Deshaciendo nudos en el condado de Miskatonic

Deshaciendo nudos en el condado de Miskatonic

Está claro que la zorra que le ha atado las manos lo ha hecho a conciencia. Pero lo que no saben, ella y sus amiguitas, es que él siempre es más listo. Siempre. Si se piensan que dejándole ahí atado van a conseguir algo es que no saben con quién están tratando «¿Qué narices habrán hecho aquí para que haya esta peste? ¿Un almacén de pescado?», piensa. Tan finolis todas, tan monas y tan perfumaditas y mira en qué antros apestosos se juntan…

«En fin, no seas imbécil y concéntrate en esos nudos», se dice. Cuando salga de este apestoso zulo y le cuente al Señor Howard lo que hace su mujercita con sus amigas, al menos ella seguro que se arrepiente de haberle atado a esa silla.

El señor Howard, menudo tipo raro también. No hace ni un mes que le convocó en su mansión para tratar de un asunto que no quiso especificarle. El mensaje no le podía haber llegado en mejor momento, porque llevaba una temporada sin encargos y la hucha se estaba agotando. En cuanto vio el coche que le envió a buscarle ya intuyó que podía haber pasta de por medio. Cuando llegó a la mansión no le cupo ninguna duda, aquel tipo no era uno de esos presumidos, allí había dinero de verdad. Lo primero que le llamó la atención al entrar en su despacho fue su extrema palidez, o estaba enfermo o le daba poco el sol. Pero lo que de verdad le impresionó justo después de sentarse fue la foto de su esposa, que le puso delante en cuanto hicieron las presentaciones: menudo bombón. Todavía estaba liberando su imaginación con las curvas de aquella mujer; qué piernas, vaya tetas intuidas bajo la blusa abotonada hasta el cuello, cuando el señor Howard le cortó esa línea de pensamiento tan agradable, sin dejarle llegar más allá.

—Es guapa, ¿verdad? —le dijo quitándole la foto de las manos.

—Sí que lo es, es usted un hombre afortunado —contestó mirándole a los ojos. Debió ser un tipo guapo antes de que la palidez y las ojeras le desgraciaran bastante aquella jeta de ricachón afortunado.

—Estoy muy ocupado, así que seré claro: creo que me engaña, y si es así, necesito pruebas, alguien con cierta reputación que pueda testificar ante el juez. He investigado un poco por ahí y creo que usted podría valer.

—¿Qué le hace pensar eso? —preguntó tratando de que no se notase en su voz la mala leche que le provocó el tono con el que la había pronunciado, por no hablar del condicional del final… gilipollas.

—Va cada dos o tres meses a su pueblo natal, donde supuestamente pasa unos días con sus amigas de la infancia —Se quedó callado, como esperando a que él preguntase algo. No le dio ese gusto y esperó—. Cuando vuelve pone mil excusas para no tener relaciones conmigo y, a veces, me ha parecido ver que tiene algún cardenal. Ahora mismo debe estar allí, salió ayer.

—¿Ha intentado hablar con ella? —preguntó, por rigor profesional sobre todo, aunque ya imaginaba la respuesta.

—No. No quiero que sospeche que puedo saber algo.

—¿Por algún motivo?

—Mire, como habrá notado al llegar aquí, mi familia siempre ha disfrutado de una óptima posición. Y ella no; una simple enfermera en una clínica de un pueblucho de la costa. De hecho recibí muchas…presiones, digámoslo así, cuando decidí casarme con ella. No me gustaría que, si me pide el divorcio, se llevase un buen pellizco de todo esto —añade mientras hace un gesto abriendo las manos para que me fije en la riqueza evidente que denota cada detalle del despacho.

—Bien, pues trataré de conseguir pruebas para que eso no pase —dijo adoptando su tono más profesional ahora que el encargo estaba formulado.

—¿Necesita algo más de información? —añadió mientras contemplaba la foto de su esposa, que no había soltado desde que se la arrebató de la mano.

—Sí, claro, necesito saber la dirección del pueblo. Y un adelanto me vendría bien para poder salir lo antes posible. Por cierto, no me ha preguntado usted cuál es mi tarifa.

—Eso no será un problema si usted hace su trabajo. La información que necesite y el dinero se los dará mi asistente en cuanto salga del despacho —dijo levantándose de su asiento y dando con ello por terminada la conversación—. ¿Alguna cosa más?

