LOS CORREDORES NEGROS DE LA SUBCONSCIENCIA
Por su olor inmundo los conoceréis.
H. P. Lovecraft, El Horror de Dunwich
PARTE I
CAPÍTULO I
RUMORES EN LA CALLE HÉROES DE GUERRA
Circulaban rumores sobre la casa Nº 246 en la calle Héroes de Guerra: en el piso donde habían vivido personajes famosos y trágicos, donde sucedieron hechos espantosos, y el cual había estado deshabitado durante las últimas dos décadas, se había instalado un extranjero multimillonario y excéntrico. No se había dejado ver hasta la fecha y nadie sabía de veras cuánto de cierto tenían las habladurías. Pero algo se sabía: era un entendido en ocultismo, y por tanto no era de extrañar que hubiera elegido precisamente el lugar para su residencia en el edificio cuya mala fama elevaba su importancia ante los ojos de los profesionales de las artes oscuras.
Había quienes, movidos por el mismo tipo de interés hacia “el piso maldito”, se reunían en el porche del edificio para adornar sus paredes con pinturas relacionadas con la siniestra historia del lugar. Fueron ellos, los de caras pálidas y ropas oscuras, quienes empezaron a difundir en susurros la noticia sobre el nuevo inquilino del 5ºB. “¡El 5ºB!”, repetían sus labios de colores fríos, tras oírselo decir a los transportistas que subían los muebles, y se retorcían en muecas de envidia por la experiencia que los otros estaban viviendo ignorantes.
Agolpándose en la puerta de madera hinchada por la humedad, con pintura descolorida y escamada en muchos sitios, preguntaban por el comprador. Los transportistas, reticentes, esquivaban la curiosidad de los vecinos. Mientras fumaban dejaban caer palabras llenas de ignorancia. Pero entre ellos había uno de mueca más contraída y voz desagradable que al aceptar un billete y guardarlo pensativo en el bolso del sucio pantalón, con un falso tono de conocimiento privilegiado, convirtió unos pocos datos en un tenebroso secreto que la muchedumbre aburrida ansiaba tener en sus vidas vacías de emoción. Un container había arribado a puerto, a nombre de A. Bernhard. El misterioso nuevo propietario todavía no había llegado al país en persona, pero había mandado amueblar su apartamento con antelación. Un murmullo recorrió la multitud que se reunía a su alrededor: la vivienda había permanecido en un estado de abandono durante los últimos veinte años y requería reforma para ser habitable. ¿Cómo era posible que alguien se instalara en aquellas condiciones? Pero ese tema quedó sin ser aclarado. Al igual que la mala suerte que siguió al confidente, cuando al salir al balcón la vieja estructura crujió y se derrumbó bajos sus pies, arrastrándolo hacia abajo y dejando el cuerpo reventado contra el pavimento delante del edificio ante las miradas fascinadas por el horror. El suceso se interpretó como otra señal de la maldición que rodeaba el piso.
Y las leyendas volvieron a circular alimentadas por los nuevos rumores. Y la fama del “piso maldito” comenzó a revivir con nueva intensidad tras largos años de susurros en círculos cerrados.
CAPÍTULO II
EN LA FÁBRICA DE ARMAMENTO
Un ruido industrial, a través del cual irrumpían a gritos las voces, llenaba todo el espacio oscuro del laberinto compuesto por largos corredores, nichos y puertas con letreros “¡Alto! Zona de peligro”. Varios pares de botas dejan pisadas húmedas en el suelo de cemento de un pasillo con las paredes de ladrillo rojo. Un rugido de megáfono seccionó la barrera del sonido de la maquinaria pesada: “Sector 24/5K abierto para la inspección”. Las puertas de metal se movieron hacia un lado con un estruendo pesado. El ruido golpeó con nueva fuerza. El olor a metal incandescente penetró con la primera inhalación y se incrustó en los pulmones. Se facilitaron mascarillas y la procesión continuó a lo largo de la banda transportadora que salía de un punto indeterminado y desaparecía en las entrañas de la construcción. Las miradas de los trabajadores no osaban apartarse de su trabajo, pero su esencia interior estaba fuertemente soldada a uno de los que habían entrado.
