Un baño nocturno

Un baño nocturno

Diego SC

03/11/2025

Laura era perfectamente consciente de que ni su terapeuta ni sus padres verían con buenos ojos que siguiera acercándose al hospital. No cuando había transcurrido más de un mes desde que Marcos se fuera.

En terapia le aconsejaron que no reprimiera sus recuerdos, pero también le insistían en la importancia de avanzar poco a poco y no aferrarse a las partes más dolorosas de la enfermedad. El olor de los pasillos del hospital, las manchas de sangre y orina en la cama, el recambio de gotero cada 72 horas… Todo eso entraba claramente en esta categoría.

Para ser justos, no era la planta de cuidados paliativos la que visitaba los días de la semana que le daban libres en el bufete. De hecho, la evitaba yendo a la cafetería del hospital a través el ala infantil, con sus dibujos de animales en las paredes y colores cálidos. Siempre pedía el mismo croissant con mantequilla y fingía hundir la mirada en el mismo periódico. Siempre observando al señor Torres en su rato de descanso y sin atreverse a hablar con él. Se había hecho una promesa: una vez que fuera capaz de preguntarle lo que quería, no volvería a pisar aquel sitio.

Ni su familia ni sus amigos lo sabían, pero el celador había sido la persona con la que más tiempo había pasado Marcos en sus últimos días. Ella era consciente de que las interacciones con el paciente formaban parte de las tareas cotidianas del hombre, pero la frecuencia de sus visitas había ido aumentando conforme avanzaba la enfermedad. Nunca lo había comentado con sus seres queridos. Quizás para evitar que la tacharan de paranoica; o puede que por la vergüenza de haberse sentido tan aliviada de que le liberaran de la carga de acompañar a un moribundo las 24 horas del día.

Había algo en aquel hombre de avanzada edad, cabeza afeitada y barba canosa, que le intrigaba. Siempre fue muy correcto con ella cuando coincidían en la habitación, pero nunca le transmitió la más mínima calidez que uno esperaría de alguien que se ve obligado a convivir tanto tiempo con enfermos terminales. Y a pesar de todo eso había congeniado perfectamente con su marido.

Una golondrina se posó en el alféizar de la ventana y golpeó con su pico un par de veces el cristal antes de emprender el vuelo. La distracción rompió el círculo vicioso de pensamientos y le ayudó, por fin, a sentarse en la silla frente al señor Torres. El hombre levantó la vista de su plato de avena y le sonrió.

La conversación fue mucho más directa que en todos los escenarios que Laura había recreado en su cabeza. ¿Había oído alguna confesión de labios de Marcos que su marido no se hubiera atrevido a compartir con ella? ¿Acusó, en algún momento, a su mujer de no haber pasado el suficiente tiempo con ella mientras estaba atrapado en esa cama del hospital? Sus temores a que el celador interpretara sus preguntas como una acusación de acaparar a su marido se disiparon cuando el hombre respondió, con la naturaleza de alguien acostumbrado a ello, a sus preguntas.

No, Marcos no tenía ningún secreto vergonzoso que le hubiera ocultado durante todo este tiempo. Tampoco le guardaba rencor por haber vuelto a su casa tras pasar tantas noches durmiendo en una silla de hospital. A ojos de él, Laura había estado a la altura de sus votos matrimoniales.

El señor Torres le explicó que, como tanta gente que sabe que se acerca al viaje de no retorno, su marido solamente buscaba ser reconfortado. También había tenido momentos de desesperación frente a él, como Laura había presenciado en tantas ocasiones, y le preguntó no pocas veces si alguna vez había visto a gente en su estado atravesar el umbral del hospital por su propio pie.

¿Había sido capaz de mentirle? No. El celador podía ocultar la verdad, pero nunca contaba mentiras a los pacientes. Ella le reconoció la envida que sintió no pocas veces al notar que su presencia parecía calmar más a Marcos que la de la propia Laura. No es que necesitara aprender cómo comportarse frente a un enfermo; al fin y al cabo confiaba en no volver a tener que pasar por esa experiencia tan desgarradora, pero sí tenía curiosidad por conocer como una persona que había vivido de primera mano los últimos momentos de tantas almas podía estar en paz con ello. Él le reconoció que no se involucraba igual con todos los enfermos, pero el caso de Marcos le llamó la atención por la determinación que empezó a ver en él.

¿Determinación? Por seguir viviendo, le aclaró el celador. Un brillo en los ojos que pocas veces aparece en la gente que sabe que no tiene mucho tiempo. Aquellos que observan las etapas del duelo, las recorren todas, y deciden que la aceptación de su condición no implica el fin, por paradójico que pueda sonar.

