se dio la vuelta, pero el pasillo ya no era el mismo.
No, no podía serlo.
Las paredes, antes lineales, ahora parecían curvas, como si respiraran.
El aire se movía con un ritmo extraño, más cálido, casi palpitante.
El eco de la lluvia se confundía con un sonido nuevo, grave, constante:
Thump… thump… thump…
Como si la fábrica tuviera un corazón.

Adriana caminó sin dirección.
Cada corredor la llevaba a otro pasillo idéntico.
El reloj del teléfono marcaba las 9:47.
Parecía imposible; había pasado más de una hora, pero el tiempo no avanzaba.
El ícono de la señal brillaba en rojo. Sin cobertura.

Entonces, la voz.
La misma voz de antes, más cerca.
—No debiste venir, Adriana.

Su nombre.
Su nombre en boca de alguien que no debía saberlo.
El eco resonó entre las vigas, multiplicándose, volviéndose coral.
—No debiste venir… venir… venir…

Corrió.
Sin pensar.
Los pasos resonaban en el metal.
Giró por un corredor lateral y tropezó con una caja.
Cayó al suelo, el golpe le sacó el aire.
El teléfono se deslizó fuera del bolsillo.
La pantalla encendida iluminó un instante el polvo flotante.

Un mensaje en la pantalla:
Tatiana: “¿Dónde estás? Estoy llamando a la policía.”
Y debajo, otro mensaje que no era de Tatiana.
Uno que no había llegado por ninguna app conocida.

Solo decía:
“Demasiado tarde.”

Adriana se levantó, jadeando.
El sonido del machete volvió, más definido, más real.
Ya no era el eco de algo.
Era algo.
El ritmo se volvió reconocible:
Un paso. Arrastre. Un paso. Arrastre.
Y entre cada golpe, un silencio que pesaba más que el sonido.

La vio.
Una sombra.
Al final del corredor.
Gigante, sólida, sosteniendo algo que brillaba con la luz de la luna.

El Carnicero no corría.
Solo caminaba.
Pero cada paso suyo parecía acortar metros como si el espacio mismo se doblara para servirle.

Adriana retrocedió.
El miedo ya no era una emoción; era una sustancia, un gas en sus pulmones.
Trató de abrir una puerta lateral, pero estaba soldada.
Golpeó. Nada.
A su alrededor, la fábrica empezó a sonar viva: motores que no existían vibraban, tubos silbaban, y un zumbido eléctrico recorría el suelo.

Como si la estructura recordara que alguna vez fue un matadero.
Como si, en ese momento, volviera a trabajar.

El aire se volvió más frío.
Adriana lo notó en los brazos: el sudor empezaba a helársele, como si el miedo le enfriara la sangre.
Apretó el teléfono en la mano, pero la pantalla seguía muerta.
Solo su reflejo sobre el vidrio negro:
pálida, temblorosa, un hilo de cabello pegado a la frente.
Detrás de ella, un corredor que no terminaba nunca.

Dio un paso.
El sonido resonó.
CLANG.
El eco regresó, distorsionado, más grave.
Otro paso.
CLANG.
Esta vez el eco volvió antes, demasiado rápido.
Como si algo más hubiera pisado al mismo tiempo.

guarda silencio…
él se acerca…

Adriana se llevó una mano al pecho.
Podía oír su propio corazón.
Era tan fuerte que parecía ajeno, como un tambor oculto dentro de la fábrica.
Cada latido rebotaba en el metal, multiplicado.
El edificio devolvía su pulso, lo repetía, lo deformaba.
Como si estuviera vivo.
Como si respondiera.

El pasillo se abría a una sala grande, una cámara frigorífica abandonada.
Puertas de acero por todos lados, etiquetas borrosas, números marcados con pintura vieja:
A1, A2, A3…
El piso, cubierto de agua estancada, reflejaba las luces del exterior.
Adriana se movió despacio, intentando no hacer ruido.
Pero el agua traicionaba cada paso con un chapoteo leve que se expandía como un latido húmedo.

