Sangre India

La indiada estaba de jolgorio; recibieron azúcar y vino de los cristianos, que llegaron con la misión de realizar un pacto por las tierras con Mariano Rosas. Bebieron el aguardiente repitiendo cada vez la palabra yapaí[1], hasta que, por efecto del alcohol fueron cayendo rendidos uno a uno. Al principio algunos blancos se apartaron, aunque después participaron de buena gana de esa usanza. Previamente habían intercambiado atenciones, y aunque el contingente había llegado hacía horas, el tiempo pasó.

La cautiva se mantuvo entre las infieles, en el toldo del capitanejo[2] Baigorrita. Las pulgas y las garrapatas le subían como lo hacen las hormigas en un árbol frondoso, buscando chupar sangre tibia; aunque esto al principio no la dejaba dormir, se había acostumbrado después de meses de cautiverio.

Ella no había podido comunicarse con su gente, no se le permitió servir el puchero, como a las otras, ya que había intentado huir una vez; de recuerdo de la fuga, le habían quedado cicatrices en el cuerpo y moretones en el pecho, esas marcas se curaron, no las otras. Aprendió a aguantar el sufrimiento, tras comprobar que siempre había algo peor que podía suceder, por lo que intuyó que esta sería la oportunidad de volver a su hogar. La llegada del contingente militar había avivado en ella el espíritu de lucha.

Al otro día la joven mujer despertó temprano y en el silencio de la madrugada, cuando todos estaban dormidos, pues había corrido mucho alcohol, se dirigió sigilosamente a la laguna, pensó cuánto la había deslumbrado el campo salvaje la primera vez que lo vio, cuando Evaristo le dijo: Mi china, este es nuestro rancho. Ahora ella sólo sentía el dolor y la pena de la lejanía, sus ojos se humedecieron pero ninguna lágrima salió, su aflicción era semejante a las grietas de los troncos de los algarrobos. Un ruido la sacó de su soledad, el coronel Mansilla se había amanecido al igual que ella, inmediatamente comprendió que ya no tendría otra oportunidad como aquella.

Caminó hacía él, el temor y el apuro le habían quitado la voz, no había tenido tiempo de elaborar qué decirle, jamás se había imaginado que el Creador le permitiría una ocasión semejante. Hacía tiempo que había comenzado a pensar que el Tata Dios la había abandonado a su suerte. Mansilla se sorprendió al verla, pensó que era una mujer de la tribu por sus atavíos.

Vestía un chamall[3], una tela de lana tejida, oscura y lisa que cubría el cuerpo desde las rodillas hasta las axilas, y en la cintura lucía una faja de lana de varios colores. Sobre los hombros llevaba un rebozo, sostenido por un tapú[4]. Hubiera pasado por una de ellas de no ser que era totalmente blanca, pues el sol solo logró ponerla de un color suavemente tostado. Su cabello era castaño claro, sostenido por un trarilonko[5] de plata. Pero si alguien la observaba detenidamente sólo podía ver un rostro melancólico, labios sin sonrisa y ojos sin vida. Su existencia había quedado detenida en su rancho, junto a su gaucho.

El militar giró su cabeza, miró a su alrededor con ojos cautelosos, para asegurarse de no ser observados por nadie y la tomó del brazo ocultándola tras un chañar.

—Perdón por la brusquedad, pero si vamos a hablar, mejor no ser observados — susurró como si alguien los escuchara, y el sonido fuera a agigantarse en aquel silencio pampeano.

—Coronel—comenzó a decir, pero el miedo le impidió continuar, algo se le atravesaba en la garganta e hizo un esfuerzo para controlar su desesperación.

—¡Coronel!—imploró, mientras sus piernas le fallaban. Él, todo un caballero, la sostuvo evitando que cayera desmayada— tiene que ayudame, se lo suplico, si no me saca de aquí prefiero morí.

Volvió a ser Elisa Miranda, y en un lamento contó su historia. El no la detuvo, prestó oídos como lo hace un sacerdote escuchando al pecador:

He intentao lográ su atención, pero no pude acercame, somo varias y todas en las mismas condiciones. ¿Cómo iba a lográ acercame y pedí ayuda? En mi mezquina mente, no pensé siquiera, por qué yo iba a se má importante que las otra pa sé rescatada, ya no aguanto má mi pena,

Quiero sentí mi nombre, el nombre que tuve dende el vientre de mi madre. Quiero está entre los míos, sentame en una mesa, cebá mate, sentí el olor de la yerba, comé pastelitos, hablá como lo hacía antaño con mi tata y mi mama. Escuchá la guitarra de Evaristo, volvé a mis pagos…

Cuando prenden un fogón de mil amores me hubiera tirao en él, antes que sentí cerca a estos salvajes, ansí estoy.