Detuvieron el paso ante una superficie metálica sobre la cual el capataz les mostró un misil aire-aire de nueva generación. El encargo estaba cumplido.
—¿Para cuándo sería la fabricación en serie? —sonó una voz que más que humana parecía ser parte del ruido industrial.
Todos los ojos miraron al capataz que encogió y palideció de repente.
—Cuando sea probado el primero —respondió uno de los acompañantes del grupo.
Aquel que estaba unos pasos delante del resto, se inclinó por encima del disminuido capataz escudriñándolo con su mirada de rayos X, y dijo de tal forma que cada uno de los presentes en el sector oyera sus palabras a pesar del ruido:
—Si los resultados no me dejan satisfecho durante las pruebas, puedes estar seguro de que vendré a por ti yo mismo. Y si me conoces, no querrás eso.
Los trabajadores, unidos entre ellos a través de su esencia interior, sintieron la amenaza contra cada una de sus personas, una palabra equivocada de uno, los condenaba a todos. El menguado capataz aseguró a aquel que se elevaba sobre él e invadía todo el espacio alrededor que no tendrían ningún problema.
Se sintió un alivio general.
—¿Cuando desea que se pruebe? —Se atrevió a preguntar una voz del grupo.
Aquel que infundía miedo, inclinó ligeramente la cabeza, apartando la mirada del capataz casi desaparecido, en dirección al acompañante.
—Ahora —Su voz resonó con un eco por encima del ruido mecánico y se dispersó por todos los rincones de la fábrica.
En un abrir y cerrar de ojos el espacio pulsátil de la fábrica se enrolla como un embudo y desagua en otro lugar. Campos infértiles; un área de pruebas de armamento nuclear abandonado; a lo largo de muchos kilómetros se extienden los esqueletos oxidados de la maquinaria radiactiva. La nueva arma se probaría allí.
El avión lanzó los misiles más allá del alcance visual. Se confirmaba la precisión, la velocidad. Pero el alto, el negro, el sin sombra, quería saber si en cuatro meses tendrían fabricado el número necesario de misiles. Hubo un momento de un dudoso silencio que aclaraba todo.
—Debe haber misiles suficientes de este tipo. Solo este modelo. No os he sacado de las fauces de La Negra y Fría con mis propias manos para que holgazaneéis.
Alguien se atrevió a exculparse:
—El Coronel no lo especificó en sus órdenes. Otros modelos se siguen fabricando.
Recorría a los presentes con el rayo de su mirada radiactiva, petrificando a cada uno de ellos.
—Mis órdenes están por encima de las decisiones del Coronel —rugió amenazador—. Os he dado una oportunidad porque fuisteis los mejores en vuestros tiempos, ahora hay que pagar por el favor. ¡A trabajar! No me hagáis esperar los resultados.
Se enroscó en una espiral y se fue bajo la tierra como un taladro. Tronó, y en un momento cayeron desde el cielo radiactivo agujas de lluvia ácida sobre los campos de la desolación.
CAPÍTULO III
LOS HERMANOS
Nadie recordaba de donde habían surgido. Anteriormente debían de formar parte de la muchedumbre, pero lograron encontrar su propia meta e identidad a través de la magia. Los Hermanos, así se hacían llamar, cada viernes acudían a una casa abandonada en los suburbios, practicaban ritos oscuros en compañía de unos seguidores, y soñaban que algún día llegarían a poseer los conocimientos verdaderos y dominarían su propio destino el de los demás.
