Pese a lo intempestivo de las horas y lo inesperado de nuestra visita, el señor Torre nos recibió a mi asistente y a mí con una amplia sonrisa. Debido a mi artrosis, yo solía caminar apoyado en mi bastón y en Viktor, motivo por el cual no me pasó inadvertido el leve tirón de retroceso que ejecutó, de manera involuntaria, mi acompañante.
—Mi esposa les está preparando una taza de té. Con dos terrones de azúcar para usted, señor Goerlich, y bien amargo para su ayudante.
—¿Cómo lo ha…?
—Le prometo que todas las respuestas le llegarán antes de que vea salir el sol de nuevo —respondió el señor Torre.
El portón se abrió con un bostezo de caverna y nuestro anfitrión se hizo a un lado. Viktor era demasiado servil, por lo que no se atrevió a verbalizar lo que sus ojos y la tensión de su cuerpo me imploraban. Ojalá lo hubiera hecho, porque quizá así habría sacudido mi
estupor y hubiéramos podido huir de aquel lugar bajo cualquier excusa antes de que su hechizo me dominara. Pero no
fue así. Viktor calló, yo flaqueé y nos vimos arrastrados al interior de aquel
bastión del conocimiento arcano que era la guarida del señor Torre.
El señor Torre nos condujo a través de un amplísimo vestíbulo que se me antojó el doble de largo de lo que el diámetro de la estructura externa del edificio prometía, como si las leyes físicas hubiesen cambiado o mi razón hubiese perdido contra alguna ilusión óptica.
—Es un honor para mí conocerle —dijo el señor Torre—. Que un aristócrata de su abolengo, con su poder y su sabiduría se haya dignado no solo a viajar desde Providence, sino a aprender mi lengua con el único objetivo de visitar mi humilde morada es la mayor adulación que he recibido jamás.
—Sí, lo cierto es que…
—Sé lo que ha venido a buscar, no se preocupe. No necesita convencerme con ningún discurso para que se lo muestre.
En ese momento, una gélida corriente de aire empujó una puerta del fondo del vestíbulo, que se abrió mostrando una habitación cuyas dimensiones nos fueron imposibles de calcular por lo escaso de su iluminación. Al llegar a su umbral, vimos una oxidada lámpara de aceite situada sobre una mesa de comedor en la cual reposaban dos tazas colmadas de un líquido pardo; sin cucharillas, bandejas, azucareros, servilletas o cualquier otro signo de civilización. Junto a la mesa, allí donde la exigua luz de la lámpara apenas llegaba, se intuía la figura de la que deduje sería la señora Torre, cuyo par de ojos miraba hacia el suelo. Apenas se esbozaban los rasgos de la mujer, pero el cansancio del viaje me hizo vislumbrar dos pupilas cuadrangulares en la mirada de ella. Y, quizá sugestionado por dicha alucinación, atisbé un parpadeo de membranas acompañado de un sonido leve de chapoteo de sapo. Resultó bastante desalentador que el apoyo que me brindaba la mano de Viktor se aflojara por un segundo en ese mismo instante, como si hubiese sucumbido al mismo espejismo. Mi instinto me pidió de rodillas que me marchara de allí o, como mínimo, que no entrara en aquella cocina. Había dedicado demasiados esfuerzos a llegar a aquel pueblo español dejado de la mano de Dios como para marcharme tan rápido, pero al menos acepté evitar el peligro más inminente, por irracional que me pareciera.
—Espero no ofenderle ni a usted ni a su señora, pero, como ha dicho, venimos de muy lejos para estudiar las páginas perdidas de Abdul Alhazred y, ahora que las tenemos tan cerca, derrochar unos minutos para tomarnos un té nos parece incluso una herejía. Estamos deseando hojear el texto del árabe loco que usted y su familia han guardado durante todo este tiempo, y no queremos retrasar ni un segundo más el objetivo de nuestro viaje.
—Le comprendo perfectamente, Goerlich. Dejemos, pues, el té para después. Tendremos tiempo de sobra. Síganme, por favor.
Con un tintineo de porcelana, aquellos dos ojos que nos esperaban en la oscuridad se cerraron antes de que la llama de la lámpara se disipara. Las disculpas que dirigimos en la oscuridad a la señora Torre se perdieron en un eco.
Nuestro anfitrión nos señaló una escalinata helicoidal de mármol que se encontraba a nuestra izquierda. Ni Viktor ni yo habíamos reparado en ella hasta aquel momento; así de aturdidos estábamos.
