Aquella mañana, el periodista entró a la sala de redacción con la calma de siempre. Le habían encargado escribir una nota rutinaria sobre los nuevos candidatos de un partido político. Nada especial, pensó. Encendió su computadora y descargó las fotos oficiales. Eran rostros conocidos: viejos congresistas, figuras polémicas, nombres que regresaban una y otra vez, como ecos de un pasado que el país parecía incapaz de enterrar.
Mientras editaba las imágenes, notó algo extraño. En una de las fotos grupales, un rostro —el de una mujer sonriente— parecía moverse ligeramente cada vez que la miraba. Parpadeó. La sonrisa se ensanchó apenas, casi imperceptible. El periodista rió nervioso y volvió a la lista de nombres. Pero no recordaba haber leído ese nombre antes. Volvió a la foto: la mujer ya no estaba allí.
Abrió el archivo de nuevo. El retrato se había reconfigurado. Algunos rostros desaparecían, otros emergían con nitidez. En el fondo, un grupo de sombras parecía observarlo desde detrás del logotipo naranja.
El reloj marcó las seis. La pantalla parpadeó. Un nuevo documento se abrió solo: “Confirmar su postulación”. Abajo, su nombre ya estaba escrito.
El cursor titilaba, esperando su aceptación.
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