Desde que llegué a Roanar, siendo niña, se instaló en mí esta sensación de sobresalto y de malestar en el estómago que siempre me acompaña. No fue por el sonido del viento, que durante el día suena como un vendaval, y durante la noche como el mar cuando rompe contra las rocas. No fue tampoco por el miedo a que la policía llame otra vez a nuestra puerta de madrugada, como pasó justo antes de mudarnos, la noche en que se llevaron a papá. Creo que es porque no quiero que me descubran, que comprendan lo que soy y, por tanto, lo que estoy a punto de hacer.

En cuanto llegamos a Roanar, mi madre se ocupó de conseguirnos nuevas identidades para que no pudieran relacionarnos con lo que fuera que hubiera hecho papá. Que, como ella me repitió muchas veces, no había sido nada malo. Y, como también me dijo una y otra vez, nosotras no podíamos hacer ya nada más por él porque su destino estaba en manos de Dios. Solamente podíamos hacer algo por nosotras.

Al poco de llegar, mi madre consiguió un trabajo como conserje en la universidad local con el que ganaba lo suficiente como para mantenernos. Creo que le ayudó a encontrarlo alguno de sus antiguos amigos del trabajo. Antes de nuestra mudanza, ella también había trabajado en otra universidad, pero como profesora.

Recuerdo que le llevó dos días enteros enseñarme cómo pasar las pruebas de selección del colegio Runig, que estaba justo enfrente de nuestra nueva casa, y que tenía fama de ser el mejor de la ciudad. 

Nos habíamos instalado en uno de los apartamentos del sexto piso de un edificio muy antiguo, de techos altos y ventanales gigantes, que seguramente fue señorial antes de los tiempos de la Revolución. Desde las ventanas de nuestra sala de estar se veía el colegio entero, con su edificio principal de ladrillo rojo, con ribetes blancos alrededor de las ventanas, y su patio de cemento gris. Aunque lo miraba desde arriba, y veía cómo los pocos árboles que sobrevivían en las jardineras de alrededor del patio se combaban en una dirección y en otra, porque el viento soplaba fuerte y no paraba de cambiar, la visión del edificio me hacía retroceder. En sueños, se acercaba a una de las ventanas de mi salón y me absorbía.

Pasé las pruebas y me incorporé a mitad de curso. Me pusieron con otros niños de mi edad, que no me recibieron bien. No me maltrataban ni se reían de mí; simplemente, me ignoraban. Supuse que no estaban acostumbrados a que llegaran niños nuevos a la ciudad.

Sin embargo, las clases me resultaban fáciles, más incluso que las de mi colegio anterior, y eso me aseguraba cierto respeto por parte de los profesores, que, con el tiempo, se fue contagiando también a mis compañeros, que empezaron a responder a mis saludos y a contestar a mis preguntas de cortesía. 

El colegio me fue absorbiendo poco a poco, no de golpe, como en mis sueños. Un día me descubrí entrando con mi paso perfectamente sincronizado con el de los demás, desatándome el gorro y sentándome en mi silla exactamente a la vez que mis compañeros. Incluso, al volver a casa, pude comprobar en el espejo del baño cómo mi piel se había aclarado y mi pelo se había oscurecido, de forma que tenían justo el mismo tono que el de todos los demás alumnos del colegio. Su uniformidad física me había asombrado la primera vez que entré allí, aunque enseguida descarté la idea, convenciéndome de que era un efecto de la falta de sol en la ciudad y del gris oscuro del uniforme, que todo lo impregnaba. 

En cuanto se terminó de operar mi cambio físico, resultó que, al llegar al colegio, ya no tenía que esforzarme para participar en las conversaciones, pues mis compañeros me incluían de forma natural. Al poco tiempo, me invitaban a jugar con ellos en la calle, a la salida. A pesar de la sensación de malestar que siempre me acompañaba, me sentí muy feliz.

A veces, por las tardes, subía a alguno de mis nuevos amigos a casa y mi madre, contenta con mi adaptación, nos servía limonada y nos dejaba el salón para nosotros. Yo entonces descorría las cortinas de las ventanas para que entrara algo más de luz gris desde la calle y para que pudiéramos ver el colegio desde arriba.