Unos escritos negros cubrían las paredes de la habitación donde se reunía el grupo. Un loco debió de escribir aquellas frases sin sentido y por ello resultaban aún más siniestras. En el suelo de hormigón estaba trazado con una tiza un símbolo mágico, y alrededor se consumían las velas. Las palabras habían sido dichas, las cuentas rojas y negras habían sido arrojadas en el centro del dibujo, y Los Hermanos emitían ante los demás la respuesta que la Fuerza les había transmitido. Así eran sus reuniones y en el rostro de la Hermana Khloe empezaba a dibujarse el hastío. Empezaba a estar aburrida de ese juego que hacía diez años le resultaba emocionante, pero ahora llegaba a ser insuficiente.
—Tenemos que avanzar, crecer espiritualmente, no podemos quedarnos estancados en un sitio, con gente que no nos aporta nada. Tenemos que buscar a alguien de quien aprender —repetía cada vez tras las reuniones al quedarse a solas con el Hermano Oxid—. ¿Has oído hablar de una agrupación llamada El Nexo? La dirige un brujo. Todos los sábados organizan una fiesta y adoran a una divinidad oscura. Los que logran entrar allí aprenden artes mágicas de verdad. Allí, allí es donde tenemos que entrar si queremos tener éxito en lo que hemos empezado.
Oxid suspiraba, había prometido seguir y proteger a la que era su Hermana, no de sangre, sino de espíritu, y por lo tanto terminaría por aceptar su descabellada idea.
CAPÍTULO IV
LA MISA NEGRA
El demencial batir de los tambores. El éxtasis negro. Entre los focos luminiscentes y los sonidos sintéticos: los cuerpos deshumanizados convulsionando en un arrebato de fascinación y locura.
Siervos de La Madre Negra y Fría. Estáis aquí para rendirle culto. Vuestros gritos y vuestro dolor la alimentan. Y por supuesto la carne y la sangre que tanto ansía. El altar volverá a ser bañado con la esencia de quienes no son de los nuestros. Porque llegará el día cuando la Madre saldrá desde su guarida en las profundidades terrestres y de su ira se salvará solo aquel que haya sido purgado en estos ritos.
Y hubo sacrificios humanos en los altares negros impregnados con sangre vieja. Y hubo oraciones dirigidas a la Grande. Sedientos de emociones, mamaban la leche sangrienta de su bestial madre. Y volvían a caer en el éxtasis y la lujuria.
A su vez, el negro y abrasador vertía su veneno de la seducción en los oídos de la masa exaltada. Desde el alto de su plataforma metálica se elevaba por encima de todos, recorría el jolgorio con sus ojos, dos focos fosforescentes, estudiando a la ebria e ingenua multitud, finalmente entregándose él mismo al ritmo de los malditos tambores.
CAPÍTULO V
LA PÉRDIDA
¿Era la locura la que los había tragado? La lucha entre mantener su conciencia firme o abandonarse a la locura. Habían bebido algo que seguramente llevaría alguna droga. Oxid todavía recordaba cómo habían llegado. Un tipo, un conocido, según Khloe, consiguió apuntarles en la lista. Les dejó unas pulseras con código que sería leído en la entrada. Salir cuerdos de allí sería cosa suya. Oxid le había dicho a Khloe que se mantuviera cerca, pero le bastó cerrar los párpados durante unos segundos, o eso le pareció, cediendo a la música y la embriaguez, para perderla de vista.
Khloe solo podía sentir levemente la fría superficie de los azulejos contra su mejilla. Las dimensiones de un baño se alargaban deformes en un infinito. No podía haber tales espacios en un apartamento. Ni los había. Un pensamiento fugaz cruzó su envenenada conciencia: ¿Y si esa era su muerte, en un baño ajeno y sucio? A su lado goteaba un lavabo roto, los ojos seguían el oxidado rastro del agua. “¿Dónde estás, Hermano?”. Un punzante ataque de soledad le hizo levantarse para volver a vagar por los pasillos que no llevaban a ninguna parte. Entonces, sin saber de dónde, surgió una figura. Los rasgos de su cara estaban borrados. A veces Khloe veía un ojo, a veces, una boca torcida en una mueca.
