La llave giró con suavidad, como siempre. Elías cerró la puerta de su casa y colgó el abrigo. El silencio de la tarde era denso, habitual. Pero al encender la luz, un escalofrío le recorrió la espalda. Sobre la mesa del comedor, pulcramente ordenados, estaban sus guantes de cuero. Los mismos que había perdido en el metro hacía tres días.
Su pulso se aceleró. Revisó cerraduras y ventanas; todo estaba sellado. Nadie había entrado. Nadie podía. Apretó los guantes y una textura extraña, crujiente, en el interior del derecho le hizo volcar el contenido. Un fino polvillo marrón, como tierra seca, cayó sobre la madera pulida. Y un olor le llegó entonces: rancio, metálico, el inconfundible aroma de la sangre vieja.
Sus manos comenzaron a temblar. Recordó la noche de la protesta, la turba enfurecida, el golpe seco contra su cabeza y el cuerpo inerte del joven al que, en su confusión, creyó haber ayudado. Lo había arrastrado a un callejón, le había puesto sus propios guantes en el pecho para contener una hemorragia que quizá nunca existió. Despertó en el hospital sin ellos, con la noticia de un fallecimiento y su nombre limpio de toda culpa.
Ahora, alguien o algo los había devuelto. No como un perdón, sino como una acusación muda. Elías los miró, manchados con la verdad, y supo que la justicia, a veces, no llega con sirenas, sino con el silencio aterrador de lo que creías perdido.
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