El Tesoro Krueger

El Tesoro Krueger

Roman López

21/10/2025

Dicen que el Señor Torre murió una mañana de junio de 1910, cuando tenía más de cien años, varias enfermedades incurables y sentencias de muerte en casi todos los estados africanos. Dicen que combatió en la tercera guerra Carlista, en la guerra ruso japonesa, en ambos bandos, y en la batalla por Galípoli, a favor de los turcos claro. En esta detuvo con su propio cuerpo una metralla dirigida al jefe Kemal, salvando la vida del joven líder turco. Dicen que por esto el mismo Ataturk le condecoró con una medalla de honor Liakat. Dicen que fue amante de Margarita de Saboya, de Lily Elsie y de la mismísima Maude Fealy, y que las tres se lo disputaban como a un trofeo. El señor Torre se hizo famoso por su interminable ambición, mediante la cual acumuló una inmensa fortuna vendiendo armas en medio oriente y traficando esclavos en África. Dicen que se ocultó en Marraquech de sus enemigos, allí tuvo más de cincuenta hijos con una docena de mujeres. Ninguno de esos vástagos tuvo el valor de reclamar la descomunal herencia. Dicen también que, durante las guerras Bóeres, robó el tesoro de Krueger y lo hizo desaparecer. Brujos sudafricanos le maldijeron por su ambición. Le declararon atado a su codicia, hasta que otro más innoble le liberase, él solo se burló de esas hechicerías. ¿Cómo sé todo esto? Un hombre llamado John Dexter que dijo ser agente de la embajada sudafricana, llegó a mi despacho una mañana y me encomendó una búsqueda imposible. Me entregó un dossier de cinco mil páginas conformado por cartas, declaraciones y un sinfín de recortes de periódicos. En estos papeles se documentaba toda la vida y obra del señor Torre, también me entregó en un sobre cerrado, un anticipo de diez mil libras esterlinas, una fortuna que a ese momento me salvó de la bancarrota. ¿Pero qué buscaba? ¿De qué trataba esa encomienda? Muy simple, hallar en algún lugar de Marraquech, el tesoro perdido, las doscientas barras de los tesoros Krueger, robadas bajo las mismas narices de la milicia Bóer. La idea era resarcir la memoria del presidente Paul y lavar esa histórica afrenta de una vez por todas.

— ¿Y por qué no tratan con Scotland Yard para resolver este asunto? — le pregunté.

—No, esto debe ser trabajo de privados, el estado sudafricano no debe ser relacionado con esta investigación, es por esto que me he presentado en secreto, nadie debe saber que lo he contactado. Recuerde señor Carter, si tiene éxito otra cantidad similar a esa le espera —me contestó.

— ¿Pero por qué yo, por qué no acudieron a otro investigador más renombrado, del continente por ejemplo? —le pregunté.

—Precisamente por eso. Primero pensamos en Hercule Poirot y en Auguste Dupin, pero ellos son demasiado conocidos, demasiado famosos, solo un anónimo hombre promedio como usted, desesperado por trabajo y con sed de éxito, tiene el perfil que buscamos, y lo más importante, su pérdida no llamaría la atención.

No supe si darle las gracias por esas palabras o echarlo a patadas.

—No acuda a la embajada, lo negaremos todo, ¿entendió?

El hombrecillo no esperó mi respuesta, solo dio la vuelta y abandonó mi despacho, moviéndose contra las paredes, sigiloso como un indio rastreador, con el sombrero de copa tapándole el rostro. A ese momento me di cuenta que por sus movimientos evasivos en verdad nunca pude verle el rostro, entonces por curiosidad me asomé por la ventana para retomar sus rasgos, pero solo pude verle zigzaguear por la calle Piccadilly, saltar por entre los transeúntes, evadir los carruajes e internarse limpio en la tarde citadina, queriendo camuflarse como un perro bobtail lanudo en medio de un rebaño de ovejas Lincoln, pero en realidad todos se volteaban para ver su rechoncha figura, sus graciosos saltos y hasta un par de señoritas le miraron largamente riendo por su actitud extraña, como de un mono asustado caminando entre una manada de tigres bengalíes.

Por varios días pensé simplemente en desaparecer con el dinero, con este podría establecerme en cualquier ciudad de mi natal escocia y empezar de nuevo con cualquier tipo de negocio, pero las palabras de menosprecio del señor Dexter llamaron a mi orgullo. Quizá, solo quizá, si hallaba ese tesoro perdido ya no sería un desconocido detective, un anónimo investigador que escasamente sobrevivía evidenciando esposos infieles o buscando mascotas perdidas.

