Capítulo VIII — El cine de Corrientes El Lorca

Capítulo VIII — El cine de Corrientes El Lorca

Volví al cine donde fuimos felices.

A ese rincón que huele a historia,

a luces tenues y a alfombras  viejas.

Este lugar me lo mostró ella —Barb—

una tarde en la que reíamos por nada,

cuando todo parecía eterno.

Hoy vine sola.

Sentí que debía hacerlo,

que necesitaba demostrarme que también puedo estar aquí

sin su mano entrelazada en la mía.

Me siento en la misma fila,

aunque no en el mismo asiento.

El corazón late raro,

como si recordara más de lo que quisiera.

Me arden los ojos,

pero no quiero llorar.

No hoy.

Hoy quiero resistir el impulso de huir

y dejar que el silencio del cine

me abrace aunque sea un poco.

Miro las luces, el telón,

el reflejo de la pantalla antes de que empiece la película,

y por un segundo creo verla a mi lado,

sonriendo como entonces,

apoyando su cabeza en mi hombro.

Y aunque sé que no está,

la siento.

Está en el murmullo de la gente,

en la butaca vacía junto a mí,

en la forma en que respiro profundo para no quebrarme.

Quisiera que este recuerdo nuevo

no borre el anterior,

solo que lo suavice.

Que este cine deje de doler tanto,

que me devuelva algo mío.

Porque aunque ella me enseñó el lugar,

yo estoy aprendiendo a quedarme.

A mirar la película sola.

A hacer de su ausencia una compañía menos dura.

Y mientras las luces bajan

y la pantalla se enciende,

entiendo que no vine solo al cine.

Vine a despedirme,

pero también a empezar a vivir sin desaparecer en el intento.

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