El hombre había terminado su desayuno y debía volver a su turno, pero le ofreció encontrarse de nuevo cuando terminara la jornada laboral. El cierre temporal de parte del ala infantil había resultado en un aumento del número de camas por habitación. Eso significaba descansos más cortos y revisar más a menudo que los chicos estuvieran a gusto con sus nuevos compañeros.

Laura prometió volver. Se acercó al parque que había al otro lado de la autopista que rodeaba el hospital y paseó alrededor del lago mientras la niebla de la mañana se posaba sobre la superficie. Cuando se cansó de andar, compró un bocadillo en el quiosco del parque y se sentó en uno de los bancos que miraban al cuerpo de agua. Una diminuta isla asomaba entre la niebla. En ella crecía un árbol de tronco retorcido, rodeado por unas piedras rojizas con forma cilíndrica y de apenas medio metro de altura. Tenían algún tipo de grabado en ellas, pero estaban demasiado lejos para apreciar los detalles.

Cuando Marcos llevaba dos meses ingresado, había experimentado una breve recuperación durante la cual le permitieron salir del hospital en una silla de ruedas, a pasear hasta ese mismo lago. Había sido durante esos días cuando los dos compartieron por primera vez un cauto optimismo; hasta que la enfermedad golpeó de nuevo. Marcos había tenido una intuición, pues el día antes de que los médicos anunciaran su recaída, como si la enfermedad solo hubiera estado cogiendo aliento, él le había dicho que sabía que esto solo era una pausa.

¿Sospechaba su marido que aquel último escáner que mostraba una clara remisión no era más que un espejismo? Lo más probable es que sus cambios de humor fueran producto del deterioro cognitivo que estaba sufriendo. Ver como la enfermedad le atacaba por tantos frentes era un recordatorio aterrador de la fragilidad de la condición humana…

El señor Torres había cambiado su uniforme de trabajo por unos vaqueros y un chaleco de caza verde, y protegía su cabeza del frío con una boina de pana. Laura se ofreció a acompañarle hasta la parada del autobús, pero él le explicó que siempre volvía a casa caminando a través del parque. Mientras se dirigían hacia el paso a nivel, el hombre comentó que la decisión de cerrar tantas habitaciones en el ala infantil iba mal encaminada. Los niños llevaban tiempo empeorando, pero no pensaba que fuera por ninguna deficiencia en las instalaciones, y meter a tantos en un espacio tan reducido iba a hacer más dura su convalecencia.

Laura no era ajena al trauma vivían esos niños, pero ya había tenido suficiente dosis de sufrimiento. Solamente necesitaba saber a qué se refería cuando hablaba de la “determinación” de su marido. El señor Torres repitió lo que le dijera antes: no iba a mentirle, pero tampoco tenía por qué contarle la verdad. En otras palabras, le estaba dando a entender que podría no querer conocerla.

Él se detuvo en lo alto de la pasarela con la mirada fija en el hospital. Laura vio a través del suelo de rejilla como las manchas de colores pasaban bajo sus pies. El silencio se prolongó durante medio minuto, hasta que Laura asintió y el hombre le indicó que terminaría su historia frente al lago.

Cuando llegaron, la niebla ya se había despejado y el señor Torres se lo contó todo. Explicó cómo su marido, el mismo día que ella había vuelto a su casa a petición de él, que veía como las noches en el hospital iban pasando factura a su mujer, le había abordado durante el turno de noche y asegurado que no iba a morir allí. Si de verdad quería aferrarse a la vida, le explicó el señor Torres, puede que le interesara escuchar una historia.

A la luz de las pantallas que mostraban sus constantes vitales, el celador compartió con él una pequeña leyenda acerca de los campesinos que cultivaban aquellas tierras en tiempos en los que la riqueza de un señor se medía por el número de caballos que alternaba en sus paseos. Contaba cómo el desdén de los que lo tenían todo hacia los que no tenían nada llevó a un hombre, harto de rabia y desesperación, a pedir que la salud que faltaba a su primogénito le fuera arrebatada a los hijos de su tirano. La respuesta a su súplica no llegó del dios al que su familia rezaba, pues este solo escuchaba los deseos de los hombres cuando son justos y puros, sino de alguien o algo cuyas normas y anhelos estaban muy lejos del entendimiento humano.

