Nunca olvidaré el olor a metal caliente mezclado con barro. En Ucrania, las madrugadas se levantan con ese perfume de hierro, como si el aire hubiese aprendido a sangrar. Yo estaba allí, en Vinnytsia, no por convicción política ni por heroísmo, sino porque había leído demasiado.
Sí, demasiado Lovecraft, demasiados filósofos que prometen sentido cuando el mundo se cae a pedazos. Y uno, cuando se aferra a los libros, acaba creyendo que entender el horror puede servir de defensa. Qué error, mamá mía.
Llegué con una cámara vieja y una libreta. El ejército me dejó quedarme en una casa semiderruida a las afueras. Desde allí se veía el bosque, negro y quieto. No se escuchaban pájaros. Ni el viento. Como si el aire se hubiera detenido a pensar en su propia muerte.
La gente del lugar hablaba poco. Uno de los soldados, un tipo alto llamado Mykola, me advirtió que no cruzara el río en la noche.
—Ahí no hay hombres —me dijo, clavando los ojos en el horizonte—. Solo los que olvidaron serlo.
Creí que hablaba de enemigos o de refugiados. No insistí. Pero esa frase me quedó zumbando como un mosquito en el oído.
La primera noche escuché un murmullo bajo la tierra.
Era como si el suelo respirara.
Tomé la linterna y salí, anotando cada sonido. Desde lejos, las ruinas parecían moverse con el parpadeo del fuego que aún ardía en algunos tanques destruidos. En una de las casas abandonadas, un grupo de ancianas rezaba frente a una imagen ennegrecida de la Virgen. Pero las palabras no eran en ucraniano. Ni en ningún idioma que yo reconociera.
Cuando me vieron, guardaron silencio. Una de ellas se levantó con un rosario oxidado y dijo algo como “El fondo del cielo se abrió. Y él vio. Él sigue viendo.”
Yo retrocedí. Quise preguntar quién era “él”, pero sus ojos, vacíos y fijos, bastaron para callarme.
Volví a la casa con la sensación de que algo invisible me seguía.
No pasos.
No ruido.
Solo una conciencia detrás de mí.
A la mañana siguiente, Mykola y tres soldados más me llevaron a ver un pozo que, según decían, se había abierto después de un bombardeo. No era un cráter cualquiera.
Era simétrico. Perfecto.
El borde tenía marcas como de garras o escritura.
Una escritura que se movía. Lo juro.
Parecía fluir con la luz, como si la piedra recordara.
—¿Quién hizo esto? —pregunté.
—Nadie —dijo Mykola—. Estaba así antes del bombardeo. Solo lo descubrimos después.
Tomé notas, hice dibujos, pero cada vez que miraba al pozo sentía una presión en el pecho, como si mi nombre estuviera siendo borrado de algún registro cósmico.
Una de las soldadas, Anya, se inclinó demasiado cerca y cayó dentro.
Nadie oyó el golpe.
Solo un eco húmedo, y después… el silencio más limpio que haya existido.
Esa noche nadie durmió.
Comencé a tener sueños.
En uno de ellos, Anya me hablaba desde un lago cubierto de neblina. Decía que el fondo respiraba, que no había muerte, solo transformación.
Cuando desperté, tenía barro seco en las manos.
Y el agua del pozo estaba más alta.
Mykola quiso marcharse, pero el comandante ordenó vigilar. La guerra, dijo, no se detiene por fantasmas.
Ah, si supiera que los fantasmas tienen mejor puntería que cualquier soldado.
Los días siguientes, los perros desaparecieron.
Los relojes se detenían a la misma hora: 3:17 a.m.
Y el aire, ese aire de hierro, se volvió dulce. Dulce como la podredumbre.
Intenté escribir un informe, pero las palabras se deshacían al leerlas. Las letras cambiaban de orden.
El fondo del cielo se abrió. Él vio. Él sigue viendo.
Una noche, Mykola irrumpió en mi habitación, pálido, con la linterna temblando.
—Escúchalos —susurró—. Están cantando.
Salimos afuera.
El bosque vibraba. No había viento, pero los árboles se movían como si danzaran bajo una melodía inaudible.
En el horizonte, luces verdes emergían del suelo.
Y del pozo, una voz.
No era humana.
No era voz siquiera.
Era una geometría que se volvía sonido.
El comandante ordenó disparar.
Las balas no hicieron eco.
Y los hombres cayeron, uno a uno, con los ojos en blanco, sonriendo como santos en trance.
Mykola corrió. Yo lo seguí hasta el río.
La corriente arrastraba una espuma luminosa.
Vi figuras bajo el agua. Rostros.
Algunos eran de los soldados. Otros… no lo eran.
Intentamos cruzar, pero el agua se abrió, dejando ver una grieta oscura que latía.
Ahí dentro, algo se movía. Algo vasto, como una conciencia dormida que giraba bajo la carne de la tierra.
—No es una guerra —dijo Mykola—. Es un parto.
Y se arrojó al río.
No lo volví a ver.
Pasé días vagando solo.
La radio solo transmitía una estática con un ritmo… respiratorio.
La comida sabía a polvo.
Y el cielo… estaba más cerca.
No sé cómo explicarlo.
Las nubes ya no parecían moverse: parecían mirar.
Un grupo de refugiados me halló desvariando y me llevó a una iglesia subterránea. Allí, los sobrevivientes rezaban frente a una cruz invertida en la que no había Cristo, sino un espejo.
Una mujer me dijo:
—Dios se cansó de observar. Ahora nos devuelve la mirada.
Cuando me miré en el espejo, no me vi.
Vi el pozo.
Vi a Anya.
Vi la carne de la tierra girando como una pupila.
No sé cuánto tiempo ha pasado. Tal vez días. Tal vez siglos.
Vinnytsia ya no existe.
Solo la niebla.
Y bajo la niebla, una conciencia que murmura mi nombre como un recuerdo que no quiere morir.
A veces creo que soy el último.
O que soy todos los que cayeron.
Porque cada vez que cierro los ojos, escucho las voces cantando de nuevo, desde el fondo:
“El fondo del cielo se abrió. Él vio. Él sigue viendo.”
Y ahora lo entiendo.
No hay guerra.
No hay victoria.
Solo una lenta revelación de lo que siempre estuvo ahí, esperando que lo notáramos.
Y lo hemos hecho.
Por fin lo hemos hecho.
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Si alguna vez lees esto, no busques el pozo.
El pozo te está buscando a vos.
El año sin primavera
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