—No me ha dicho como se llama.

—Lavinia —contestó mirando de nuevo la instantánea.

—Y otra cosa. Necesito la foto —contestó, señalándola.

El señor Howard la miró de nuevo unos instantes y se la entregó con cara de fastidio, como si estuviese pensando que se la iba a cascar con la foto de su mujercita, lo que desde luego no descartaba en absoluto.

Parece que uno de los nudos empieza a aflojarse. Está claro, los nudos no eran una preocupación seria. «Vamos, Houdini, que ya lo tienes», piensa. Tampoco le preocupa la puerta que tendrá que forzar para salir de esta mazmorra, en cuanto se libre de la cuerda. En su momento se ocupará y seguro que no es un problema. Ni el frío que hace allí abajo, eso tampoco es un problema, la adrenalina no permite que le afecte, a pesar de que le han dejado completamente desnudo. En realidad, mientras se esfuerza en terminar de soltar la cuerda, le preocupan un par de cosas. Una es la trampilla que hay en el suelo ¿qué hace una trampilla en un sótano?, ¿dónde puede llevar? La otra cosa que no le ha gustado es lo que han estado hablando aquellas guarras mientras le ataban. Bueno, no le ha preocupado lo que hablaban; puras chaladuras sin sentido sobre la reproducción de unos seres extraños, la misma mierda de la que le había hablado también el otro loco de aquella historia. Pero las caras con las que lo decían…, joder, daba la sensación de que se creían cada palabra que salía de sus bocas. Y eso sí le había acojonado un poco. Estaban hablando de algo que para ellas era real. Y la frase que le había soltado Lavinia antes de cerrar la puerta, ¿cómo era lo que había dicho aquella fulana mientras le quitaban la ropa tras haberle inyectado aquella mierda que le dejó grogui? «Mejor desnudo, así les es más fácil» o algo parecido. Eso sí le había preocupado, ¿de qué narices está hablando? No puede evitar que se le ponga la piel de gallina al recordarlo, lo que le hace retomar de nuevo su pelea con la cuerda.

El asistente fue generoso, lo que le permitió alquilar un buen coche y salir esa misma noche hacia el lugar donde se supone que estaba Lavinia, una pequeña ciudad costera del condado de Miskatonic. No le costó encontrar una habitación, bastante vieja y maloliente, en el que un lugareño le aseguró que era el mejor hotel de la ciudad.

No perdió el tiempo y al día siguiente temprano estaba en la calle para hacer una primera inspección de la ciudad y de los lugares que supuestamente frecuentaba Lavinia, básicamente las casas de sus supuestas amigas de la infancia. Según le dijo el señor Howard los viajes de su esposa tenían una duración variable, y quería asegurarse de descubrir lo que fuese (si es que había algo que descubrir) antes de que se volviese con su maridito.

Una cúpula gris de nubes bajas cubría el cielo, lo que junto al calor sofocante de aquella época del año y la humedad, generaba un ambiente opresivo y deprimente. Una leve brisa que soplaba de la costa compensaba en parte el calor haciendo, a cambio, que la ciudad entera oliese a mar y algas pudriéndose al sol, lo que resultaba apestoso para un tipo de interior como él.

El segundo día vio a Lavinia por primera vez. Salía en compañía de otra mujer de una de las casas de sus amigas. Y sí, como ya había imaginado, al natural era mucho mejor que en la foto. No le extrañaba que al señor Howard se le llevasen los demonios cuando ella volvía de viaje y no quería ni arrimarse. Y tampoco le extrañaba que él no quisiese dejar escapar a una mujer como esa. Durante los siguientes días la estuvo siguiendo, comprobando recorridos, horarios, lugares, siempre acompañada de una o varias mujeres, lo que enseguida le llevó a la conclusión de que era muy improbable que aquello fuese una tórrida escapada a la costa para juntarse con un amante. Todo parecía bastante inocente: viejas amigas que se juntan para hablar de sus aburridas vidas de adultas y reírse de anécdotas del pasado mientras se excedían con el ponche. Y sí, tal vez para alguna otra cosa algo menos respetable, quién sabe, pero no la había visto en compañía de un hombre ni una sola vez. Casi todas las tardes se juntaban en el reservado de un café, donde estaban varias horas ¿haciendo qué? Ese era tal vez el único elemento sospechoso de todo aquello. Entró en el café a tomarse algo para intentar averiguar qué demonios ocurría allí dentro, e incluso intentó colarse en el reservado, al que se accedía por una puerta al fondo de la barra: el viejo truco del despistado que se confunde de puerta al ir al baño. Solo para descubrir que estaba cerrada con llave. Por fin algo interesante

