Helmer nunca mencionaba el tema de Lucy cuando Bimo venía a darle clases o les pagaba por el agua limpia. El trato se desarrollaba de forma objetiva. Lucy nunca se mencionaba; el dueño de la tienda seguramente ya era consciente de que era cómplice de un acto ilegal. Y que un coolie llegara a delatarlo por tener escondida a una esclava… ni siquiera concebía tal idea. No hacía caso de la incipiente cercanía entre su sirvienta y el joven, y esperaba que éste actuara con prudencia, de lo contrario, la policía lo escucharía a él antes que a un coolie harapiento. No obstante, Helmer Wood dejaba bien claro a quién pertenecía la niña. Desde que el joven le había llevado las primeras comidas, la esposa del dueño de la tienda los vigilaba. Bimo se había dado cuenta y por lo general, ésta dirigía una mirada relajada a Bimo cuando hacía un gesto a la chica y Lucy la seguía al interior del godown. El mensaje era claro: Helmer no la aprisionaba, no lo necesitaba. Ella estaba allí y era suya. Y él, Bimo, quizás había cometido un grave error.
A Bimo esto lo sacaba de quicio.
—Hay veces en que de nuevo me mira como si no me conociera—se quejó a Mei Ying, cuyas visitas eran frecuentes, como había prometido—, y eso que me esfuerzo. Ayer hasta me preguntó nuevas palabras…
Desde que Bimo se ocupaba de ella, también algo cambió en la relación de ambos. Lucy por fin no necesitaba levantar su guardia cuando estaba cerca de él, y cada vez que la señora Wood los veía juntos, le decía que «my friend» le enseñaba inglés; sus amigos no pararon de preguntarle en todo el día porqué sonreía tanto.
—¿No es un día hermoso? —comentó en medio del almuerzo.
—¡Se viene una tormenta!—replicó Tan.
Lentamente, Lucy lograba expresarse mejor en inglés y casi siempre preguntaba a Bimo el significado de nuevas palabras, algunas algo extrañas que le hacían preguntarse en qué contexto su amiga las habría oído: «pig», «lazy»… Concluyó en que Helmer debía llevarse unas tundas tremendas cuando estaban solos él y su mujer. Pero «paddy» fue la más rara de todas, aunque quizás se atribuía a porque incluso él desconocía si “arrozal” tenía un doble significado para los bule; pero Lucy le juró estar muy segura de haberla oído tal cual así.
Mei Ying se reía.
—No sé qué pretendes queriendo liberar a esa pobre chica. ¡Ninguna chica lo es!
—¿Cómo así? —preguntó Bimo.
—Todas las mujeres son en cierta forma esclavas. De niña, le perteneces a tus padres. De adulta, a tu esposo. Y si este muere, le perteneces a tu amo. Lucy no agradece, el ang moh no pregunta.
Bimo siguió esforzándose, hasta que la extraña rivalidad entre el dueño de la tienda y el joven por la huérfana de ojos grises perdió de repente importancia.
Sin embargo, había un camino que podía resolverlo todo: sacar a Lucy de aquella tienda y llevársela con él. No después. Ahora, a un año por fin terminado de su Merantau. Era el camino de la honradez; o la dejaba de ayudar o la llevaba consigo.
—Pero ¿no te parece, Tan, que sería lo mejor?
Había hecho de Tan su nuevo confidente. Quería a Mei Ying casi como a una hermana mayor, pese a la clara diferencia de edad, pero no se atrevía a hablarle de su plan, convencido de que a una mujer así, que sólo pensaba en la maldad masculina, era ridículo hablarle del viaje de dos jóvenes que ni siquiera estaban casados. Así pues, y casi a su pesar, era a Tan, espíritu despreocupado, a quien comenzó a dirigir sus reflexiones.
Sin embargo, cuando le confesó su propósito de sacar a Lucy de aquella tienda, para llevársela a vivir con él, dio un respingo:
—¡Pero, Bimo, estás loco!
—¿Por qué? —preguntó Bimo, asustado.
—¿De dónde diablos sacas tantas cosas y hasta cuándo te vas a llevar pensando en eso? Me parece que estás poniéndote tonto… ¿Para qué quieres sacarla de allí?
—Para que viva mejor…
—Pero, hombre, por…, no digas tonterías… Uno se lleva una mujer a su casa cuando no se puede hacer otra cosa; pero a ti no te sucede eso. ¿Piensas casarte con esa chica?
—No, yo solo…
—Y si no quieres ni piensas que sea tu mujer, ¿para qué la quieres entonces? ¿Para querida? Ya lo es, sin necesidad de que vivas con ella.
—¡No es querida de nadie! —respondió enfadado. Pronunció “querida” con dificultad, como si dijera algo obsceno—. Pero es que sufro pensando…
—Pero si eso que piensas ahora debías saberlo desde el principio. Uno sufre cuando las cosas suceden o van a suceder; pero cuando han sucedido siempre o hace tiempo que sucedieron… Además fíjate de quién se trata y no seas niño.
—Hay que ayudarla; quiero hacerlo…
—¡Qué vas a querer tú! Estás… entusiasmado con ella y la olvidarás tan pronto como conozcas otra. A todos los hombres les pasa lo mismo con la primera mujer…
—¡Solo quiero ayudarla! —Bimo sintió que ardía hasta las orejas—. Trabaja bien; si está dispuesta a valerse, la llevaré a mi aldea…
—Ya. En tu casa debe de haber espacio de sobra.
Era la sencilla voz de la cordura humana; pero esta voz no fue para Bimo sino la voz del egoísmo. Desconocía aún la vida. No comprendía las cosas como Tan, aunque tampoco sabía claramente cómo las comprendía él mismo. Olvidaba que las casas en Minangkabau no estaban disponibles para los hombres que quisieran llevar a su esposa a vivir allí. ¿Dónde pondría a Lucy? Para Lucy, una mujer no Minangkabau y sin parientes exactos, por supuesto que Bimo podía llevarla como visita a la casa de sus parientes, aunque dicha casa estuviera dividida para hermanos, sobrinas y sobrinos con sus respectivos esposos. Pero no era costumbre que un hombre llevara a su esposa a la casa de sus parientes.
Acorralado y sin opciones, Bimo prefería tratar con Meerna Wood. Molesto con Helmer por aprisionar a su amiga, pese a sus arrebatos, la mujer del dueño de la tienda era más fácil de tratar. Bimo estaba atrás del mostrador junto a la Mem, esperando a que Tan acabara de llenar el barril mientras él recibía el pago. Pero la atención de ambos estaba en Helmer.
Con un vestido azul cielo, una joven mujer rubia hacía un pedido. Su piel era lechosa y sonreía con sus labios llenos cada vez que se dirigía al vendedor. Pero si la mujer solo estaba ocupada eligiendo los productos para su alacena, Helmer no le quitaba los ojos de encima. Bimo dirigió una mirada inquieta a Meerna Wood. Se veía un poco mejor a comparación de semanas atrás, pero luego rascó constantemente una picadura en su cara, hasta enrojecerse y sangrar. Bimo iba a detenerla, cuando la mujer rubia pidió unas ramas de canela y Meerna detuvo aquel movimiento inquietante para atenderla.
Le envolvió las ramas de canela en papel, mientras esta hojeaba un librito, ignorando las miradas duras de la esposa del dueño.
Al pagarle a Helmer, la mujer lo contempló durante un rato.
—Su cara me parece conocida—le dijo pensativa.
—Me dicen que me parezco al Cónsul—dijo Helmer, alisando su perchera.
La mujer se rio.
—¡Imposible! El Cónsul es mucho más buenmozo—dictó airada.
Bimo tuvo que huir al rincón o de lo contrario Helmer lo descubriría riendo. Meerna por su lado se deshizo en risas frente a los dos sin ninguna pena.
Helmer recibió el dinero con los hombros caídos, mientras la señora Wood se despedía de la clienta.
Le sonrió cortésmente al despedirse, hasta que no quedó más gente a la vista (la mujer se reunió con dos de sus sirvientes nativos) y la sonrisa se le borró.
—No soporto verlas—le confesó a Bimo—. La mujer es de lo más vulgar. ¿Lo ves?
Le señaló a la mujer rubia. Bimo la miró, pero creía que aquella mujer era bonita. Más joven que Meerna, pero bonita.
Meerna sacudió la cabeza.
—La veo cada vez que voy a la iglesia—le dijo—. Lo juro. Siempre la veo. Se llama Grace Ellsworth. Desconocidos hacen fila para invitarla a un paseo en carro. Y, simplemente, no veo por qué. Una rubia. Puede que sea eso. A los hombres les gustan las rubias. Pero, qué demonios, Lucy tiene el pelo negro. Y el pelo de Lucy es mucho más bonito que ese, ¿no crees?
Bimo lo pensó. Estuvo de acuerdo con ella.
—Realmente, no lo entiendo—repitió, frunciendo el ceño—. Lucy es, sin lugar a dudas, mucho más bonita que ésa. Muchísimo más bonita.
—Claro que lo es —dijo Bimo, mientras verificaba por la puerta entreabierta que Tan ya había abandonado el último cajón.
—El mundo está loco —afirmó Meerna—. Realmente, no tiene ningún sentido.
Todavía miraba a la mujer y sus sirvientes salir cargados de paquetitos de papel. No se volvió a mirar a Bimo, solo a la mujer.
Lucy no salió a saludarlo y Bimo se preguntó dónde estaría.