El techo de la fortaleza era una cúpula de cristal que cubría el final de la escalera como la lente de un telescopio gigantesco. La pared, de caliza negra, absorbía casi toda la luz, por lo que teníamos la sensación de estar subiendo por un pozo. Al mirar hacia arriba, hacia el mismísimo centro del cielo, veíamos, como si estuviera trazada a lápiz, una luna llena de un tamaño tan exagerado que parecía que se había querido acercar a nosotros aquella noche para ver nuestro final de viaje. Y nosotros, que ascendíamos por la escalinata con paso temeroso aunque inexorable, creíamos dirigirnos al encuentro con la reina de la noche guiados por una malsana atracción. Mientras nuestro caminar resonaba en medio de aquel silencio de mausoleo, la melodiosa voz del señor Torre nos servía de acompañamiento.
—Lo que anda buscando estuvo a punto de ser calcinado a finales del siglo XII por consejo de un tal Gerardo de Cremona y otros supuestos sabios de la Escuela de traductores de Toledo. Por fortuna, uno de los primeros Torre, amanuense de la escuela, lo consiguió esconder y guardar a buen recaudo aquí. Mi familia se encarga de custodiarlo desde entonces, desde hace unos siete siglos. Supongo que usted ha leído una copia fragmentada que se conserva cerca de su hogar, en la universidad de Miskatonic. Sin embargo, le aseguro que lo que hay aquí completa muchos de los pasajes más interesantes que usted haya podido leer. Pero tenga cuidado… —En ese momento, el señor Torre se detuvo en un descansillo de lo que debía ser el tercer o cuarto piso de los siete que componían el bastión, y nos invitó a quedarnos a su lado. Se apoyó en una puerta metálica que conducía a una sala lateral—. En este país tenemos un dicho sobre lo que hace la curiosidad con los gatos. Está claro que comparte con ellos su instinto de exploración, pero ¿su astucia estará a la altura de las circunstancias?
El señor Torre nos mostró de nuevo esa sonrisa, toda dientes y malicia, que a cualquier persona cuerda le habría hecho reconsiderar toda invitación que procediese de él. Sin embargo, allí estábamos, esperando en el último umbral a que aquel guardián del mito primigenio nos permitiera llegar a la conclusión de un estudio que me había llevado más de tres décadas, casi la mitad de mi vida. Con el chirrido de acero oxidado de su puerta y el olor a alcantarilla de su interior, aquella habitación nos regaló una postrera advertencia, la posibilidad final para escapar de lo que prometía convertirse en pesadilla.
—Señor Goerlich… Sé que juré servirle y apoyarle siempre, sin excepciones, cuando entré en su casa hace un lustro. Pero esto… Yo no comprendo nada de sus estudios, ni sé qué hemos venido a hacer. Solo sé que lo que ocurre aquí me viene grande. No puedo entrar —me dijo Viktor en su particular inglés, atreviéndose a hablar por primera vez en las últimas horas.
—No te culpo, Viktor. Tienes razón, este no es lugar para ti. Vete y espérame con el señor Torre.
—¿Por qué no se viene conmigo, señor? —me rogó.
—Acompáñeme y esperaremos a Goerlich en el salón de invitados —interrumpió el señor Torre en un perfecto e inesperado inglés americano, antes de que me diera tiempo a responderle a mi asistente—. Su amo ya no puede rehuir su destino.
Yo no era consciente de haber avanzado hasta penetrar en la habitación. Teniendo en cuenta que mis piernas solían caminar un cuarto de la distancia que mi voluntad les exigía, me pareció muy extraño que por una vez tomaran la iniciativa y avanzaran sin pedirme permiso y sin provocarme ese dolor sordo tan familiar. Pero debió ser así, pues sin darme posibilidad de réplica, la puerta se cerró de golpe y Viktor y yo quedamos separados por aquella plancha de acero herrumbrosa. La última imagen que me ofreció el mundo del otro lado fue la de Viktor ojiplático y aterrado por una despedida inesperada, y el señor Torre tomándolo del brazo y diciéndome adiós con una mirada divertida, casi burlona.
