Torre de medianoche

Torre de medianoche

La niebla cubría prácticamente toda la plaza. Tan sólo la cruz de piedra aparecía entre la bruma y anticipaba la fachada de la imponente iglesia que se encontraba detrás. Los pocos transeúntes que deambulaban a esas horas se dirigían ya a sus casas, como negros fantasmas que huyen a refugiarse en sus ataúdes de terciopelo. El señor Canton llegó el primero, se acercó a la cruz y esperó a que llegara el resto. Periodista de profesión, astuto y sagaz, bastante joven e impulsivo. Sacó un cigarrillo del bolsillo y lo encendió con la mano temblorosa. El señor Torre lo vio desde su ventana en el ático que daba directamente a la plaza. Desde allí podía vigilar casi la totalidad de las calles que desembocaban en la iglesia. Se puso el gabán, el sombrero y bajó.

– Buenas noches, señor Canton ¿lo tiene?

– Sí, lo tengo, respondió sorprendido por la frialdad de sus palabras. Siempre le había resultado una persona con aire siniestro, a pesar de su rostro anciano y su cuerpo ya malogrado que le daban un aspecto agradable y confiado.

– Disculpe mis modales, se excusó el señor Torre como si leyera sus pensamientos, pero el asunto es de máxima urgencia.

– Lo tengo aquí, dijo mostrando un maletín viejo de cuero, gastado por los bordes, que sujetaba con extremada fuerza.

    La Sra. Alcazaba apareció de improviso saliendo de una calle aledaña. Historiadora, joven y de una cierta belleza, llevaba el pelo alborotado, las mejillas sonrojadas por el esfuerzo y caminaba con paso rápido. Sus ojos despedían miedo y angustia y casi se abalanzó sobre el señor Cantos cuando se llegó hasta ellos.

    – ¿el señor Yelmo?, preguntó el anciano.

      Los jóvenes cruzaron una mirada esquiva.

      – No lo consiguió, dijo por fin exhalando humo.

      – Bien, subamos. Allí podréis contarme lo sucedido.

        La puerta del ático daba directamente al salón, una amplia sala donde se esparcían muebles, libros, sillas… un par de puertas indicaban la presencia de un baño y una cocina. La luz era tenue, exangüe, mínima, casi no alcanzaban a verse los rostros. El señor Canton se fijó en las raras inscripciones, símbolos y grabados en el dintel y jambas.

        – Arcanos de protección, le informó el Sr. Torres.

          Una vez sentados, al calor de la hoguera que crepitaba suavemente, el anciano les pidió que le contaran los hechos.

          Todo había ocurrido casi según lo previsto. El joven periodista se había infiltrado en la supuesta secta religiosa a través del contacto que el Sr. Torres les había proporcionado. No le costó mucho habituarse a la gente, era afable y divertido. Explicó que sentían adoración por una especie de dioses primigenios venidos del mundo exterior y que habitaban en los océanos. Lo que al principio le pareció una simple locura colectiva fue tomando forma en su interior. Los cánticos, los rezos, aquellos tomos antiguos tenían un aire extraño, mágico, como si no fueran de este mundo. Tuvo que armarse de valor y coraje para soportarlo. Cuando se veían, la joven historiadora le procuraba consejos y lecciones sobre los posibles orígenes históricos de aquellos libros, los dioses antiguos y las culturas milenarias… aunque nada de eso lo tranquilizaba en verdad. El temido día llegó por fin. Iban a invocar a aquella criatura. El escepticismo inicial se había transformado en miedo irracional, en creencia, la cordura se les escapaba entre sueños. Se dirigieron todos a la cueva donde procederían con la ceremonia. Llevaban el libro, los atuendos, toda la parafernalia. Como habían quedado informó a la historiadora y al señor Yelmo de la ubicación del ritual. Alto y fuerte, exmercenario, expolicía, asesino sin remordimientos. Comenzaron los cánticos, la invocación, el ambiente era ominoso, el aire pesado y cálido. El plan, salir de allí con el libro, pero todo se torció. Cuando los sectarios se resistieron el Sr. Yelmo sacó la Thomson de debajo del gabán y comenzó a disparar. Ruido, confusión, caos… tan sólo el tiempo justo para sustraer el tomo.

          El Sr. Torres había escuchado el relato casi sin pestañear, mirando al fuego, asintiendo sólo de vez en cuando o negando ligeramente con la cabeza.

          – ¿Qué ocurrió con Yelmo?

          – Algunos entraron por detrás y lo sorprendieron. Le quitaron la metralleta y se lo llevaron. Intentamos ayudar, pero nos fue imposible.

          – ¿puedo ver el libro?

            El Sr. Cantón lo miraba preocupado, su rostro no expresaba ningún sentimiento, ni tan siquiera tras enterarse de la posible muerte de su compañero.

            – Sí, claro. Aquí está.

              Abrió el cierre de la cartera, retiró la solapa. Apareció el lomo del viejo volumen. Lo sacó despacio como si se fuera a romper. El sonido del roce con el cuero era insoportable, pareciera rechinar, gritar, un sonido al límite de lo perceptible. Cuando lo hubo sacado completamente la luz de la sala se difuminó, el ambiente se hizo opresivo, ominoso, parecía aplastar la realidad, combarla hacia otro plano de existencia. El brillo en sus ojos delataba el placer que estaba sintiendo.

              – Pero, por favor, soy un maleducado, les prepararé algo de beber, mientras guardaba el libro.

                Recostados en el diván, más tranquilos, los jóvenes tomaban la bebida caliente. Parecían agotados, exhaustos.

                – ¿Cómo fue estar en su presencia?, dijo de repente el Sr. Torres.

                – ¿Cómo?, respondieron ambos.

                – Tuvo que materializarse, antes de que robarais el libro.

                – No llegamos a ver nada, tan sólo una sombra como de tentáculos… dijo el Sr. Canton.

                – Gritaban su nombre como locos, gritaban algo como Ktu…

                  El Sr. Torres no dejó a la historiadora acabar la frase.

                  – No pronuncie su nombre, lo mancilla, maldita furcia.

                  – Pero ¿Qué le ocurre?, ya se levantaba para defender a su amiga.

                  – Siéntese, le ordenó y cayó de nuevo sobre el diván.

                  – Ahora el libro es mío de nuevo. Seré yo quien invoque su poder. Lo traeremos de vuelta como siempre tuvo que ser. Mataremos a cualquiera que se interponga y a cualquiera que no haya comprendido el mensaje. El tiempo de las profundidades y los abismos está más cerca.

                    El Sr. Canton y la Sra. Alcazaba yacían muertos. La sonrisa maliciosa y satisfecha del anciano anunciaba su regocijo. Se rascaba la nuca notando la pequeña marca de los seguidores de Ktu… no se te ocurra pronunciarlo.

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