El sonido cambió.
Primero, un goteo distante, constante.
Luego, un roce.
Algo metálico deslizándose contra el suelo.
Shhhk…
El eco viajó por las paredes, rebotando, multiplicándose.
Era imposible saber de dónde venía.
El sonido estaba en todas partes, como si la fábrica se lo tragara y lo devolviera masticado.

pasos sordos…
aura violenta…

Adriana avanzó con los dientes apretados.
El frío se metía entre la ropa, pero también algo más: una presión, una densidad.
Como si el aire estuviera lleno de electricidad y miedo.
Las luces del techo parpadearon.
Por un instante, vio algo en el reflejo del agua:
una sombra enorme, distorsionada, deforme.
Pero cuando volvió a mirar, el reflejo era solo ella.

No sabía qué dolía más:
el miedo de ser alcanzada
o la certeza de que, cuando la atrapara, ni siquiera entendería por qué.

Una de las puertas metálicas estaba entreabierta.
De su interior salía vapor, blanco, pesado.
Adriana se acercó despacio.
El ruido del goteo se mezcló con un zumbido grave, casi un canto.
Parecía venir de dentro.
Empujó la puerta.

El aire allí era espeso.
Una cámara frigorífica apagada, pero aún viva.
El sonido del ventilador viejo girando muy lentamente.
El olor…
un olor imposible de olvidar:
carne vieja, aceite y óxido.
Un olor que se le metía al alma.

tu corazón se acelera…
mantente alerta…

El teléfono volvió a encenderse por un segundo.
Una sola línea de texto en la pantalla, sin remitente:
“No mires atrás.”

La pantalla se apagó de nuevo.
Y en ese silencio, el sonido más débil se volvió ensordecedor:
un roce suave detrás de ella.
Una respiración lenta, pesada, acompañada del tintineo leve de metal chocando contra metal.

El aire se quebró.
Adriana giró de golpe, pero la puerta se cerró sola, con un golpe que sacudió el suelo.
El sonido rebotó en cada pared como una onda.
Su respiración se hizo visible en el aire, nubes blancas, cada una más rápida que la anterior.

El ventilador del techo se detuvo.
El zumbido murió.
Y entonces se escuchó un clic, breve, mecánico.
Una luz roja se encendió al fondo de la cámara, como un ojo abriéndose.
Adriana retrocedió, tropezó con una caja.
Dentro, herramientas viejas: sierras, cuchillos, cadenas.
Todas cubiertas de polvo,
todas afiladas.

Las luces parpadearon.
Y entre cada parpadeo, el mundo cambiaba:
En uno, la cámara vacía.
En el siguiente, manchas oscuras en las paredes.
En otro, algo enorme, quieto, de pie, observándola.

El sonido volvió, pero ahora no era metálico.
Era húmedo.
Un arrastre más cercano, casi pegado a sus pies.
El corazón de Adriana golpeaba tan fuerte que ya no sabía si el ruido venía de ella o del piso.

Thump… Thump… Thump…

El eco del machete acompañó al latido.
Ambos eran el mismo ritmo.
El del miedo.
El de la carne.

Por un instante creyó oír una voz en medio del eco:
un susurro grave, distante, que parecía salir del metal.

—Respira… para que te encuentre.

Adriana quiso correr, pero el cuerpo no le respondió.
El miedo le había robado la coordinación.
Solo pudo girar lentamente hacia la puerta, buscando el pomo.
El aire vibraba.
El sonido del machete ya no era un arrastre: era un balanceo.
Y luego, nada.

Silencio.

Un silencio tan denso que dolía.

Y entonces, un sonido leve, casi tierno:
Plink.
Una gota cayendo sobre el metal.
Otra.
Y otra.
Hasta formar un compás irregular,
como un reloj oxidado que ya no mide el tiempo,
sino la distancia entre el terror y la resignación.