Uno de los habituales era Miguel. Era un niño muy popular que había decidido por su cuenta hacerse amigo mío. Yo, en aquel entonces, no entendía muy bien por qué era popular ni por qué se había hecho amigo mío, pero estaba agradecida. Cada vez que subía a mi casa charlaba incesantemente. Me encantaba escucharle, me animaba, me hacía sentir mejor. En una sola tarde era capaz de informarme de todo lo acontecido en el último mes entre nuestros compañeros de clase. Parecía saber todos los secretos. Cuando hablaba, se limitaba a describir los hechos con bastante gracia, y siempre sin ser cruel con ninguno de los implicados. Esa capacidad que tenía era lo que más me impresionaba de él. Eso, y que era diferente de nosotros. No era tan pálido, no tenía el cabello tan oscuro. 

Un día me armé de valor y le pregunté:

– ¿Cómo te las arreglas para estar siempre un poco moreno?

– Ah… un secreto a cambio de otro… – respondió.

– Está bien, pero no lo cuentes por ahí. ¿Qué quieres saber?

– ¿Por qué no está tu padre con vosotras?

Se me llenaron los ojos de lágrimas.

– Murió. No me gusta hablar de ello.

– Perdona, no sabía… ¿quieres que me vaya?

– No, no pasa nada – me recompuse, me volví a poner la máscara que tan bien me funcionaba – Eso sí, dime lo tuyo. Un secreto a cambio de otro.

– Ah, es una tontería. Algunos fines de semana voy con mis padres a una casa que tienen en el campo, en una zona donde hace mucho sol. No todos los sitios son como Roanar – sonrió.

«Es verdad», pensé, pero no dije nada. Bastante había dicho ya. Donde yo vivía antes con mis padres siempre hacía sol, y no soplaba ni una brisa. No podía generalizar desde mi experiencia, pues solo conocía mi antigua ciudad y ahora Roanar. Viajar era muy caro, y estaba reservado para las élites. Pero había leído en los libros de geografía que, desde que tuvo lugar el gran calentamiento, justo antes de la Revolución, se habían generado muchos climas locales distintos y extremos en zonas relativamente cercanas.

En la ceremonia de cierre de aquel curso me designaron para recitar los principios de la Revolución. Era un privilegio reservado a los mejores estudiantes. 

– Enhorabuena, chica lista – me había dicho Miguel, justo al salir. Le acompañaban sus padres, que sonrieron y también me felicitaron. Iban los dos muy elegantes y, al igual que su hijo, tenían un aspecto un poco diferente.

Curso tras curso, se repetía esta misma escena de la ceremonia de cierre. Sin embargo, los que íbamos cambiando éramos nosotros. Al llegar al último curso ya teníamos diecisiete años, y yo ya no necesitaba esforzarme para ponerme la máscara que oculta lo que soy. Con el pelo perfectamente trenzado, el gorro para el viento atado a la izquierda, el uniforme gris y un poco de maquillaje, parecía la encarnación de la alumna perfecta del Runig.

Después de la ceremonia, Miguel nos invitó a los más íntimos al café más elegante y caro de la ciudad. Bajo la luz amarilla de sus lámparas de araña, nos prometimos seguir en contacto y apoyarnos los unos a los otros cuando tuviéramos necesidad. También bebimos absenta en abundancia, e hicimos ciertas tonterías que ahora mismo prefiero no recordar.

Completé la Universidad por la vía rápida, privilegio exclusivo de los alumnos del Runig. Tras licenciarme en Derecho y Procedimientos, empecé a buscar trabajo en la alta administración y, a los pocos días, me llamaron para una entrevista en el Edificio Central del Gobierno.

Me recibió una encargada de Recursos Humanos con un traje gris de excelente factura, parecido al mío, pero que lucía unas ojeras moradas que traspasaban la capa de maquillaje con que había intentado cubrirlas. Hablaba bajo, como si le faltara energía. Repasó mi currículum y yo le fui confirmando y explicando los detalles. Por fin, me dijo que me pasaba con el responsable del área para la que me estaban entrevistando, el señor Torre. Entonces salió de la sala y me dejó allí sola. Toda la habitación era gris, incluido el techo, a excepción de la mesa y los dos sillones, que eran de color marrón oscuro. No había ningún adorno. No se oía nada, era como si la sala estuviera insonorizada. Por fin se abrió la puerta a mi espalda y, antes de que pudiera alcanzar a ver quién entraba, oí una voz familiar:

– Bienvenida, chica lista.

Era Miguel.

– No me digas que tú eres el señor Torre…

Cerró cuidadosamente la puerta, vino hacia mí y me abrazó muy fuerte. Como la noche de final de curso. Yo me dejé querer. Ese mismo día firmé mi contrato en el Edificio Central.