¡Ah! Pero no me he presentado, mi nombre es Randolph Carter, fui un investigador privado toda mi vida, hasta mi retiro, hace 30 años, y la historia que dejo aquí escrita ahora es inocua, pues todos sus protagonistas ya pasaron a mejor vida, ¿o no? En el interín dos guerras europeas sanearon todos los entuertos del señor Torre y ya nadie los recuerda, o eso es lo que yo pensaba.

Del examen del Dossier, quedaron en mi mente; la fotografía granulosa en un viejo periódico del rostro avejentado del señor Torre, y otra fotografía de una pintura en acuarela, de la mítica aldea del Irem, totalmente deshabitada, solo con el extraño detalle de la figura de un hombre bereber sentado justo en medio de las calles de tierra, haciendo nada, ciertamente una invención de algún creativo pintor del siglo XIX. Esta aldea era según los rumores, el lugar más seguro donde el señor Torre habría ocultado su mal habido tesoro. Esta era una pequeña localidad africana, de dudosa existencia, que habría estado ubicada al sur de Marruecos a escasas leguas de la frontera Argelina, un lugar maldecido por los enemigos de Torre, al que ni los más ambiciosos cazafortunas se atrevieron siquiera acercarse. Para mí, un incrédulo profano inmune a las supercherías, se trataba de una misión larga pero sencilla, debía tomar un vapor desde Tilbury, bajar por el Támesis hasta el mar del norte, cruzar el canal de la mancha, hacer una paradas en el continente, y luego enfrentar el estrecho para desembarcar en el Tánger Med, en un viaje de dos semanas o menos. Luego de aquel periplo, debía viajar en ferrocarril hacia Marraquech, y allí debía inspeccionar furtivamente las propiedades de Torre, y cerciorarme que se trataba de recintos vacíos o abandonados, sin seña de tesoro alguno. Con el dinero del adelanto compré boletos en el transporte más lujoso que pude encontrar, el RMS Ophir, una verdadera belleza de embarcación. Salimos a las cuatro de la mañana, de un día de abril de 1912, desde Tilbury y me apresté a pasar el viaje estudiando todo lo posible acerca de tesoros perdidos, de leyendas, de las guerras Bóer y otros temas pertinentes a mi investigación. El capitán W. Mcmaster del Ophir, al verme tan asiduo leyendo “La isla del tesoro”, me recomendó visitar unos sitios bien especiales en los puntos de recalada en el continente. Tomé su consejo y así fue que; en Ámsterdam visité el Rijksmuseum, en Lisboa el museo Do Carmo, y en Cádiz, el museo de las riquezas coloniales. Cada uno de ellos despertó en mí un interés que desconocía poseer. La opulencia exhibida por esos imperios antiguos, me hicieron casi desear dedicarme a esas búsquedas legendarias. Las riquezas del imperio Neerlandés, las joyas ultramarinas acumuladas por los portugueses, las fortunas de plata de los yacimientos del Potosí, me parecieron extrañamente apetecibles, llegué a aborrecer mi vida anterior, disminuida a búsquedas tan terrenales, tan vacías de magia.

Así abordé después de la última recalada, con sueños de busca tesoros, pero al acercarnos al África, esas fantasías se vinieron abajo, una imprevista tormenta rompió en toda la costa marroquí, tal que el vapor destrozó sus costillas contra unos roqueríos y la embarcación se hundió con todos sus pasajeros y tripulantes a bordo. Mientras luchaba contra las olas y nadaba sin fuerzas para alejarme de las calderas que se precipitaban al fondo, las palabras de Dexter resonaban en mis oídos. —Su pérdida no llamaría la atención de nadie —. Eso fue lo que me dijo sin arrugar los bigotes, debí echarlo a patadas sin pensarlo, ¡Maldito Dexter! Gritaba mientras atenazaba una puerta desprendida que fue mi salvación.

***

— ¡Tanmart nammat! ¡Tanmart nammat!

Fueron los gritos que me despertaron. Estaba amarrado a un camastro encima de una montura. Era la tarde casi noche, mi cabeza estaba vendada y mi cuerpo lo sentía entumecido por la incómoda posición, que de seguro llevaba por horas, quizá días. Era parte de una caravana como de una docena de camellos que avanzaba en medio del desierto. Adelante dos hombres bereberes encabezaban la columna, uno pequeño rechoncho y nervioso, el otro largo y encorvado, que se mostraba impávido ante los gritos de su compañero. Ambos vestidos de largas chilabas, que al rato me di cuenta, yo también vestía.

Era claro que me salvaron de las aguas, o que me recogieron de la playa, que me alimentaron y sanaron mis heridas, vendaron mi cabeza, cicatrizada de varios días, y a ese momento me trasladaban a algún lugar desconocido, quizá para venderme. De todos esos cuidados no tenía el más mínimo recuerdo. Quise levantarme, gritarles, darles señas, preguntarles, pero no tenía fuerzas ni para sentarme encima de la montura, que me di cuenta era un apestoso camello lanudo, que en su constante vaivén me acunaba, llamando mi sueño de convaleciente náufrago.

