La Torre de las Promesas.

La Torre de las Promesas.

porqnolointentas?

02/11/2025

El pueblo de Arenal no recordaba una primavera tan pálida. El mes de mayo se arrastraba como un animal enfermo: la hierba no espabilaba, los almendros mantenían sus yemas cerradas y el frío parecía venir del fondo del mar. Las gentes hablaban en voz baja, como si las palabras más fuertes pudieran despertar algo que debía seguir dormido. En lo alto del acantilado, la torre seguía allí, negra y muda, una cicatriz vertical en el cielo. Los niños la llamaban la Torre del Señor; los viejos, con menos miedo y más costumbre, simplemente decían “la Torre”.

Clara Valdés llegó a Arenal una tarde en la que la lluvia pegaba contra la estación como una batería. Traía en la maleta unos libros escolares, un abrigo que había heredado de su madre y la esperanza cansada de quien busca comenzar de nuevo. Había aceptado aquel interinato por necesidad y por orgullo: necesitaba trabajar y demostrar que la vida podía seguir tras la pérdida. No había llegado por curiosidad, pero pronto la curiosidad vino a buscarla.

El maestro anterior, el tal Eusebio Torre —apodado en secreto “el Señor Torre” por su obsesión con la piedra del acantilado— había desaparecido tres semanas antes de su llegada. Dejó tras de sí un aula cerrada, una pizarra con ecuaciones garabateadas y, entre los cajones del escritorio, un mazo de cartas antiguas. Las cartas no eran para jugar: tenían ilustraciones oscuras, nombres extraños y, en la esquina, un símbolo de cinco líneas paralelas pintadas en blanco. Un par de niños las habían encontrado y juraron que les provocaban sueños malos.

—Si te aparece la carta, luego te aparece la sombra —dijo la niña de trenzas que vendía naranjas en la plaza. Sus ojos eran viejos como si ya hubieran visto demasiadas primaveras.
—¿Sombra de qué? —preguntó Clara, con una sonrisa que no alcanzó sus dientes.
—De la Torre —contestó la niña sin pestañear—. El que la trae no tiene rostro. Lleva gabardina y un sombrero que tapa la luna.

La primera vez que Clara vio al Hombre de la Torre no lo reconoció si no fuera por la falta de rostro. Era más una idea en la oscuridad que una figura. Había alguien, acaso dos, que se paseaban al borde del muelle como si cultivaran la penumbra. Pero cada vez que alguien intentaba acercarse, la figura se desvanecía. Al cabo de pocos días, la gente empezó a recibir visiones. No eran amenazantes; eran precisas, frías: imágenes de cómo morirían, o de algo que ocurriría en su mes. Al principio se tomaron por delirios de borracheras o por meras pesadillas. Pero cuando la primera vida se cumplió tal cual la visión, el pueblo comprendió que aquella almohada de sueño no era inocua.

Eusebio Torre había sido maestro y algo más: coleccionista de mapas, anotador de nombres, hombre que hablaba de estaciones del tiempo como si fueran seres vivos. En su libreta, Clara encontró dibujos de encrucijadas, constelaciones traídas a tierra y notas marginales con frases como “toda promesa exige su estación” y “el poder no se toma; se concede con precio”. Entre sus papeles también apareció una carta, húmeda en la esquina y escrita con una letra que casi no se sostenía: En una encrucijada, cada camino es una promesa. Pero no todas las promesas son tuyas. La firma, apenas legible, decía: E. Torre.

Las muertes comenzaron a contarse como décadas: una por mes. La primera fue un comerciante ahogado en su propia fábrica; la segunda, la hija del farmacéutico que apareció decapitada en un nicho de la torre. Ninguna de las muertes parecía relacionada, salvo por la visión que la precedía y por un detalle que los pocos que miraban con atención descubrieron: en cada lugar había rastros diminutos de unas cinco líneas blancas, como rayas de tiza, a veces en el borde de una ventana, a veces en el manguito de un abrigo.