Llevo ya en este puesto un par de años. Ahora, por fin, ya no soy una niña, sino una mujer joven que ha sabido sacar partido de las oportunidades que se le han ido presentando. Ya no solo trabajo para Miguel, sino que también tengo reuniones periódicas con el director. Es un hombre mayor, fuerte, muy temido en el edificio. La encargada de Recursos Humanos que me entrevistó trabaja directamente con él. Yo trato de no mirarle mucho a los ojos cuando me llama a su despacho; creo que lo prefiere así. La reuniones que tenemos son para que le informe de mis actividades, cosa que podría preguntarle a Miguel, y para que le asesore sobre la regulación de ciertos procedimientos criminales, que es el campo en el que me especialicé durante mis estudios.

En cuanto empezó a llamarme a su despacho, Miguel me advirtió:

– Mucho cuidado con ese hombre, no me gusta nada que se reúna contigo de esta manera.

– ¿Es que sabes algo de él en particular? – le pregunté, tratando de disimular mi nerviosismo. Nunca antes le había visto así de celoso.

– No sé nada concreto. Y he intentado averiguarlo, créeme. Pero, por las cuestiones que dices que te consulta, ya sabes a qué se dedica… Y no tardará mucho en ofrecerte algún puesto de poder, lejos de mí.

– Ya. Tranquilo, tengo la situación controlada.

– Espero que así sea.

El director suele invitarme a su despacho una vez a la semana, los viernes.  A pesar de su fama de persona desagradable y cruel, a mí siempre me trata con una educación exquisita:

– Señorita, ¿qué opina de este caso? ¿Cómo cree que podríamos proceder?

Yo trato de darle todas las opciones, sin guardarme nada. Él me escucha con una atención exagerada. En su despacho siempre hay tanto silencio como en la sala de las entrevistas. Yo levanto mi vista hacia él de vez en cuando, y enseguida la vuelvo a bajar.

Desde que tengo reuniones con el director, han vuelto las pesadillas habituales de mi infancia. La mudanza apresurada, dejando todos mis juguetes atrás. Yo llorando y temblando, sin poder parar. Mi madre repitiendo una y otra vez que solo podemos hacer algo por nosotras. El colegio absorbiéndome a través de la ventana.

– Excelente trabajo, señorita. Si sigue así, llegará lejos. Yo mismo me encargaré de promocionarla.

– Muchas gracias – respondo, tratando de disimular el temblor de mis manos.

No me atrevo a decírselo a Miguel. En cambio, me decido a preguntarle lo que llevo dos años esperando saber:

– Necesito pedirte un favor. Pero tienes que guardarme el secreto.

– Dime.

– ¿Me prometes que guardarás el secreto?

– ¿Has vuelto a tener diez años, como cuando nos conocimos? Claro que sí, no diré nada.

Le doy el papel.

– Este es el nombre completo de mi padre. Fue detenido por la policía política.

Su cara es un poema. Me atenaza la sensación de malestar y sobresalto.

– Dios mío… ¿por qué no me lo habías dicho hasta ahora? ¿Tan poco te fiabas de mí?

Me tapo la cara y se me mojan las manos. Miguel me las aparta y me seca las mejillas mientras tiemblo. Se aparta de mí un momento, oigo el clic del cerrojo de la puerta de su despacho. Vuelve, y me obliga a sentarme en su sofá.

– ¿Qué quieres que haga? ¿Que averigüe lo que pasó con él? – pregunta.

Yo asiento con la cabeza. No me salen las palabras.

Miguel se sienta en su sillón y empieza a teclear en su ordenador. Al poco, vuelve al sofá. Yo no me he movido ni un milímetro de donde me sentó, y no me atrevo a mirarle a la cara.

– Lo siento mucho. Figura como muerto la misma noche de su detención.

Al día siguiente es viernes. El director me llama a su despacho. Como es habitual, le llevo la taza de café que me da su secretaria. Mientras avanzo, con nadie de frente y con Miguel justo detrás de mí, fingiendo que me tiene que decir algo en el último momento, hago el pequeño gesto de levantar la piedra de mi anillo y dejar caer un poco del polvo plateado que me ha dado mi madre sobre el café del director.

Nuestra reunión transcurre como siempre, a pesar de que no paro de imaginármelo vomitando, siendo llevado al hospital, retorciéndose de dolor hasta que le conecten la morfina, perdiendo el pelo, quedándose paralizado. Le hubiera destrozado con mis propias manos, llenando de sangre todo su despacho, segura de que nadie podría oír sus gritos a través de las paredes insonorizadas. Pero he tenido que dominarme, porque Miguel me juró ayer que, llegado ese caso, no me apoyaría.

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