Afloja un último nudo para sentir como la cuerda va soltándose según la manipula, hasta que consigue librarse de ella. Se masajea las muñecas, enrojecidas y medio despellejadas y rápidamente comienza a deshacer los nudos de la cuerda con la que le han atado las piernas a la silla, un juego de niños con las manos ya libres. «Y ahora ¿qué?», piensa. Tiene dos opciones, la puerta por la que le han metido allí dentro y la trampilla del suelo. La puerta parece sólida, aunque podría tratar de tumbarla o de forzarla con alguna de las patas de la silla a la que le han atado, que parecen suficientemente sólidas para tratar de hacer palanca. La trampilla aparentemente no tiene ningún cierre. Debería probar, aunque le da mala espina. Vuelve a preguntarse qué pinta una trampilla en un sótano, que ya está bajo tierra. Se acerca y se pone en cuclillas para ver si es capaz de levantarla.

Empezó a dedicar las tardes en las que las mujeres se encerraban en el reservado para hacer preguntas por aquí y por allá, solo para descubrir que en aquel lugar no gustaban ni las preguntas ni los forasteros. Solo recibió respuestas secas y miradas torcidas, además de encontrarse una mañana con un papel en el parabrisas: «este no es su sitio ¡Fuera!». Si se pensaban que con una nota de mierda como esa le iban a achantar lo llevaban claro aquellos imbéciles. El cuarto día, harto ya de malas caras y la falta de avance decidió que necesitaba desconectar, y en aquel maldito pueblo no había visto ni una sola casa de putas, así que decidió acercarse al circo ambulante que pararía unos días en un prado de las afueras. Mugriento y triste era la mejor definición de aquel lugar, en el que al menos el olor a mierda de las fieras tapaba por un rato aquel otro asqueroso que venía del mar y que soportaba desde su llegada. Y fue entre las carpas y tiendas polvorientas donde te leían las manos o podías ver al «Increíble niño decapitado» donde conoció al Señor Torre. El Señor Torre, el otro loco de aquella historia. El culpable de que hubiese avanzado en su investigación, y seguramente también de que hubiese acabado encerrado en un sótano, atado y en pelotas. «Intercambio secretos, ¿algo que quiera saber? Entre aquí y pregunte al Señor Torre» o algo así es lo que ponía en el cartel que colgaba en la puerta del tenderete. ¿Por qué en ese y no en el de la mujer con cuatro pechos? El caso es que entró ahí. Dentro, sentado delante de una mesa donde solo reposaba un libro de tapas negras con extraños caracteres en la cubierta, esperaba un hombre que lo mismo podría tener treinta y cinco que cincuenta; con peluquín, eso sí que estaba claro; y con unas gafas apoyadas en el borde de la nariz que parecían estar continuamente a punto de caerse.

—Bienvenido al lugar de los secretos —fue su recibimiento, junto con una teatral sonrisa, al verle entrar.

—¿De verdad quiere hacerme creer que no es usted tan fraude como la que lee el futuro en las manos? —disparó él con su sonrisa más cínica.

—Si ha entrado aquí y no en la tienda de las manos será por algo ¿no? —contestó sin modificar ni una pizca su sonrisa.

—¿Y cómo sabe usted que no he entrado también?

—Ese secreto se lo regalo. Considérelo una oferta de bienvenida —dijo en tono misterioso mirándole por encima de las gafas, la sonrisa perenne en su boca.

—Ja, ja, me gusta usted. Venga, vamos a jugar. Mire, necesito conocer un secreto, ¿cuánto me costaría?

—Saber un secreto cinco dólares…

—¿Solo? —le interrumpió, incrédulo.

—…cinco dólares y revelarme otro secreto. Un secreto al menos tan importante como el que quiere averiguar.

—¿Cómo? ¿Quiere que yo le cuente mis cosas? Está usted más chalado de lo que pensaba —dijo poniéndose el sombrero, dispuesto a marcharse en ese mismo instante.