—Te has perdido. —La cogió del brazo y fue arrastrando su entumecido cuerpo como si lo llevara por el aire. La realidad se desplazaba de un lado a otro, no había ni principio ni fin en aquellos pasillos. Una puerta apareció delante de ellos—. Ábrela, y volverás allí de donde has venido.
Khloe callaba. Todo daba vueltas a su alrededor como si estuviera siendo absorbida por una fuerza centrífuga. Perdió el equilibrio y cayó de rodillas al suelo.
—¿Qué tenemos aquí? —Una risa en la cercanía. Unos dedos recorrieron las líneas del tatuaje en su espalda, abrasando como las ascuas—. ¿Los niños han estado jugando a ser adultos?¿Cómo te llamas?
Khloe balbuceó algo tirada en el suelo, pero no emitía apenas sonido.
—¡Di tu nombre! —Le ordenó de tal modo que le provocó un miedo mortal.
—Khloe.
El hombre hizo un gesto horrible atrapando su nombre en la mano. La cogió del brazo y la puso de pie contra la puerta para que no se tambaleara.
—¿Quieres jugar conmigo, Khloe? —le susurró al oído haciendo que un hormigueo abrasador recorriera el delicado cuerpo de la chica. Siguió hablándole de esa forma cínica y vulgar, hasta que a Khloe le empezó a parecer que le gustaba, el miedo se transformó y se reflejó en forma de fascinación. Tenía su cara muy cerca. Era él, el que había exaltado y atraído a las masas hasta las puertas de su casa.
—El próximo sábado, Khloe, tu nombre estará en la lista otra vez. Ven, te prometo que va a ser interesante. —Inclinó sobre ella su figura negra y la besó con determinación. El beso: como decenas de descargas eléctricas; placer diabólico mezclado con la muerte. Después abrió la puerta y la empujó fuera, de vuelta a la extasiada multitud.
De camino a casa, con los sentidos intoxicados y destrozados en pedazos, arrastraban la sensación de ser observados por alguien inhumano. Fue exactamente aquella noche de oscura tentación cuando Oxid perdió a Khloe, su Hermana; cuando ella perdió a sí misma y su alma en aquellos enloquecedores pasillos. Pero no iban a entender que tenían que haber salido despavoridos de aquel maldito piso hasta que atravesaron la línea de no retorno.
CAPÍTULO VI
EL SALÓN DE TATUAJES
Hay en las callejuelas laterales siempre oscuras y llenas de humedad unos portales como agujeros en las fachadas de los edificios oscurecidos y mohosos que dan a los patios interiores, también oscuros y húmedos. Atravesando uno de ellos hasta una apertura en la pared y bajando por unos escalones de piedra resbaladiza se accede a un pasaje que une los bloques de los edificios sin la necesidad de salir a la calle. Allí hay una puerta con un rótulo que dice: “Salón de Tatuaje”. La gente viene por motivos evidentes o simplemente a entretenerse observando las maravillas artísticas que se hacen en ese lugar envuelto en luces fosforescentes y música densa.
Un día gris y lluvioso como otros tantos, entró un visitante, alto, pelo negro brillante por la lluvia. Deseaba un tatuaje. Un símbolo de líneas angulares y rectas con virutas en sus extremos, que mostró en un papel. Había ido a muchos otros sitios antes y nadie pudo realizarlo.
—¿Sería capaz de hacerlo, maestro tatuador? Me han dicho que es uno de los mejores, o incluso el mejor de la ciudad.
Un reto extraño y sugerente. Bienvenido. Un calco en el papel de transferencia. ¿Dónde lo desea? Desabrochados los botones de su camisa negra, el cliente señaló en el torso.
—Muéstreme lo que se oye sobre su talento.
