El pan de los jueves

El pan de los jueves

Hilda Braque

20/10/2025

En un barrio húmedo de León, donde las fachadas parecen llorar la humedad del tiempo y los portales esconden secretos más antiguos que la guerra, vivía Julián, un hombre de manos grandes y espalda vencida. Tenía cuarenta y pocos, aunque los años de faena en la cantera le habían puesto canas prematuras y la piel curtida como cuero viejo. Desde hacía tres inviernos, trabajaba cargando piedras para la reconstrucción de un cuartel, uno de tantos que el régimen levantaba en nombre del orden y la patria.

A Julián lo conocían por ser callado, y por llevar siempre en el bolsillo una libreta pequeña donde escribía frases que nadie entendía. Su mujer, Clara, decía que era su manera de “no morirse por dentro”. Pero Clara había muerto el año anterior, de una tos que los médicos nunca nombraron y que el cura atribuyó al frío y la falta de fe. Desde entonces, el hombre apenas hablaba con nadie, salvo con un muchacho huérfano que vendía pan cada jueves por la calle de los Herreros.

Se llamaba Esteban y tenía unos quince años. Le habían arrebatado al padre por “malas compañías”, y la madre se había marchado a servir en Burgos. Vivía con una tía que apenas lo miraba, y cuando no vendía pan, soñaba con huir en tren a Madrid, “donde la gente vive de verdad”, decía.

Cada jueves, Esteban se detenía ante Julián con una sonrisa torpe.
—¿Pan de centeno o blanco, don Julián?
—El que te sobre, muchacho. El hambre no sabe de colores.

El intercambio era breve, pero ambos esperaban ese momento toda la semana. Julián veía en el chico algo de sí mismo cuando aún creía en el futuro, y Esteban veía en el viejo algo parecido a un padre que no sermoneaba.

Un día de enero, la Guardia Civil irrumpió en la cantera. Buscaban a un hombre acusado de repartir panfletos subversivos en la iglesia. Julián, que había aprendido que en León los rumores podían costarte la vida, bajó la cabeza y siguió picando piedra. Pero uno de los guardias encontró su libreta. Dentro había frases que hablaban de justicia, de hambre y de esperanza. Lo suficiente para acusarlo de comunista.

Lo arrestaron esa misma tarde. Nadie se atrevió a intervenir. Ni siquiera el capataz, que apenas murmuró un “pobre diablo” antes de seguir fumando.

En el calabozo húmedo, Julián no pensaba en su suerte, sino en el muchacho del pan. Imaginó que el jueves siguiente pasaría por su puerta y no entendería el silencio. Que dejaría el pan en el alféizar, sin saber que aquel gesto de bondad sería lo último que le recordaría del mundo.

Pero el jueves llegó con sorpresa. Esteban, al no encontrarlo, fue al cuartel. Dijo que llevaba pan para un preso. Los guardias se rieron, pero uno, el más joven, lo dejó pasar por pena. Esteban se plantó frente a Julián y le tendió el pan envuelto en papel. Dentro había una nota: “No deje que le quiten las palabras. Son lo único que los asusta.”

Esa frase, escrita por un chico que apenas sabía firmar, le devolvió algo que el miedo le había robado: la fe.

Semanas después, un nuevo comandante llegó al cuartel. Era un hombre de voz cansada, que había combatido en la guerra y detestaba los castigos inútiles. Revisando expedientes, vio que el de Julián no tenía pruebas sólidas. Lo liberó con un gesto seco y una advertencia: “No escriba tonterías, que las paredes oyen”.

Cuando Julián salió, la nieve se derretía sobre los tejados. Caminó hasta la plaza mayor, donde el sol de febrero se atrevía a colarse entre los soportales. Allí estaba Esteban, con su cesta de pan. Al verlo, dejó caer todo y corrió hacia él.
—¡Le soltaron, don Julián!
—Sí, hijo. Parece que aún hay milagros pequeños.

El hombre sonrió por primera vez en meses. Tomó una hogaza y la partió en dos.
—La mitad es tuya —dijo.
—¿Y la otra?
—Para quien tenga hambre. Hoy no hay ricos ni pobres, solo vivos.

Se sentaron en un banco, compartiendo el pan sin palabras, mirando cómo los niños jugaban en la plaza, cómo el aire olía a tierra mojada y esperanza. Por un instante, León dejó de ser una ciudad de sombras.

Julián volvió a escribir en su libreta esa noche. Solo una línea:
“El amor es el pan que no se reparte por orden, sino por corazón.”

Y debajo, con letra temblorosa, añadió el nombre del muchacho:
Esteban, mi jueves eterno.

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