Adriana se apoyó contra la pared.
Sus dedos temblaban.
En la oscuridad, algo más tembló con ella.
No era su reflejo.
Era un segundo pulso, dentro del metal,
como si el edificio entero estuviera respirando a su ritmo.

Y comprendió, por fin,
que el miedo más grande no era el Carnicero,
sino ser parte del lugar.
Quedarse allí, atrapada en su eco.
Convertirse en otro susurro del acero.

Adriana corrió.
No sabía hacia dónde, solo corría.
Sus botas salpicaban el agua sucia del suelo; el eco de sus pasos se doblaba sobre sí mismo, como si alguien más corriera junto a ella.
A cada giro, un pasillo nuevo.
A cada pasillo, el mismo olor: óxido, grasa y miedo.
Parecía un bucle, una cinta interminable donde el espacio se deformaba sin pudor.

guarda silencio…
él se acerca…

El aire se había vuelto espeso.
Cada vez que respiraba, el pecho le dolía, como si tragara clavos.
El teléfono seguía muerto, pero aún lo sostenía, como si el tacto del plástico pudiera anclarla a la realidad.
Un parpadeo de luz lo iluminó brevemente: una chispa eléctrica en algún cable suelto.
En ese instante, lo vio.

Una silueta al fondo del corredor.
No se movía, pero su presencia deformaba el aire.
El brillo del machete era apenas una línea de luna.
Luego, oscuridad.

Adriana retrocedió un paso, y la pared detrás de ella palpitó, literal.
El metal se contrajo, como si respirara.
Al tocarlo, sintió calor.
No del tipo humano, sino industrial:
calor de máquina viva, de motor interno.

“Esto no es posible”, pensó,
y el pensamiento se le rompió en la mente,
como si el miedo mismo hubiera cortado las palabras en pedazos.

Corrió otra vez.
Giró a la izquierda.
El pasillo terminaba en una puerta doble con cristales.
Empujó.
La sala al otro lado era idéntica a la anterior.
Las mismas mesas.
Las mismas cadenas.
Hasta las mismas gotas cayendo sobre el suelo.

Solo que esta vez,
en una de las mesas,
había una foto.

Una fotografía vieja, empolvada.
La tomó.
La imagen mostraba a un grupo de trabajadores, sonrientes, frente a la entrada del rastro.
Y allí estaba él.
El Carnicero.
Más joven.
Con la misma delantal.
La misma mirada vacía.

Detrás, una figura borrosa, apenas visible.
Una mujer con chamarra de cuero, cabello oscuro,
como si alguien la hubiera dibujado dentro de la foto años después.

pasos sordos…
aura violenta…

El papel cayó al suelo.
El sonido del golpe fue seco, hueco, como si el piso no existiera.
Adriana alzó la vista, y el reflejo del vidrio de la puerta le devolvió algo que no esperaba:
su rostro.
Pero diferente.
Pálido.
Con los ojos hundidos, sin brillo.
Y detrás de ella, una sombra más grande.

Giró.
Nada.
Solo el pasillo.
Solo el aire vibrando.

Siguió caminando, con el temblor metido en los huesos.
El techo goteaba.
El sonido del agua cayendo se mezclaba con otro más leve, más orgánico: un roce de piel húmeda, un arrastre lento, insistente.
A cada paso, el sonido cambiaba de dirección.
A veces estaba frente a ella.
A veces, detrás.
A veces, dentro de su cabeza.

tu corazón se acelera…
mantente alerta…

El aire se volvió denso, casi líquido.
Una neblina metálica empezaba a filtrarse desde las rendijas del suelo, cubriéndolo todo con un brillo opaco.
El olor al hierro era insoportable.
Adriana se cubrió la boca, tratando de no vomitar.
El sabor a sangre oxidada llenó su lengua.