Ahora soy la preferida de Baigorrita. Sé su muje me ha traido envidia y celos de las otras chinas[6]. El no alcanzaba a desaparecé en el horizonte, con la polvadera de los caballos, cuando estas envidiosas y brutales indias me sometían a todo tipo de golpes hasta tomarme de los pelos, tirame con cualquier cosa, palo, piedra, soy menos que un perro, mejo no contá cómo es la vida de un perro. No sé qué va a sé de mí, cuando ya no le interese, me regalará o venderá o me han de llevar a otra parte. Las chinas son malazas

Cuando terminó, la miró con ojos piadosos, pero sólo fue un instante. Prometió ayudarla, no le dijo cómo. Ella regresó a la toldería sola.

La cautiva creyó en la palabra de aquel hombre, del que sólo había escuchado hablar a las otras de igual condición, y que ya ni siquiera pensaban en volver. Estas le dieron a entender, que nadie quiere ver de nuevo a una mujer que compartió el lecho con un indio, aunque sea cristiana. Le habían dicho que Baigorrita era bueno a su manera; que se resignara, que todo cambiaría cuando encontrara otra mujer o tuviera un hijo de él, que sería una más. Después de todo, qué más podía pedir en esa inmensidad de tierra y vida bravía.

Ese día transcurrió como el anterior, supo de las audiencias que habían tenido, pero no pudo saber más nada de Mansilla, el acuerdo según algunas mujeres parecía que iba bien. Ella había escondido charqui y agua que podía necesitar en caso de huir.

La enviaron a llevarles comida a la comitiva, allí pudo charlar con algunos soldados, gauchos enlistados a los que se les había perdonado sus fechorías.

Uno de ellos era el lenguaraz[7] del Coronel, Mora, quien pronto entró en confianza con ella, y a través de él pudo saber cómo avanzaba el parlamento. Los días transcurrieron, en ese tiempo, tuvo la oportunidad de acercarse más a su propia gente, siempre con cautela para que no se lo impidieran.

Mansilla al final de la excursión había entablado un canje de algunos prisioneros con el jefe ranquel, el trámite había llevado varios días y noches, idas y vueltas, había un precio y este se pagaría, sólo faltaba definir cuáles cautivas serían las beneficiadas en regresar. Mientras pensaba en estas mujeres, le fue imposible no comparar la suerte que corrían las indias cuando eran capturadas incluso junto a sus hijos. “Triste destino el de los más débiles, cuando son considerados botín de guerra”,
pensó.

Varios amaneceres pasaron, hasta que llegó el día, una vez dentro del toldo del capitanejo y el coronel quedó extrañado pues junto a Baigorrita estaba sentada Elisa, no le dio importancia y enumeró las mujeres que quería rescatar. Ella tenía una expresión indescifrable. Evitaba mirarlo, y por momentos pensó que era otra mujer la que estaba allí.

Nombró a Elisa, fue grande su sorpresa cuando el ranquel le adelantó que esa mujer no tenía interés en regresar. Quiso insistir, pero Mora aún no había terminado de traducir el motivo de la respuesta del capitanejo:

—La mujer lleva un indio en su vientre, señor.

El desconcierto lo había superado. Ella quería mantenerse erguida, pero sus hombros estaban desmoronados ante semejante verdad. Cuando llegó el momento de comer, se levantó y sirvió junto a las otras mujeres el asado, habían carneado una res. Se acercó a él, pareció querer decirle algo, pero qué podía decir.

Al alba el coronel Mansilla quiso dar un último vistazo a la laguna antes de partir, su travesía había durado mucho, demasiado; caminó entre las gramillas, se sentía el olor a tierra mojada, estaba nublado y parecía que iba a llover en cualquier momento, la oscuridad de la nubes demoraban el amanecer, aún así la laguna se dejaba ver agreste y bella. Elisa apareció mimetizada en el paisaje, ya no era la blanca cautiva, era una figura como los árboles, como la bruma, mimetizada con el lugar, no le habló, ni intentó acercarse, la vio caminar cautelosa como un puma salvaje. Comprendió que no había nada que no estuviera arraigado en esa inmensidad, que el destino a veces es inexorable.

Mención En categoría cuento breve Concurso Literario  Adelina del Carril 2021. Las Cautivas.

[1]
Yapaí: Invitación a beber, y que bajo ningún aspecto se podía rechazar, debiendo beber hasta el fondo del recipiente, toda vez que el dueño de casa diga yapai el otro deberá aceptar y beber. Esto es hasta que se acaba la bebida definitivamente.

[2]
Capitanejo: Entre los indígenas, un jefe familiar de rango menor al lonko o cacique.

[3] Chamall: Tela amplia de lana, muy tupida, que usaban los indígenas para cubrirse el cuerpo.

[4] Tapú o tupu: prendedor

[5] Trarilonko: Vincha

[6]
Chinas: Nombre que se le da a la mujer gaucha, también llamada paisana y guaina. En este caso se refiere a la mujer del indio.

[7]
Lenguaraz: Traductor

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS