Se preparó para salir sin saber muy bien adónde iba. A veces lo hacía por costumbre, otras por necesidad. Esa noche, simplemente, no quería seguir esperando. Esperar mensajes, esperanzas, excusas, gestos tibios. Había pasado tanto tiempo esperando algo de los demás —de sus amigas, de Tomás, de la vida misma— que ya ni recordaba cómo era actuar sin mirar el reloj de otro.

El teléfono seguía mudo sobre la mesa…

Entonces entendió que el silencio también es una respuesta.

Tomás había sido su refugio durante un tiempo, pero se había vuelto una casa sin puertas ni ventanas. Lo quería, claro, pero había dejado de verlo como compañero. Ella necesitaba un cómplice; alguien que la impulsara a hacer, a moverse, a probar. Juntos. No un testigo pasivo de sus intentos. Queria alguien con quien compartir los momentos y deseos mas locos. Pero Tomás, con su aire bohemio y su guitarra gastada, parecía vivir en otro compás.

A él le alcanzaba con estar; a Bianca no.

A sus treinta y ocho años, la idea de empezar de nuevo en un mundo incierto, de bares, de modas vacías y fugaces para tener una cita, la agotaba solo de imaginarlo. Dedicarse a la música era un sueño hermoso, pero ella ya sabía que no todos los sueños se sostienen con amor. A veces se necesita disciplina, y otras, simplemente, otro tipo de vida.

Esa tarde le escribió a sus amigos.

—¿Nos vemos en algún bar? Podríamos ir a algún piano bar, que ahora está de moda, y ver qué onda.

Estuvieron toda la tarde casi sin emitir opiniones. Las chicas parecían no tener ganas de salir de casa, así que Bianca, sin muchas explicaciones que dar ante semejante acto de indiferencia, puso algo de música que la inspirara a elegir un lugar, se vistió y salió. Llevaba un total black que realzaba sus rulos colorados y le daba una onda que le encantaba cuando se miraba al espejo. Salir sola implicaba vestirse igual que si lo hiciera acompañada; siempre decía que una debía estar conforme consigo misma, aunque la salida fuera en solitario. Usaba medias largas negras, otras de algodón blanco encima, y borcegos, una pollera de cuero y una remera con estampas rockeras. Decidió cortar con tanto negro sumando una campera de corderito blanco, casi como un tapado. Agarró su cartera, encendió la tuca que quedaba en el cenicero y salió, saludando brevemente y a la distancia a Tomás, que cantaba con sus auriculares puestos.

Salió a caminar por Palermo, como si el barrio fuera una extensión de lo que quería sentir: liviandad. Ahí todo tenía una estética casualmente cuidada: las mesas estilo vintage en la vereda, la música que se colaba desde las ventanas, los diarios viejos convertidos en decoración de calles empedradas. En cada ventana parecía haber una realidad diferente, mientras que en algunas calles solo encontraba oscuridad y silencio. 

La gente vivía, y lo hacía a su manera. 

Le gustaba mirarla reír, pasar de una charla profunda a una pavada, compartir una cerveza o un fernet en una botella cortada que circulaba de mano en mano. Ese tipo de espontaneidad la llenaba. Admiraba desde lo más profundo esa liviandad con la que cada uno estaba en su propio mundo, sin importar el qué diran.

Todo era colorido, vibrante, como una película europea antigua: estampados imposibles, banderines colgados en la entrada de alguna casa, el humo de la marihuana, y conversaciones que se mezclaban con la música de fondo. Bianca amaba esa sensación de que nada estaba del todo planeado, pero todo funcionaba igual. Los planes “de entre casa”, decía ella. Donde uno podía llegar, quedarse o irse, sin dramas ni tantas explicaciones.

Y entre una risa y otra, pensó que tal vez eso era la libertad: dejar de esperar que alguien te invite a tu propia vida.

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