De pronto, el sonido cambió otra vez.
Ya no era arrastre.
Era un eco de pasos, perfectamente sincronizado con los suyos.
Cada vez que se detenía, el eco también lo hacía.
Esperaba.
Y luego, seguía.
Al principio creyó que era su imaginación,
hasta que dio un paso hacia atrás
y el eco dio uno hacia adelante.

una mala elección…
te dejará expuesta…

El miedo se volvió físico.
Le dolían las manos, los músculos, la mandíbula apretada.
Los ojos le ardían por la tensión.
No podía llorar; estaba demasiado seca por dentro.

Giró hacia una puerta lateral con una vieja señal que decía “SALIDA DE EMERGENCIA”.
Empujó con fuerza.
El metal chilló.
El pasillo más allá era más oscuro, pero algo en ella prefirió la oscuridad a quedarse quieta.
Cruzó.
La puerta se cerró sola con un golpe que reverberó por segundos.

El nuevo corredor era estrecho, bajo, lleno de tubos.
El aire caliente subía del suelo,
y cada vez que pasaba por una válvula,
una exhalación salía, breve y sonora,
como si el lugar respirara con ella.

La luz roja de una alarma parpadeó al final del pasillo.
No estaba encendida antes.
El sonido del machete regresó, lejano pero inconfundible.
No era un arrastre ya:
era un balanceo firme,
como el compás de alguien que se sabe ganador.

El eco llenó todo el corredor.
Los tubos vibraban.
El piso temblaba con cada paso ajeno.
La sensación era insoportable:
el sonido no venía de afuera, sino de dentro del metal,
como si la estructura entera caminara con él.

Adriana cubrió sus oídos.
El ruido se metía igual, directo al cráneo.
Sus propios latidos eran ahora golpes de martillo dentro del pecho.
Cada exhalación salía acompañada de un gemido.
El cuerpo estaba al borde del colapso.

te encontrará…
eso se apuesta…

Corrió hacia el final del pasillo.
La alarma roja marcaba el ritmo como un corazón digital.
Llegó a una puerta.
La empujó con desesperación.
Se abrió.
Y al cruzar, lo entendió.

Era el mismo corredor.

El mismo pasillo por el que había entrado.
Las mismas tuberías.
El mismo vapor.
Solo que ahora, el eco no se adelantaba a ella:
la seguía de cerca.
Demasiado cerca.

Giró.
Y allí estaba.
A unos metros.
El Carnicero.
Su sombra llenaba el pasillo entero.
No se movía.
Solo la miraba.
El aire se detuvo.
El vapor dejó de fluir.
Todo quedó suspendido, como si el mundo esperara el siguiente sonido.

El machete bajó.
El golpe contra el piso sonó como un trueno contenido.

Adriana dio un paso atrás.
El eco respondió.
La fábrica entera pareció suspirar.
Y ella comprendió,
en el límite entre el miedo y la certeza,
que no había salida,
porque el lugar no quería dejarla ir.

Adriana retrocedió.
Cada paso que daba era devuelto por el eco,
pero el eco ya no era suyo.
No le pertenecía.

El sonido del machete seguía marcando el ritmo del aire,
golpeando el suelo con una calma insoportable,
una cadencia que no apresuraba nada porque ya lo tenía todo decidido.

guarda silencio…
él se acerca…

El pasillo vibraba.
El techo goteaba a un compás que se confundía con su respiración.
El corazón ya no le cabía en el pecho; cada latido parecía un grito que el metal repetía.
Giró hacia la izquierda.
Un corredor.
A la derecha.
El mismo corredor.
Corrió hacia atrás.
El mismo corredor.

La fábrica se había convertido en un círculo,
un reloj sin salida.
El tiempo ya no avanzaba: solo giraba.

pasos sordos…
aura violenta…

El sonido del machete se detuvo.
El eco también.
Adriana contuvo la respiración.
El silencio fue tan total que por un segundo pensó que se había quedado sorda.
Luego, algo se movió.
No un paso.
No un golpe.
Un suspiro.

El aire le acarició el cuello.
Frío.
Cercano.
Presente.

El miedo no fue un sobresalto,
fue una comprensión lenta,
dolorosa,
inevitable.
No estaba corriendo del Carnicero.
Estaba corriendo hacia él.