Esa misma noche, cuando la mayoría del personal dormía, el celador sacó en la silla de ruedas a un convaleciente Marcos hasta el lago. Allí, le había explicado, debía alcanzar a nado la isla y enterrar bajo el árbol un objeto que el señor Torres le entregó. Si repetía eso un número suficiente de noches, con distintos objetos, la enfermedad remitiría. ¿El precio a pagar? En su conciencia quedaría ver cómo sus dueños sufrirían el destino que estaba reservado para él.

Laura sintió una profunda incomodidad al escuchar aquel relato. Aprovecharse de alguien vulnerable de esa forma cruzaba cualquier umbral de decencia. Se encontró elevando la voz en medio del parque, acusando al señor Torres de frivolidad ante un asunto tan serio. El hombre reaccionó con resignación. Le dijo que sabía que esa iba a ser su respuesta; ya le había advertido que aquella historia estaba mejor guardada.

No quería oír una palabra más. Ni creía en aquellas supersticiones ni iba a entretener la posibilidad de que su marido estuviera dispuesto a condenar a otros para salvarse. Furiosa, dejó al celador junto al lago y volvió a su casa.

No pudo conciliar el sueño en toda la noche. Si de verdad el señor Torres había sacado a Marcos por la noche en su estado y le había convencido para sumergirse en el agua fría del lago, daría parte a las autoridades del centro. Lo más lógico sería solicitar las grabaciones de seguridad y confirmar si aquello había ocurrido. El problema para Laura iba a ser explicar que, justo cuando las primeras luces del amanecer aparecían, ella era la que estaba en un traje de baño frente al lago.

El shock del contacto con el agua fría hizo que se le encogiera el pecho. Apenas podía dar cuatro brazadas sin sentir que se le cortaba la respiración, pero consiguió llegar a la isla. Allí se abrazó en un intento de calmar su frío, con el sol de la mañana apenas calentando su piel temblorosa. El islote no tenía mucha superficie y no le fue difícil ver los restos de tierra removida. Con dificultad, pues las manos heladas le dolían al meter los dedos en la tierra, desenterró el objeto que su marido había llevado hasta allí. Era un pequeño tigre de plástico.

¿Cómo saber a quién pertenecía? La miniatura parecía un modelo bastante genérico, de esos que uno puede comprar en cualquier tienda de barrio, y no tenía ningún nombre ni frase escrita. La respuesta le llegó tras desenterrar el resto de objetos: una muñeca, un coche de carreras, un tirachinas… Todos eran juguetes. Juguetes como los que siempre veía en las habitaciones del ala infantil.

Apenas se fijó en los relieves extraños que tenían alguien había grabado en las piedras de la isla. Se cambió de ropa en la misma orilla del lago y, con el cabello todavía empapado, se dirigió a la entrada del hospital. Allí abordó al señor Torres en la recepción, justo cuando se disponía a iniciar su turno. Le exigió una explicación. Quería saber qué pretendía quitándole a los niños las pocas pertenencias que podían tener en ese sitio, y engañando a un enfermo para que pusiera en riesgo su salud de esa forma. A pesar de estar gritando sus acusaciones en público, el señor Torres reaccionó de forma tranquila. Le pidió que le esperara hasta su pausa del café y le respondería a todas sus preguntas. Nadie de los allí presentes pareció prestar atención a aquella mujer que había acusado a gritos al trabajador del hospital de aquellas cosas tan terribles.

Se citaron al lado de la pasarela, donde el ruido de los coches amortiguaba el sonido de la conversación. Laura había calmado sus nervios, pero no quería volver al parque a solas con ese hombre. El señor Torres acudió a la cita y, con voz serena, procedió a explicarse.

Él no era más que un mensajero, dijo, y solo compartía su historia con aquel que se lo pidiera. Los objetos entregados pertenecían a inocentes, sí, pero él se aseguraba de que fuera gente a la que le quedara mucho más tiempo en este mundo. Laura quiso decirle que sabía que se había inventado toda esta fábula; que el hombre estaba al tanto de la repentina recuperación y posterior recaída de su marido, y por algún motivo retorcido disfrutaba torturándola. Pero no respondió nada de eso. En su lugar le hizo una última pregunta, que el señor Torres respondió. Acto seguido se marchó, dejando a Laura frente a una encrucijada.

Aquel hombre no debía estar al cuidado de enfermos, ni mucho menos de los más vulnerables de la sociedad. Lo más cívico, lo más racional, era denunciar los hechos a la dirección del hospital y a las autoridades. 

Nada de esto se le escapaba a Laura. Por eso fue tan doloroso para ella volver esa misma noche al lago y zambullirse en sus aguas con aquel oso de peluche bajo el brazo.

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