El Gato Negro olía a café amargo y madera húmeda.
Afuera, la lluvia golpeaba los adoquines de Madrid con un ritmo monótono que parecía no pertenecer al mundo; cada gota era una pequeña interrogación suspendida en el tiempo.
Dentro, cuatro sombras ocupaban una mesa en un rincón, apenas iluminadas por la luz vacilante de una lámpara de techo. Había tazas a medio beber, periódicos arrugados, y una quietud que resultaba tan incómoda como fascinante.
No sé si alguna vez hemos pensado realmente en lo que significa existir, dijo una voz, apenas audible sobre el murmullo de la ciudad.
La pregunta flotó unos segundos antes de que cualquiera respondiera.
Tal vez la existencia es solo un accidente, murmuró otra.
Un accidente en un cosmos que no nos ve, que ni siquiera nos nota, y aun así nos obliga a contemplarnos a nosotros mismos.
¿Accidente? No lo sé. La sensación que tengo es que hay un propósito… aunque sea incomprensible.
Algo que se esconde detrás de la rutina diaria, detrás del tráfico, detrás del humo de este café.
A veces, pienso que todo es demasiado grande para que importe que nosotros importemos.
Silencio. Solo el tintineo de una cuchara contra una taza y el golpeteo de la lluvia.
Eso es lo que me aterra. Que nada importe. Que nuestra moral, nuestros logros, nuestras pasiones, sean solo ecos diminutos en un vacío que ni siquiera podría concebirlos como tales.
Imaginen un lugar donde ni siquiera hay testigos de nuestras miserias.
¿Y si el vacío tiene formas que no podemos percibir? Susurró la cuarta voz, como si hubiera estado callada todo el tiempo, temiendo despertar algo.
No estoy hablando de fantasmas, ni siquiera de dioses. Solo de… dimensiones que nos atraviesan y nos observan sin que sepamos hacerlo.
Como si alguien, o algo, hubiera dibujado un plano de nosotros en un papel que jamás podremos leer.
Como las historias que uno encuentra por casualidad en estanterías olvidadas, libros con nombres impronunciables, llenos de símbolos que no queremos entender pero que nos miran con paciencia infinita.
Sí, eso. Esa paciencia infinita que no conoce compasión ni odio. Solo… existencia, de una manera que nos parece cruel porque somos limitados. Y sin embargo, ¿no es fascinante también?
No hay moral, no hay premio, no hay castigo… solo el hecho de ser consciente de que hay más allá, aunque no podamos tocarlo.
Me pregunto si nuestra obsesión por buscar sentido es solo un intento desesperado de calmarnos antes de comprender que el universo no se preocupa por nosotros.
Que, incluso en su indiferencia, hay algo que nos invita a mirar. Algo que provoca vértigo.
Vértigo, sí. Eso es. Porque cuando pienso en la vastedad, en esas estrellas que parecen estar demasiado lejos, y en lo que podría existir más allá de ellas, siento un temblor que no es miedo ni éxtasis… es algo que me atraviesa.
Como si algo en mí supiera que estoy tocando una verdad que debería permanecer oculta.
Pero entonces… ¿cómo explicar la necesidad de nombrarlo? Los libros antiguos, los nombres que ni siquiera podemos pronunciar correctamente, los mapas que señalan lugares que no aparecen en ningún atlas moderno.
Todo eso surge de esa misma necesidad: intentar contener lo incontenible.
Y mientras hablamos, mientras debatimos aquí, dentro de este café que parece ordinario, ¿no sentimos acaso la mirada de aquello que no debería ser visto?
Tal vez no nos mira, tal vez ni siquiera sabe que existimos… pero sentimos su presencia. Una presión sutil en la nuca, un murmullo que no está en los oídos sino en la mente.
Me gustaría pensar que exageramos. Que todo esto es producto de cafés demasiado amargos y conversaciones demasiado largas. Pero no puedo. Hay momentos, incluso ahora, cuando veo la lluvia golpeando el suelo, en que juro que las sombras en la calle se mueven de manera que no debería ser posible. Que hay figuras que se doblan y desdoblan, que parecen existir en varias dimensiones a la vez.
Y aun así seguimos hablando, como si el diálogo pudiera dar sentido al sinsentido. Como si nuestras palabras pudieran poner un marco en un lienzo que no tiene bordes.
A veces me pregunto si Lovecraft tenía razón al decir que lo importante no es lo que vemos, sino lo que intuimos que existe más allá de la percepción humana.
Todo ese horror cósmico que describe, toda esa sensación de pequeñez y desesperanza… ¿no es, en cierto modo, un consuelo? Porque nos recuerda que nuestras preocupaciones, aunque grandes para nosotros, son diminutas en comparación con la vastedad que nos rodea.