El sonido volvió, pero ahora detrás de ella.
Se giró.
Nada.
Solo el vapor flotando como aliento.
El olor al hierro era más fuerte.
A cada respiración lo sentía más dentro,
llenándole los pulmones hasta ahogarla.
El teléfono vibró en su mano.
La pantalla encendió sola.
Una notificación, pero sin texto.
Solo una línea de audio.
La reprodujo.

Era su propia voz.

—Si estás oyendo esto… ya es tarde.

El eco del mensaje rebotó por los pasillos.
Y desde algún punto,
una voz más grave lo repitió,
idéntica, distorsionada:

—Ya es tarde…

La luz roja volvió a parpadear al final del pasillo.
Una sombra se proyectó en la pared,
más grande, más definida.
El Carnicero estaba ahí,
pero no avanzaba.
Solo esperaba.

Adriana intentó gritar, pero no salió sonido.
Intentó correr, pero los pies no obedecieron.
Solo avanzó despacio,
como si el aire la empujara hacia adelante,
como si el miedo la guiara hacia su final.

A cada paso, el mundo se volvía más pequeño,
el pasillo más estrecho,
el aire más espeso.
El sonido de su corazón se fundía con el del machete,
dos ritmos que terminaban siendo uno solo.

te encontrará…
eso se apuesta…

El Carnicero levantó la cabeza.
Su rostro seguía en sombras.
Solo los ojos:
vacíos, opacos,
dos pozos donde no había alma ni intención.
Solo tarea.
Solo acto.

Adriana se detuvo.
Ya no temblaba.
El cuerpo no le respondía,
pero su mente seguía viva,
lúcida, consciente de cada segundo.
Y eso era lo más terrible:
seguir entendiendo.

Él dio un paso.
El sonido del metal rozando el suelo llenó el aire.
Otro paso.
Más cerca.
El corazón de Adriana marcaba el compás final.

El aire se detuvo.

El silencio se hizo absoluto.

Y justo antes de que el machete terminara de descender,
todo se volvió negro.

///////////////////////////////////////////////////////////////////////////////////

El eco que permanece

El viento volvió a soplar.
La lluvia caía sobre la vieja Fábrica San Marcos,
ahora cercada por patrullas y luces azules intermitentes.
El sonido lejano de sirenas cortaba la noche,
pero dentro del edificio solo quedaba silencio.

Dos policías caminaban entre los escombros.
El aire olía a humedad y aceite viejo.
Uno de ellos iluminó el suelo con su linterna.
Algo brilló.

—¿Eso es un celular? —preguntó el más joven.
El otro se agachó.
Lo levantó con cuidado.
La pantalla estaba rota,
el vidrio cubierto de una fina capa de polvo.
Encendió la linterna.
El reflejo mostró la última imagen abierta:
una llamada perdida de Tatiana
y un archivo de audio sin nombre.

Afuera, junto a las rejas,
una mujer empapada esperaba.
Los ojos rojos, las manos apretadas en el abrigo.

—¿La encontraron? —preguntó Tatiana.
—Aún no —dijo el oficial—. Pero seguiremos buscando.

Ella miró hacia el edificio,
hacia la oscuridad detrás de los ventanales rotos.
Por un momento creyó ver un destello,
como si algo se moviera adentro.
Un reflejo.
Una sombra con forma humana.
Pero al parpadear, ya no estaba.

Solo el eco del viento.
Solo el susurro del metal.

guarda silencio…
él se acerca…

Tatiana dio un paso atrás.
El oficial encendió su radio.
Un chasquido, estática.
Y entre el ruido, una voz distorsionada,
profunda, metálica,
como si viniera desde dentro de las paredes:

—No la busquen.

El viento sopló más fuerte.
La sirena parpadeó.
El sonido de la radio se quebró.
Y el eco del rastro —esa mezcla de rumor, lluvia y metal—
volvió a quedar solo.

Como si nada hubiera pasado.

O como si todo siguiera pasando.

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