En una tarde tranquila y apacible, dos figuras se encontraron en un paisaje sombrío y lleno de misterios. La luz del atardecer se filtraba débilmente a través de los árboles, y el sonido de la brisa parecía callar, como si el viento mismo quisiera escuchar lo que iba a suceder.
Uno de ellos, un hombre de rostro grave y mirada profunda, comenzó a caminar hacia el otro, que lo observaba en silencio desde la sombra de un roble antiguo. La primera figura hablaba con tono firme, pero lleno de un respeto silencioso.
—He oído mucho acerca de tus enseñanzas —dijo—. Sé que tus palabras han sacudido los cimientos de lo que se ha entendido como la verdadera fe. Pero me intriga saber cómo llegaste a desafiar lo que ha sido enseñado durante siglos.
El otro hombre, de rostro serio y semblante decidido, respondió con calma, pero con una pasión que no se podía ocultar.
—La razón es simple. La Iglesia, que se dice representante de la verdad, ha caído en prácticas que distorsionan el mensaje de Cristo. Las indulgencias, el culto a las reliquias, las estructuras de poder y dinero: todo esto ha distorsionado el verdadero camino hacia la salvación. No puede ser que el hombre dependa de su propio bolsillo para encontrar la paz con Dios.
El primero suspiró, notando que la tormenta de palabras era difícil de detener.
—Comprendo tu enojo —dijo, levantando la mirada hacia el horizonte—, pero no puedes olvidar que la Iglesia ha sido el recipiente que ha guardado la verdad a través de los siglos. Es ella la que, bajo la guía del Espíritu, ha interpretado y protegido las Escrituras. ¿Acaso no te parece que el ser humano no puede interpretar la Palabra de Dios por su cuenta? La comunidad de creyentes, guiada por la tradición, tiene la autoridad para enseñar.
El otro hombre, sin inmutarse, caminó unos pasos hacia él. Sus palabras se volvieron más firmes.
—La verdadera autoridad no puede estar basada en tradiciones humanas, sino en la sola Escritura. No puedo creer que sea correcto someter la interpretación de la Biblia a las decisiones de los hombres, por más sabios o santos que se consideren. La Biblia está disponible para todos, y es allí donde encuentro la verdadera fuente de la fe. Solo a través de la Palabra, y no de interpretaciones externas, puedo encontrar la salvación.
Un silencio pesó en el aire. El primero reflexionó por un momento antes de responder.
—Pero las Escrituras… ¿cómo pueden ser entendidas correctamente si no tenemos una guía? Los hombres son débiles y sus corazones, propensos al error. La Iglesia no es simplemente una institución humana, sino la protectora del Evangelio. Fue establecida por Cristo mismo, y por medio de ella, podemos conocer la verdad en su plenitud.
El hombre que había hablado con tanta firmeza antes ahora dio un paso hacia la luz del atardecer, como si buscara claridad en su alma.
—¿Protegida por Cristo? —repitió, más para sí mismo que para el otro. Luego, con voz más suave, continuó—: Pero el Evangelio es claro en su mensaje. La salvación no depende de una institución o de la interpretación de los hombres, sino de la gracia de Dios. Yo no encuentro en las Escrituras un llamado a seguir las tradiciones que los hombres han impuesto. La salvación es gratuita, un regalo de Dios que no se compra ni se gana por medio de las obras. La fe es el único camino.
El primero miró al suelo, profundamente conmovido por las palabras. Sabía que la tensión entre ambos pensamientos no era fácil de resolver. Levantó la vista, como si buscaran una respuesta más profunda en el horizonte.
—¿Entonces la gracia es todo? ¿Nada depende de nosotros? —preguntó, su voz cargada de duda. —¿No crees que el ser humano, aunque necesitado de la gracia, debe cooperar con ella? No puede ser que todo dependa de un acto divino, ¿no es cierto? ¿No es acaso la voluntad humana parte del proceso de la salvación?
El otro hombre movió la cabeza lentamente, su mirada fija en el horizonte. La brisa soplaba con más fuerza, levantando hojas secas del suelo. Finalmente, dijo con convicción:
—No, la gracia es soberana. El hombre está esclavizado por el pecado original. No tiene libertad para elegir el bien. Solo la intervención de Dios, completamente libre y pura, puede transformarlo. La voluntad humana está tan corrompida que no puede, por sí sola, alcanzar la salvación. Solo por la fe en Cristo, recibida como un regalo divino, somos justificados.
El primer hombre cerró los ojos por un momento, contemplando las palabras del otro. No pudo evitar pensar en el misterio profundo de la voluntad humana y la gracia divina. Por un instante, se sintió pequeño ante el vasto tema de la salvación.
—Entonces, ¿la fe lo es todo? ¿No hay nada que podamos hacer para contribuir? ¿Nada depende de nuestras acciones? —preguntó, casi en voz baja.
El otro hombre lo miró con una mezcla de tristeza y esperanza en los ojos.
—La fe es lo único. No somos capaces de hacer nada que merezca la salvación. Todo es obra de Dios, y es un acto de total misericordia. Cuando comprendes la magnitud de nuestra caída, solo puedes rendirte ante la gracia de Dios. Y ese es el único camino.
Un silencio largo se hizo entre ellos. El primero miró al cielo, como si tratara de entender la inmensidad de lo que acababa de escuchar. El viento continuó su curso, mientras ambos hombres se quedaban allí, en ese paisaje donde el tiempo parecía detenerse.
Finalmente, uno de ellos habló, esta vez con una voz más suave, casi resignada.
—Quizás nunca lleguemos a entendernos completamente. Nuestras interpretaciones de la fe son diferentes, pero en el fondo, ambos buscamos la verdad.
El otro asintió con un leve gesto de la cabeza.
—Es cierto. Aunque nuestras comprensiones sean diferentes, seguimos siendo hermanos en Cristo. Y al final, eso es lo que importa.
Ambos se quedaron en silencio, cada uno meditando sobre el profundo misterio de la salvación, mientras el sol se desvanecía lentamente en el horizonte.
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