Cuando le digo a mis compañeros de clase que en mi casa está Concha, la vecina del tercero que murió por un aneurisma cerebral, no me creen. Pero igual que digo Concha, digo Diego, el dueño del bar de la avenida que fue atropellado el mes pasado. Nada, piensan que es cosa de mis rarezas, que me lo invento. Dicen que me emociono demasiado viendo Miércoles Addams en Netflix o que es solo una pose propia de las paliduchas que visten de negro y se hacen llamar “góticas”, pero ni veo a esa mequetrefe en la tele ni visto como si fuera una morcilla satánica. Mi profesora me explicó que la muerte es algo más serio de lo que pienso, que no puedo ir por ahí diciendo esas cosas, pero si supiera las muertes que le he imaginado, a lo mejor preferiría no provocarme.
Cuando digo que los muertos están dentro de mi casa es porque su polvo en suspensión llega hasta mi ventana, después de ser cremados a cincuenta metros de mi edificio. En los días en que el viento viene del oeste, el humo que desprende el crematorio atraviesa sin barreras los solares que rodean la vivienda y penetra sin obstáculo alguno por las ventanas. Mis padres debieron pensar que el precio del piso compensaba el hecho de respirar muertos cada día. A decir verdad, ni siquiera creo que lo pensaran realmente bien. Si mi madre fuera una persona que reflexionara ¿por qué demonios se iba a casar con mi padre? Si mi padre hubiera meditado sus decisiones ¿a qué santo hubiera dejado la mitad de su sueldo en la tragaperras del bar del difunto Diego? Si hubiera podido tener un mínimo de control ¿por qué habría mirado a su única hija de otro modo que no fuera como a su única hija?
Hoy me doy cuenta por la mañana de que la mala hierba crece entre los charcos de los terrenos sin edificar que rodean con un barrizal mi casa. A pesar de la muerte suspendida en el aire, las matas crecen sin pudor. También me pasa a mí. Mi huesos crecen, aunque a la carne no le dé mucho tiempo a cubrirlos, es como si la vida preparara un armazón de cuerpo adulto, pero no tuviera todavía tiempo de acabar su obra. Dice mi madre antes de salir de casa que hoy no diga tonterías sobre la muerte, pero ella no sabe que me he hecho una promesa a mí misma.
—Hoy no vas al instituto, lo del papá es muy serio. El papá está en las últimas, no sabemos si saldrá de ésta —dice ella mientras conduce hacia el hospital, su tono de voz se quiebra, se le escapan algunas lágrimas y por dentro se enciende mi rabia, la única emoción que me ha mantenido viva estos años. Se piensa que no me daba cuenta de que esto iba a suceder más pronto que tarde.
Al llegar a la habitación, mis abuelos paternos están a ambos lados de la camilla como dos cuervos que se alimentan de su propia compasión. El cuerpo de mi padre ya está frío y sus párpados manualmente cerrados. Mi madre se acerca algo miedosa a la cama, pero cae con un grito sobre las sábanas. Yo estoy en silencio a cierta distancia, un silencio que los demás confunden con un síntoma propio del “shock”. En realidad solo estoy a la espera, aguardando mi momento.
Mi abuelo se acerca posando sus manos sobre mis hombros. Con una fuerza incómoda me lleva fuera de la habitación. Me dice que lo siente, me gustaría contestarle que yo no siento nada, pero como intuye mi indiferencia me alecciona sobre la muerte. Me cuenta que quizás ahora no sepa cómo sentirme, que van a llegar más familiares de un momento a otro y que, por lo que más quiera, no diga nada malo de él, que me arrepentiré si lo hago, quizás no ahora, pero sí el día de mañana.
El personal médico entra y sale de la habitación, no me dan ni una tregua de intimidad. Mis nervios van en aumento, mi mandíbula se tensa cada vez que veo aliviado con la muerte el rostro de mi padre. Los del seguro de defunciones han llegado, se llevan a mi madre fuera de la habitación. Mi abuelo ha bajado al bar del hospital a por una tila para su mujer y su hija. Solo queda mi abuela en la estancia, la más ingenua de todas, es mi oportunidad. Le pido que por favor me deje despedirme a solas de mi padre. Ella me mira con los ojos vidriosos, piensa que por fin he recapacitado y accede.
El silencio en la habitación acelera mi corazón, ha llegado el momento. Me acerco con cautela al cuerpo. Mi mano tiembla inevitablemente cuando la acerco a sus mejillas. Escucho voces cerca de la puerta, pero parece una falsa alarma. Inclino mi cabeza y escruto el azul grisáceo de sus iris que aún se intuyen en sus ojos ligeramente entreabiertos, parecen haberse apagado en cuestión de minutos. Intento ver más allá, como si hubiera alguien mirándome desde adentro que pudiera contestarme. Dejo un pequeño epitafio* escrito en las sábanas blancas, a la altura de su pecho, dirijo mi última mirada hacia esos ojos inertes y me despido:
—¿Lo ves Muerte? Yo a ti no te tengo ningún miedo.
*epitafio: “Yo soy la mala hierba que vive padre, tú el abono que no preciso para crecer”.
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