Me di cuenta que avanzábamos durante la noche, y en el día tomábamos pequeños e inubicables remansos, en los que los dos compañeros levantaban y bajaban tiendas con una habilidad pasmosa. Estos oasis secretos que permitían el viaje a zigzagueos a través de las arenas secas, eran en verdad minúsculos vergeles en los que comíamos, descansábamos, en los que se surtían los cueros y también forrajeaban los animales.

A los pocos días me cansé de reclamarles, de gritarles, me ignoraban por completo y me trataban solo como parte de su carga, que eran pertrechos desconocidos destinados a un también desconocido comprador. Eso sí, me cuidaban y alimentaban, examinaban mis heridas, las limpiaban y cambiaban los vendajes.

Eran tantas mis horas de vigilia, que temí enloquecer. Intenté con desesperación recordar el momento exacto en que el mar me regurgitó. Llegué a recordar que después de la noche del temporal, desperté sobre la arena en la playa, con la piel endurecida por la sal y la lengua agrietada, mientras dos figuras envueltas en harapos se inclinaban sobre mí. No los oí pronunciar palabra alguna, ni cuando intenté preguntarles en francés o en inglés. Solo me ofrecieron agua, una mezcla turbia y amarga que bebí sin dudar, y luego me cargaron sobre una bestia de lomo alto y apestosa. Desde entonces y por semanas no volví a oír mi propio idioma.

Seguí viajando con ellos a través de un desierto sin nombre, y cada día me convencía que en realidad no había destino alguno, sino una perpetuación sin fin de las arenas. Cuando en las noches la luna no parecía moverse, el horizonte se tornaba ondulante, como un mar extenuado, seco. De ese océano vi emerger vaporosos y fluctuantes galeones portugueses, repletos de oro, vi caravanas florentinas cargando especias fragantes, piedras doradas, coronas y medallones, que iban cayendo al paso, dejando un rastro de estrellas terrenales.

Cuando mi cordura vencía levemente, recordaba mi búsqueda de algo, de un tesoro, de una fortuna oculta entre ruinas. De un hombre llamado Torre que alguna vez me habló de ello; que juró haberlo tomado antes de morir, o tal vez antes de enloquecer. Sí, Torre… se me perdía el nombre de mi memoria ida. Creí por días que ese nombre no era real, que lo había inventado, como una excusa para justificar un viaje que no conducía a ningún lugar. Cuanto más pensaba en él, más incierto me resultaba su rostro. A veces me parecía una sombra que se asentaba frente a mí en las noches sin estrellas, otras, una parte de mi propio pensamiento que se desgajaba y me llamaba desde dentro.

A veces dudaba que ese naufragio en las costas púnicas alguna vez ocurrió. Llegué a convencerme que lo había soñado, que había enfermado por el vaivén de la tormenta y que seguía en esa embarcación, flotando en alguna bahía sin tiempo, y que estos bereberes eran las sombras que la fiebre arrojaba sobre mis ojos. Otras veces, temía lo contrario, que había muerto y que mi cuerpo se descomponía sobre una playa desconocida y que mi conciencia vagaba prisionera en un reflejo mediterráneo, repitiendo un viaje que conducía a mi muerte.

En el día, a las sombras datileras, veía y creía alcanzar con mis manos, arcones hinchados de monedas de plata, que se alejaban de mí sobre las espaldas de indios mitayos, los desgraciados hombres con los ojos ahuecados y las espaldas quebradas, sujetaban sus castigo con las manos partidas. Les llamaba, y mi voz sonaba extraña, ventosa, en un dialecto tamazight, evacuada no con mi boca, sino con mi mente, con mi piel, como un rumor de voces, como un idioma sin garganta ni lengua.

Intenté otra vez hablar con mis guías. Les pregunté quiénes eran, hacia dónde me conducían. Ellos solo callaban. En ocasiones cuando el viento soplaba desde el sur, sus siluetas se distorsionaban como si fueran humo, y creí distinguir bajo esas chilabas ondulantes un brillo húmedo, translúcido, como si sus cuerpos no pertenecieran a este mundo.

***

Un amanecer, cuando completábamos la enésima jornada de viaje, se detuvieron al borde de una inmensa duna de unos trescientos pies de altura, y se quedaron allí mirando un destino que yo no alcanzaba con la vista. El animal que yo montaba subió lento y pacífico, como solía hacerlo, y poco a poco comenzó a aparecer ante mi vista aquello que observaban con tanto respeto, diría que temor. Era la aldea del Irem, tal cual la recordaba de ese abultado dossier del señor Dexter, como atrapada en el tiempo, y pintada desde aquel mismo punto de vista, como si el desconocido pintor hubiese estado parado allí mismo hace tantos años.