—Yo no quiero nada. Ha entrado usted porque quiere saber algo, y eso tiene un precio. Solo tiene que averiguar si está dispuesto a pagarlo —dijo señalando la silla que tenía enfrente.

Así que se sentó y comenzó a hablar mientras el señor Torre abría el libro y se sacaba un pluma de un bolsillo. Al principio le contó cosas menores, secretillos sin importancia. Él enseguida dejó de escribir y le cortó:

—Ya se lo he dicho, su secreto tiene que estar a la altura del que quiere averiguar, el intercambio debe ser justo, seguro que lo entiende. Si no, estamos perdiendo el tiempo.

Entonces, sin entender por qué le contaba a un desconocido algo que nunca había contado a nadie (seguramente por eso, por ser un desconocido), le habló de su madre, y de su ex, y de todas las cosas que se vio obligado a hacerles.

Se fija en la trampilla, que parece sólida y de hierro, ¿por qué tan grande?, piensa. ¿Y por qué no tiene ningún tipo de tirador ni asa para levantarla? Eso solo puede significar que está pensada para abrirse empujándola por debajo, desde el subsuelo, por quienquiera que accediese a ese sitio. Consigue meter los dedos entre el cuadrado metálico y el suelo de losas de piedra y tira con todas sus fuerzas. La mano izquierda le resbala y se arranca dos uñas. Maldice y se chupa la sangre, pero vuelve a intentarlo. Venga, vamos. Finalmente consigue levantar lo justo para colar las manos debajo y tirar con fuerza hacia arriba. La trampilla se termina de abrir con un estruendo metálico al golpear el suelo. Se asoma al túnel negro que ha quedado al descubierto. Unas escaleras descienden, (o tal vez ascienden), hacia (desde) la oscuridad.

Y en esa oscuridad hay dos ojos. El escroto se le encoje cuando los ve. Son ojos de pez, o de reptil, o de algún engendro abominable, aunque a su vez ve los ojos de su madre, de su ex, ojos que buscan explicaciones, ojos indiferentes a que de repente se esté cagando de miedo, ojos que le van a utilizar, que le van a someter. El pánico le ayuda a levantar casi sin esfuerzo la trampilla de nuevo para tapar el hueco negro con un estampido. Se levanta y agarra la silla donde estaba atado para estamparla contra la pared. ¿Qué le dijo el señor Torre? Que aquellas mujeres se juntaban con unos seres ¿cómo los llamo?, híbridos, los llamó híbridos, sí, y también que esos seres tenían problemas de fecundación y algo de receptáculos y vientres de incubación, y de transfusiones de sangre robada, sí eso le dijo, y también que necesitaban machos para fecundar a sus hembras. Pura chaladura, sí, eso es lo que le contó aquel demente en aquel circo de mierda, y también cómo encontrar la llave para entrar al lugar donde se juntaban, en el sótano del café. Le pareció todo tan absurdo que en un momento dado se levantó y se marchó, sin más, sin despedirse, dejando a aquel ridículo señor Torre con su sonrisa de imbécil desequilibrado en la boca. Después de varios golpes consigue arrancar una pata de la silla para hacer palanca en la puerta. Para salir de allí. Tras esa puerta le estaban esperando hace apenas una hora las zorras aquellas, sí, le estaban esperando, está claro que el señor Torre está hecho un puñetero traficante de secretos. 

Mientras trata de forzar la puerta empieza a imaginar como le va a partir todos los dientes de su estúpida sonrisa. Y entonces oye de nuevo el mismo ruido que él mismo ha hecho hace apenas dos minutos, cuando abrió la trampilla del suelo antes de volver a cerrarla. Se gira. Un cuerpo imposible, con branquias y nariz, con espinas en la espalda y garras palmeadas en brazos demasiado largos para ser posibles, comienza a salir por el hueco. Y sus ojos ya no son ni de pez ni de lagarto. Sus ojos son dos vórtices de vacío primigenio que le hacen entender que solo es un gusano que se arrastra en las eras del mundo, y que está a punto de conocer el significado de la palabra infinito; y el señor Howard y las piernas perfectas de su mujer ya no importan, como no importa ya lo que le hizo a su ex, ni lo que le pensaba hacer al señor Torre, ni nada, no importa ya nada. Porque el tiempo se diluye, y él se queda allí con aquello. Con aquello que claramente es una hembra y se dirige, arrastrando los largos pies sin dedos, hacia él.

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