—La mandé al correo en la mañana. —Meerna le dio la propina de siempre, aunque sin voltearse hacia él, como si él no estuviese en realidad ahí.
—¿Al correo? —Bimo se asustó—. ¿Pero no deberá hablar con nadie?
La mujer rubia se había ido ya. La señora Wood se encogió de hombros.
—Solo fue a dejar un sobre. —Suspiró girando su cuello, emitiendo algunos crujidos poco saludables—. Mejor váyanse, queda tanto por hacer…
Les quedaba la última hora del día para vender agua, así que salieron de ahí despidiéndose.
Una nube de tierra se levantó de golpe y los kulis se protegieron los ojos. Bimo volteó cuando el viento amenazó con pinchar sus ojos con gruesos granitos de tierra…
Lucy salió al callejón. Abrió la puerta, se asomó por un breve instante entre las sombras, tan ténue y breve como un espectro, pero Bimo la reconoció. Le intrigó no haberla visto llegar a la tienda, aunque Tan se ocupó del godown…
—¿No viste a Lucy cuando entraste al godown?
—Sí, andaba por ahí en un rincón…—Le pareció que el hombre se succionaba el labio, como cada vez que ansiaba su pipa. Le dirigió una risa pícara—. Ni preguntó por ti. ¿Pelearon de nuevo?
¿Meerna Wood le mintió? ¿O Lucy no querría verlo y le pidió a la mujer mentir por ella?
Por ese entonces ya sabía que Lucy no dominaba el mismo nivel de inglés que él, pero no llegó a pensar que Meerna Wood no sabía hablar bahasa melayu como para que ambas mantuvieran una conversación.
Ya no sabía qué más pensar de los Wood como ya no sabía qué pensar de Lucy. Solo tres días después, regresó a la tienda, recibiendo la misma excusa de que Lucy estaba fuera.
Bimo salió de ahí antes de que la Mem lo agarrara con sus acercamientos extraños, cada vez más pegajosos.
—Pero acabas de llegar, ¿no tienes sed? —Se aproximaba a él, casi pegando su pecho contra él.
—No, Mem. Hasta luego—Bimo retrocedió sin quitar sus ojos de ella hasta la salida, como si al apenas girarse fuera a capturarlo en un violento abrazo por la espalda, como los monos del lago Maninjau a sus crías.
Ya estaba afuera cuando, solo en toda norma, se le ocurrió una idea y se dirigió al callejón.
Pegó la oreja a la puerta del godown.
—Lucy…—musitó.
En un principio, le incomodaba la idea de entrar a la fuerza, pero Bimo se llenó de inquietud cuando apenas tocó la madera y la puerta se abrió por sí sola, liviana como el papel.
Dentro solo había una profunda oscuridad. Llamó a su amiga una vez más antes de abrirse paso en el laberinto de contornos. Allí, el extraño aroma de meses seguía siendo fuerte. Pero en ese momento percibió un nuevo olor: el de los objetos chamuscados. Sus ojos todavía se acostumbraban a la oscuridad, cuando tropezó con algo metálico y el sonido debió alertar a los dueños. Bimo se petrificó en su sitio sin respirar, queriendo fundirse en la negrura.
La puerta de la tienda permaneció cerrada y exhaló. ¿Qué estaba haciendo? Parecía un ladrón y encima Lucy ni siquiera estaba en la bodega. Tal vez se había dejado la puerta abierta… por lo que la Mem no había mentido. La vergüenza le pesó como las grandes canastas de carbón de River Side. Solo pensaba en tonterías.
Dio unos pasos para irse, repitiéndose el sonido metálico. La tenue luz del callejón apenas le permitía ver el objeto que golpeó, pero las otras dos cosas que descubrió le helaron la sangre. Dos muñecas de madera, con una de ellas atado un pedacito de tela del vestido rasgado de la Mem.
Los ojos de Lucy lo miraban a través de un tenue rayo de luz cayendo del techo. Su cuerpo se perdía en la oscuridad, dando la ilusión de que su cabeza flotaba. Despeinada y con el sarung hasta el pecho, parecía sorprendida de hallarlo allí…
—¡Oh, Bimo! ¿Sigues aquí?
La Mem
llegó tambaleándose como una bestia a punto de embestirlo.
Bimo movió sus piernas hacia la salida en una carrera precipitada y torpe:
—¡Lo siento! ¡A-adiós…!
Lo último que escuchó fue los gritos de la mujer mayor insistiendo que esperara, hasta llegar a la seguridad de la luz de la calle.
No entendía qué acababa de pasar. Sabía que su miedo no había sido que lo descubrieran: nunca pensó que llegaría a tener miedo de la Mem. Pero Lucy le pareció un fantasma.
OPINIONES Y COMENTARIOS