La sala era fría y oscura. Un zumbido, apenas perceptible al principio, fue haciéndose cada vez más grave, más persistente, hasta volverse ensordecedor. Me dirigí al foco del sonido y, cuando estuve a unos tres pies de distancia, una luz violácea fundió mis retinas. Allí estaba, reposando tranquilo sobre un atril, sabedor de mi llegada, el libro que había venido a buscar. Quise tragar saliva, pero ya no me quedaba, y noté una desagradable aspereza en mi garganta. Alargué los dedos que, entumecidos, anhelaban comenzar a pasar páginas. La repulsión de conocer el material con el que estaba fabricada aquella portada fue superada por las ansias de rebuscar en su interior. En el frenesí de la lectura que se abría ante mí olvidé todo lo que había fuera de aquel libro. Me olvidé del señor Torre, de Viktor, de mi difunta esposa, de mi hacienda, de una vida dedicada a aquel libro y a aquel momento exacto. Ante mí se abrían todos los secretos de la humanidad, del mundo, del universo. Pero tenía miedo de que se cerraran de golpe, así que busqué con la torpeza y la premura de un amante en su noche de nupcias el capítulo que hablaba de la forma Djinni del todopoderoso Nyarlathotep. Avancé y retrocedí incontables veces hasta que di con aquel apartado. Mi cerebro, frenético y sobreentrenado, tradujo el título sin percatarse: «Nyarlathotep-Djinni-Cthal. Invocación de la forma de los tres deseos».
Apoyé la punta de ambos índices en los márgenes laterales de la hoja, sobre los pequeños dibujos espirales, y presioné hasta que las uñas se volvieron blancas. Soporté la descarga eléctrica que recorrió mis antebrazos y recité el salmo que aprendí de labios del hechicero contrahecho en aquella cala siciliana ocho años atrás. En cuanto terminé, la oscuridad que tenía ante mí adoptó una forma carnosa, colgante y recubierta de baba, con las dimensiones de un estómago de ballena, de la que sobresalían dos patas estrechas y rígidas como cañas y una cabeza de mosca enorme, poblada de centenares de ojos de obsidiana. Sus extremidades sin rodillas echaron a andar hacia mí mientras que de su tronco brotaba una tercera extremidad verde, larga y flexible de saltamontes al final de la cual había una palma triangular coronada con tres dedos. Superado por un terror que me había convertido en una masa incapaz de pensar, vi llegar mi fin. Sin embargo, mi brazo derecho ejecutó un movimiento que había ensayado miles de veces y ganó con la fuerza del automatismo lo que mi voluntad no pudo. Pasé el bastón a la mano izquierda, metí la derecha en el bolsillo interior de mi chaqueta, agité y abrí aquel pedazo de pergamino que llevaba guardado desde que salí de Providence, y mi voz, también preparada para recitar aquella frase, le gritó al dios ancestral:
—Nyarlathotep, ¡te muestro mi Promesa de poder! ¡Ante ti tienes el símbolo antiguo de los que te sirvieron a tu llegada! ¡Por favor, concédele a este nuevo siervo tus tres deseos, que serán correspondidos con los tres sacrificios que la bolsa de caos decida!
El pergamino se convirtió en cenizas entre los dedos de mi mano derecha. Justo después, colgado de mi antebrazo izquierdo, el que sujetaba el bastón, apareció una bolsa de cuero en cuyo interior había varias fichas de madera. La mano de aquel ser me mostró uno de sus tres dedos, con los otros dos replegados sobre la palma. Había llegado el momento de que me ofreciera el don del primer deseo, el que me otorgaría todo lo mundano.
Introduje la mano en el saquito y extraje la ficha que decidiría qué debía entregar a cambio. Antes de poder averiguarlo, mi entendimiento se colmó de imágenes futuribles, premoniciones sensoriales, cosas que podrían ser, cosas que serían, árboles de decisión, disyuntivas, caminos alternativos. Se me mostraron mis miles de muertes posibles, docenas de negocios prósperos, otros tantos que me llevarían a la bancarrota, senderos que me podían llevar a lugares tan inesperados como un nuevo matrimonio o una paternidad trasnochada, nuevos amigos que traerían consigo la fidelidad o la traición (o ambas en la mayoría de los casos)… Llegué a ver la primera gran guerra que se extendería sobre Europa. Me adentré por esa senda y descubrí que, gracias a una serie de decisiones improbables, podría llegar incluso a salvar miles de vidas. ¡Yo! ¡Un héroe! Podía optar por convertirme en un mártir, adelantar la fecha de mi muerte y evitar un par de miles más al reducir la duración de las hostilidades. Las sienes me ardían y notaba la nuca tan tensa que creía que sufriría una apoplejía en cualquier instante, pero quise explorar todas aquellas bifurcaciones que visualicé dentro de la guerra, aquellas decisiones que me conducirían a una gloria inmortal. ¿Había algún modo de evitar el conflicto? Antes de poder continuar, un fogonazo me devolvió a la habitación del baluarte. La jaqueca era tan intensa que sabía que podría desmayarme en cualquier momento. No había podido viajar por todos los futuros posibles, pero con lo que se me había mostrado durante aquellos minutos podía conseguir cualquier cosa, podría vivir la vida que quisiera. Sin embargo, sentí un vacío inmenso imposible de llenar y una indecisión que amenazaba con paralizarme para siempre. ¿Qué hacer cuando has visto las consecuencias de las decisiones que tomarás el resto de tu existencia, si has descubierto que no hay ninguna que te deje satisfecho? Antes de poder regodearme en aquella melancolía súbita, el gorgoteo de la criatura que tenía ante mí me recordó que había un sacrificio que hacer. Revisé la pieza de madera que acababa de extraer de la bolsa y descubrí que tenía dibujado un pictograma que representaba un cayado. ¿Un cayado? Temiendo que mi bastón estallara en llamas, lo arrojé al suelo. Sufrí al momento un crujido en ambas rodillas, acompañado de un dolor que no me derribó de milagro.