Al verme llegar, el bereber más bajo y regordete apuntando hacia la aldea me gritó:

— ¡Ruh yer din ad temmet! ¡Ruh yer din ad temmet!

Esos gritos desconocidos eran para mí muy claros. Me ordenaba continuar hacia ese lugar solo. El regordete saltó de su montura y se dirigió hacia mí. Caminaba dando saltos nerviosos como si anduviera sobre carbones calientes. Me empujó fuera de la montura y yo caí como un saco de piedras sobre la arena. Tomó la rienda y bajó de la duna, el otro flemático Bereber le siguió. Me dejaron ahí tirado, con la única alternativa de dirigirme hacia aquella aldea maldita. Solo a ese momento me di cuenta de una incoherencia; la inflexión del regordete, su nerviosismo y su actitud histérica me recordaron de grado al señor Dexter, pero no, aquello era imposible, ¿o no?

Olvidé esa conexión absurda y me apresté a bajar hacia aquella aldea. Parecía cercana, pero caminé hacia ella durante horas, a cada paso parecía alejarse más. Di la vuelta y me dirigí hacia la duna que dejé atrás solo para cerciorarme de mis sentidos, pero me hallé otra vez caminando absurdamente hacia la misma aldea. Desconfié entonces de mis sentidos, me senté sobre la arena para examinar mi lucidez, y me vi nunca supe cómo, en medio de esas barracas derruidas, en medio de esas caleteras abandonadas, era yo mismo el sujeto bereber de aquella vieja acuarela, esa era una conclusión descabellada, pero me pareció lo más lógico a ese momento.

Caminé, revisé, examiné cada casa, cada habitación destechada, por horas, por días, hasta que el cansancio y el hambre me vencieron. Terminé tirado en una de esas derruidas barracas, sobre el suelo desnudo, envuelto sobre mi descosida chilaba, murmurando palabras en ese extraño dialecto bereber, que aprendí sin querer, a golpes de demencia.

***

Un aroma a sémola cocida, con tintes de carne y verduras fragantes, me despertaron de mis arenosas pesadillas. Me hallaba en un camastro, en un sólido barracón que no recordé de mi endeble búsqueda primera. Un ruido de cocimientos cercanos, originaban ese aroma, que mi hambre elevaba a ambrosías. Un tipo bereber preparaba guisos desconocidos en un fuego, de espaldas a mí, murmurando unas plegarias, moviendo un cucharón de madera en una cacerola negra, carbonizada.

— ¿Quién eres? —le pregunté.

Solo me miró por el rabillo de su ojo, y continuó con su labor.

Intenté enfrentarle, desafiar su reposada actitud, pero un plato de guisos que presentó ante mi maxilar, arredró mis demandas de respuestas y comencé a cucharear lo que me parecieron manjares granulosos y suaves.

***

La mano crapulosa del hombre me remeció para despertarme, aún con su cara cubierta por su turbante sucio, solo pude ver sus ojos amarillentos y caídos. El golpe alimenticio después de varios días de ayuno, había arrebatado mis sentidos y me había arrojado al sueño, al sueño de los hambreados.

Me señaló un lugar en el suelo, en el que pude ver una entrada hacia una escalera subterránea. Sin pensarlo bajé por ella en hipnosis. El bajó tras de mí. Eran unos cuarenta escalones hacia lo profundo, y mientras bajaba, se manifestaron ante mis ojos, aberturas cavernosas, grutas inmensas, relieves abruptos, ocultos pero iluminados por brillos inexplicables.

Caminamos por esos pasadizos extensos y rocosos por horas, y al fondo de esas estructuras pétreas, la figura del hombre, alto, flameante, me señaló un conjunto de ladrillos apilados, obscuros y arcillosos. Me acerqué a ellos, lento y quebrantado, pensando lo impensable, cavilando lo imposible. Tomé uno de ellos y la arena discurrió de sus contornos, descubriendo su brillo inverosímil, absurdo. Eran los lingotes perdidos, el tesoro Krueger íntegro, todos ellos amparados en esa enigmática fosa, fastuosos y maldecidos. Miré al hombre para demandar una explicación, y al mirarle, sus ojos también contemplaban el tesoro, y su capucha caída había descubierto para mí, su rostro por vez primera. Lo vi en extremo marchito, cadavérico, pero no tuve dudas, era él, el púnico, el maldecido, que no había muerto, sino que aguardaba por otro ladrón, más ambicioso que el mismo, y talvez lo había encontrado.

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