Un día después del cumpleaños de Olimpia

Un día después del cumpleaños de Olimpia

Aitana despertó tarde, después de una larga noche de celebración. Su fiesta de quince años había terminado hacía apenas unas horas, y la casa estaba en silencio. Bajó a la sala: los globos se desinflaban lentamente, los platos vacíos seguían sobre la mesa y el eco de la música aún parecía flotar en el aire.

Cansada y un poco aburrida, se dejó caer en el sillón. Fue entonces cuando, sobre un mueble, vio un libro viejo cubierto de polvo. Lo reconoció de inmediato: era de su padre. Se acercó y lo tomó con cuidado. La tapa estaba carcomida por el tiempo, olía a naftalina y al abrirlo levantó una pequeña nube de polvo que la hizo estornudar.

—¡Salud! —gritó su madre desde la cocina.

Aitana sonrió. En una de las páginas centrales había una palabra escrita a mano: Sapientia. Buscó en un viejo diccionario su significado: “sabiduría”.

—Coco, no, suelta —le dijo al perro, que jugueteaba intentando morder la esquina del libro.

El título era Sueños de Olimpia. Su padre lo había escrito muchos años atrás, antes de que ella naciera. Recordarlo siempre le causaba tristeza, pero algo la impulsó a leerlo. En la dedicatoria decía: “A Emilio, Diego y Pamela, estrellas del cielo de mi corazón.” Aitana suspiró. Sabía que sus hermanos mayores aparecían allí, pero ella no.

Se recostó en su cama y empezó a leer el primer capítulo, donde su padre hablaba del mito, de cómo los seres humanos habían inventado historias para explicar el mundo y a los dioses. Poco a poco, sus ojos se fueron cerrando.

Soñó.
Se encontró en un campo lleno de luz. A su lado, un pequeño hombrecillo señalaba una gran ave que volaba en el cielo.
—Aitana, mira —dijo con voz alegre—, hacía años que no veía una de esas. Pensé que ya no existían.
—Sí, es muy extraña —respondió ella, observando fascinada.
—Vamos, Atenas nos espera. Ya pronto llegaremos —añadió el hombrecito, echando a andar.

Caminaron juntos por un sendero que parecía no tener fin. Aitana sentía una paz que nunca había conocido. De repente, una brisa cálida rozó su rostro y escuchó una voz familiar que susurró:
—Estoy orgulloso de ti, hija.

Despertó con el corazón acelerado. El libro seguía abierto sobre su pecho, justo en una página donde se leía una frase escrita con la letra de su padre:
«El amor verdadero no termina con la muerte; solo cambia de forma.»

Aitana cerró los ojos y sonrió. Entendió que su padre la cuidaba desde el cielo, y que, de alguna manera, había regresado a verla a través de sus sueños.

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