El río Nanay se mecía, lento y oscuro, frente a la ventana de Gabriel. Cada mañana, ese mismo paisaje verde y espeso. Pero hoy, el silencio era diferente. Más denso. Una quietud cargada de ecos ausentes, como si la selva hubiera contenido la respiración. Fue al buscar su taza favorita, la que tenía una grieta en el asa, cuando notó la primera anomalía: un fino polvillo dorado, casi imperceptible, cubría el borde del fregadero. No era café. Era oro.

Su corazón aceleró el ritmo. Recorrió la cabaña con una nueva mirada, táctil, paranoica. Encontró barro rojizo en el umbral, un olor a gasolina y sudor impregnado en una toalla olvidada. Y bajo su propia cama, una bolsa de lona que no era suya. Al abrirla, no halló botines de caza, sino mapas topográficos marcados con coordenadas y la palabra “Pucaurco”. El suelo cedió bajo sus pies. Su refugio, su santuario tras la jubilación, había sido profanado. No por extraños, sino por su propio hijo, cuya repentina prosperidad ahora cobraba un sentido macabro.

Esa noche, el runrún lejano de motores se apagó de golpe. Solo entonces, en el silencio culpable, vio la figura emerger de la sombra del porche. No era su hijo. Era un hombre delgado, con una sonrisa fría y la mirada fija en él. “Gabriel”, dijo el desconocido, limpiándose las manos con un trapo manchado de ese mismo lodo rojizo. “Tu hijo manda saludos. Y un mensaje”. Gabriel comprendió entonces que la selva no solo esconde secretos; a veces, los devora.

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