Clara, que no era policía ni investigadora, sintió la obligación de mirar donde los demás apartaban la vista. Enseñaba a los niños por la mañana y releía los apuntes de Eusebio por las noches. Arrancó de su mente la infantil esperanza de que todo fuera coincidencia. Leyó las notas, comparó las visiones, habló con las familias. Aprendió que los que recibían la visión no la contaban. La anotaban. Y al final, como una plegaria invertida, la cumplían sin saber por qué.

Una madrugada, guiada por la constancia de una lógica que sólo la desesperación otorga, Clara subió al sendero que llevaba a la torre. La puerta principal estaba entreabierta, como una invitación o una trampa. En el umbral, un cuerpo yacía boca abajo: la figura de un hombre con un agujero negro en la nuca y un papel deshecho entre los dedos. La lluvia había borrado las huellas, pero no la impresión de que aquel cadáver era tanto consecuencia como aviso.

Cruzó. La piedra dentro olía a sal y a papel viejo. La escalera de caracol subía con la fatiga de los siglos, cada peldaño un latido. Las paredes estaban forradas de nichos con cúpulas de cristal; dentro de cada uno, un rostro, una memoria preservada como insecto en ámbar. Clara no se detuvo hasta el cuarto piso, donde la cúpula mostró el rostro de la hija del farmacéutico. No pudo contenerse; el mundo se le deshizo en la garganta. Era como si la torre fuera una casa de recuerdos robados, donde los nombres pendían de clavos invisibles.

En el centro del último salón, en lo alto, estaba él: el Hombre de la Torre. No llevaba sombrero ni gabardina. La piel de su rostro parecía pulida en la luz tenue, y sus ojos —o lo que parecía ser un hueco donde deberían estar— brillaban como dos lunas sin iridio. Sonrió con boca estrecha y extendió un pergamino enrollado.

—Has venido lejos —dijo una voz que no vibró en el aire sino directamente en el pensamiento de Clara—. Has aprendido a ver las líneas. Por eso te ofrezco elección.

La promesa, explicó, era antigua: la torre exigía equilibrio cuando el tiempo se trastocaba, cuando la primavera se negaba a nacer y la memoria del pueblo se sobrescribía. El precio era una promesa humana, una decisión tomada en la encrucijada entre la vida propia y la vida compartida. Cada muerte correspondía a un hueco que debía llenarse para que la estación volviera a su cauce. El poder que Eusebio había tanteado no era un tesoro; era un contrato: un ojo a cambio de otro ojo, un nombre por una estación.

Clara escuchó y quiso reír. ¿Elegir? ¿Pagar? La ironía del ofrecimiento la dejó sin palabras: el mundo presentado no era mera violencia, era administración de destinos. El pergamino flotó hasta ella, como si la torre lo hubiera respirado.

—Lee —sugirió el Hombre.

Ella lo abrió. Estaba en blanco.

La verdad la golpeó con la suavidad de una llave: la decisión no se escribía en tinta, sino en carne. La elección estaba en lo que haría después, en cómo respondería a la prisa de salvar a los suyos. Si tomaba la promesa, la torre cesaría su sangría y la primavera volvería; si la rechazaba, el sacrificio continuaría su calendario inexorable.

Pensó en los niños de su clase, en el aprendiz de panadero que aún soñaba con hacer panes dorados, en la vecina que cuidaba las gaviotas de la escollera. Pensó en su propia madre, en la casa que había dejado, en la única familia que le quedaba en la ciudad. Pensó en Eusebio, que había anotado símbolos en los márgenes como si fueran mapas de huida, y en la nota que decía: “Ofrece lo que tengas y obtendrás lo que anhelas”.

—¿Qué me pides? —preguntó, ya sabiendo la respuesta.

—Lo que sea necesario para cerrar la estación —contestó el Hombre—. Una promesa. Una entrega. No es crueldad, Clara. Es equilibrio. Y no temas: la decisión será tuya. Nadie te obliga.