Pasaron los segundos y el bastón permaneció tirado sobre el polvoriento suelo sin sufrir cambio alguno. Sin embargo, un aullido me llegó desde varios pisos más abajo. Reconocí la voz de Viktor. En seguida recordé que este era uno de los caminos que se me acababa de mostrar. La visión colmó mis sentidos: el bocado de un batracio monstruoso que se llevaba todo lo que había de ombligo para arriba, unos intestinos que se desparramaban como mangueras de víscera alrededor de unas piernas que aún no eran conscientes de que solo quedaban ellas y que estaban a punto de caer… Vomité allí mismo, doblado sobre mi estómago. Descubrí por qué la clarividencia era más maldición que don.
Cuando me erguí de nuevo, la carnosa mano de tres dedos me mostró el segundo, dejando aún un tercero doblado sobre la palma. Ahora tocaba el segundo deseo, el que me daría más de lo que el ser humano pudiera soñar jamás. Guiado por aquella inercia endemoniada del rito que ya está en marcha y que no se puede detener, saqué la segunda ficha de la bolsa. De nuevo, me vi arrastrado a una dimensión de visiones y posibilidades. Sin embargo, esta vez el viaje fue mucho más lejano y vertiginoso.
No había tiempo para enseñar las consecuencias de la decisión banal de un mortal de corto e irrelevante pulular por el mundo. La escala era mucho mayor. Ya no importaba tanto aquella gran guerra europea. Hubo otras después. Una segunda, una tercera, una cuarta… Las grietas interdimensionales se abrieron. El planeta quería pasar a un segundo plano y los nuevos mundos querían tragarme, pero el ojo de mi voluntad se aferró con todas sus fuerzas a mi hogar. Conseguí que la corriente del universo no me arrastrara y permanecí sobre su superficie. Los seres que habían conquistado galaxias con la paciencia del que se sabe inmortal se abalanzaron sobre mi planeta. ¿Mi planeta? ¿De dónde era yo? Despojado de mis recuerdos, de mi ser, de mi alma, asistí a la llegada de aquellos entes compuestos de éter a una bola de tierra que había sido conquistada por unos simios que, poco después, se aniquilaron a sí mismos. Los viajeros de mundos sabían lo que ocurriría y solo tuvieron que esperar a que sucediese. Al fin y al cabo, la autodestrucción es inevitable para aquellos que creen en algo tan absurdo como la moral del universo. En cuanto murió el último de los simios, la gente del éter llegó y despertó lo que dormía bajo tierra, lo que dormía en el océano, lo que dormía congelado, lo que vivía en el núcleo. Entre todos, abrieron las trece puertas de los primigenios. Nyarlathotep cruzó la primera y me miró. Me miró. Me miró a través de los milenios. Me saludó de nuevo, como un viejo amigo al que acababa de conocer. Yo incliné la cabeza. Mi cabeza… ¿Yo tenía una? Sí, debía tenerla. Aquella parte de mi ser, aquello que en realidad no había dejado de existir aunque la alucinación me hiciese creer que sí, me ardía. Mi cabeza. Mi desmigajada cabeza.
Salté atrás mil, dos mil, tres mil, cuatro mil años… Me reencontré conmigo, con un hombre de setenta y pocos, que sostenía una pieza de madera. ¿Qué ponía allí? Era un símbolo arcano. El idioma no tenía por qué conocerlo, pero lo conocía. «Cordura», fue lo que leí antes de caer desconectado para siempre de mis sentidos.
El año sin primavera
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