Un consuelo extraño. Como si fuera un recordatorio de que, aunque insignificantes, estamos participando en algo más grande que nosotros mismos. Algo que no nos necesita, que no nos juzga, pero que nos incluye por pura casualidad de estar aquí y ahora.
Pero ¿incluso esa idea no es arrogante? Pensar que la vastedad nos “incluye”, cuando probablemente ni siquiera sabe que existimos.
Que la idea de nosotros como “participantes” es solo una ilusión. Una ilusión reconfortante para mantenernos despiertos otra noche.
Y sin embargo, el vértigo sigue ahí. Porque cuanto más miramos hacia afuera, hacia lo imposible de comprender, más nos damos cuenta de que nuestra racionalidad es apenas una burbuja frágil, que puede romperse con un soplo de lo real.
Lo real. Ese es el problema. Porque no hablo de fantasmas ni de monstruos con tentáculos que viven en ciudades sumergidas.
Hablo de algo más profundo. De una realidad que no se ajusta a nuestros sentidos, que no respeta nuestras leyes, que nos hace sentir observados sin que haya ojos visibles.
Y mientras hablamos, siento que estamos jugando con eso. Que nuestras preguntas, nuestras dudas, nuestras discusiones, son una especie de invocación. No de un ser en particular, sino del propio abismo.
Sí… y uno se pregunta si todo este temor a la insignificancia no es, en realidad, una forma de admiración.
Una manera de reconocer la belleza terrible del cosmos, incluso cuando no podemos tocarla ni comprenderla.
Es curioso, ¿no? Cómo el horror y la belleza pueden ser tan inseparables. Cuanto más grande es el abismo, más nos sentimos vivos… y al mismo tiempo más conscientes de nuestra fragilidad.
Pero, ¿hay un sentido en esa fragilidad? Me niego a pensar que todo es solo azar. Algo tiene que haber. Incluso si es algo que no podemos articular, algo que se esconde detrás de cada sombra que cruzamos, detrás de cada reflejo en los charcos de la ciudad, detrás de cada rastro de humo que se pierde en la noche.
Tal vez Lovecraft lo describió con sus palabras porque nosotros no tenemos otras. Sus nombres, sus ciudades imaginarias, sus libros prohibidos… son símbolos de nuestra incapacidad para comprender, pero también de nuestra necesidad de intentarlo.
Intentar comprender. Esa es nuestra maldición y nuestro privilegio. Porque mientras haya quienes se pregunten, mientras haya quienes teman y maravillen al mismo tiempo, habrá un hilo que nos conecta con algo más grande.
Algo que quizá ni siquiera tenga nombre.
Y mientras decimos esto, siento que algo cambia en el aire. No es miedo, ni alegría, ni siquiera frío… es como si la conversación misma hubiera trazado un mapa invisible.
Como si nuestras palabras hubieran tocado algo que estaba esperando ser nombrado, y ahora nos observa con una curiosidad que no podemos comprender.
Sí, y sin embargo seguimos aquí, riendo a medias, tomando sorbos de café que sabe demasiado a realidad.
Y uno no puede evitar preguntarse si el universo se detiene a escuchar nuestras voces, o si simplemente todo esto es ruido perdido en la inmensidad.
Porque en el fondo, creo que sabemos la verdad. Que nada nos necesita. Que nada nos juzga.
Que la vasta oscuridad es simplemente eso: vasta y oscura. Y aun así, incluso frente a esa certeza, seguimos buscando, seguimos hablando, seguimos intentando tocar lo intocable.
Y tal vez eso sea suficiente.
Tal vez el sentido de todo esto no esté en comprender, sino en intentar comprender. En la tensión entre la insignificancia y la fascinación.
Entre el miedo y la curiosidad. Entre nosotros, aquí, en un café en Madrid, y ese abismo que no podemos ver, pero que sentimos en cada respiración.
El humo de la lámpara se enreda con la humedad de la noche.
Afuera, la lluvia sigue cayendo con la misma paciencia infinita.
Adentro, las voces callan un instante, solo para continuar, como si la conversación misma pudiera mantener el cosmos a raya.
Y entonces, por un segundo imposible, parece que algo responde.
No con palabras, no con forma, no con presencia tangible… sino con un silencio que lo dice todo.
Un silencio que se dobla sobre sí mismo, que nos mira desde ángulos que no existen, que nos invita a seguir preguntando aunque sepamos que nunca habrá respuesta.
El Gato Negro permanece. La lluvia sigue.
Y nosotros seguimos allí, cuatro voces suspendidas en un mundo que no nos espera, tocando con nuestras preguntas un abismo que quizá nos toca también a nosotros.
Y nadie dice nada más.
El año sin primavera
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