El silencio pesó tanto como la piedra. Clara sostuvo el pergamino en las manos hasta que la tinta invisible pareció filtrarse en su piel. No tenía hijos, no tenía amantes, no llevaba juramentos que valieran oro; tenía, eso sí, una vida de remedios y despedidas, ese temple de quien ha sobrevivido sin resolverlo todo. Si aceptaba, quizás devolvería las estaciones al mundo y los rostros volverían a ser nombres que el pueblo pudiera enterrar y olvidar. Si rechazaba, la cuenta seguiría: doce por año, o quizá por tiempo indeterminado.

Cerró los puños. Respiró. En su mente apareció la niña de trenzas que le habló el primer día, la que dijo que tras la promesa venía algo que no habías pedido. Comprendió que la promesa no sólo pedía sangre: pedía memoria, presencia. Pedía que alguien se quedara a ser la torre.

—¿Y si me niego? —murmuró.

—Entonces el ciclo continúa— replicó la voz—. Pero cualquiera puede negarse. La elección es, como siempre, humana.

Clara dejó el pergamino en el suelo y dio tres pasos hacia la ventana abierta. Miró el valle, el puerto, el sinfín de tejados que recogían lluvia. Pensó en volver a su casa en la ciudad, en restituir el nombre de Eusebio en archivos y en libros, en hacer lo que los que han perdido suelen hacer: contar y olvidar.

Y, sin embargo, notó algo extraño en el ademán de su propia mano: una inclinación natural hacia el deber que no buscaba la recompensa. No era heroísmo; era la lógica de quien enseña y sabe que un aula vacía enseña peor que cualquier muerte. El pensamiento no fue claro; fue un olor, una presión, una memoria de estar de pie frente a pupitres con nombres de niños que esperaban.

Tomó el pergamino con dedos que no parecían enteramente suyos y lo apretó contra el corazón. No escribió nada; la torre no necesitaba tinta. Fue una entrega sin palabra: una promesa hecha con la voluntad completa de dejar algo propio en aquello que exigía equilibrio.

La figura a su frente asintió con la única sonrisa que tuvo. La torre vibró un segundo, como si exhalara. Y en el valle, las primeras yemas rompieron su sueño; la brisa trajo un olor a tierra húmeda distinto, y un día claro se asomó con timidez.

Clara no descendió. Permaneció en la torre. Al principio, la gente creyó que se había marchado; otros dijeron que había muerto. Pero cada mañana, en la escuela, un maestro distinto encontraba las clases preparadas, las lecciones anotadas y las ventanas abiertas a la luz. Nadie la vio salir del pueblo. Algunos aseguraron que, por las noches, una figura delgada se asomaba a la ventana de la torre y hablaba con las olas. Otros dijeron que la cúpula del piso superior ahora mostraba una flor marchita que, sin embargo, mantenía su pistilo intacto.

Pasaron los años y Arenal recuperó su pulso. La primavera dejó de ser una promesa y volvió a ser rutina. Pero la gente hablaba menos y miraba más la altura del acantilado. Cada tanto, al caer la noche, alguien sentía la impresión de que la torre respiraba y que dentro de su silencio alguien sostenía, como un juramento, una palabra invisible.

En la playa, bajo la espuma de un día cualquiera, apareció una caja de madera. Dentro, un mazo de cartas en blanco, salvo una sola carta con la frase de Eusebio: El océano no olvida. Solo espera su turno. Nadie supo de dónde venía la caja ni quién la dejó. Y cuando la marea se la llevó, alguien susurró que la promesa, cumplida o no, siempre deja huellas.

La primavera ya no era un tiempo por venir; era un presente frágil. Y en lo alto de la torre, en algún lugar donde la piedra aprieta la memoria, una mujer en silencio guardaba lo que la estacionalidad le había pedido a cambio: una voz que respondiera cuando la Torre llamara, una encrucijada resuelta con la única moneda que siempre funciona en el mundo: la voluntad humana.

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