Guantes de látex, una aguja sacada del una bolsa nueva, solución para desinfectar, zumbido de la máquina, vibración al contactar con la piel. Pero, ¿qué es esto, maldita sea? Allí donde la aguja rasgaba la piel haciendo brotar las brillantes gotas de sangre, la tinta que debía penetrar dentro no fluía bajo la piel blanca y fría. Cambio de la maquina y los detalles; empezaría de nuevo. Pero era como si la tinta se volviera transparente al mezclarse con la sangre; sangre de la que emanaba un olor extraño, hediondo, que le obligó al tatuador a girar la cara involuntariamente.
—Podemos probar con las cicatrices artísticas —dijo confuso.
—Es suficiente, maestro, no se abrume, será la especificidad de mi sangre. Al menos me ha dejado el dolor para un rato. —Una sonrisa torcida. Con un salto se incorporó y se quedó suspendido como una sombra gigantesca sobre el tatuador—. ¡Por su olor inmundo Los conocerás!
! — bramó su voz mezclada con los ecos del trueno. Momento de horrible resplandor, como un golpe de relámpago en pleno centro del espacio subterráneo, al cual le siguió un punzante dolor en la parte interior de la muñeca donde había aparecido un garabato negro. Ni rastro del misterioso cliente. Solo una marca calcinada en la pared.
CAPÍTULO VII
LA ENFERMEDAD. EL PRINCIPIO DEL VIAJE
Bajo los párpados cerrados: visiones nebulosas de lugares inexistentes, nunca vistos, creados por la mente febril. Fuego en las venas, corrientes eléctricas por los cables de las arterias, dolor cortante en los ojos debido a los focos de luz.
—¿Cuándo empezaron los síntomas?
—Hace unas semanas, lo he dicho. ¿Sabe qué es, doctor? ¿Una intoxicación? ¿Un virus? ¿No lo sabe? No puedo seguir así, la fiebre me consume, tengo escalofríos y espasmos violentos. Ah, si solo fuera eso… De noche me torturan las pesadillas, lo que me conduce a no dormir y seguir alucinando de día. La última vez que soñé fue con un hombre que venía a mi Salón a hacerse un tatuaje extraño, pero yo, como un poseído, acababa haciéndomelo a mí mismo, y en seguida caía enfermo, primero en el sueño y luego en la realidad. Ahora sonidos horripilantes me apuntalan los oídos, y una voz inhumana disuelve hasta la última molécula de mi ser. Los medicamentos no hacen efecto, pero… tiene que haber algo para tratarlo… Porque… se cura, ¿verdad?
Bajo las luces de neón, ruidos de motores y olores químicos, Oxid pensaba en ingresar en un hospital. Las paredes de antaño blancos azulejos se edificaban ante sus ojos y se extendían en una perspectiva infinita y claustrofóbica de un pasillo alumbrado por luces frías. Pero la voz de Khloe le susurró que el mal de ojo no tenía sentido tratarlo en hospitales. Hizo caso a sus consejos. Con el corazón pesado tuvo que dejar por un tiempo la ciudad y a aquella a la que había prometido estar siempre a su lado.
Kilómetros de autopista donde no se ven coches durante días seguidos. A ambos lados: páramos con algunos árboles solitarios, torcidos por una energía cargante. Hay una extraña neblina que no se dispersa nunca. En invierno la temperatura baja tanto que algunos coches dejan de funcionar. Si se tiene suerte, el siguiente coche pasará pronto y ofrecerá su ayuda. Pero si tarda muchos días esperando sin resultado, uno acabará quemando sus pertenencias y al final su coche por temor a quedarse congelado. Y tras unos días de sufrimiento y desesperación, habiendo renunciado a toda la posibilidad de superar esa autopista de la muerte, puede, si está escrito así, que llegue un camión solitario.
—Es lo que pasa siempre. Y así te pasó sin excepción. ¿A dónde ibas muchacho? Ah sí, conozco ese pueblo. Tiene fama de ser un sitio donde mandaban al exilio a las brujas hace unos ochenta años. Debes de tener algo muy grave para haberte decidido a venir.
Desde la autopista por una desviación hay unos dos kilómetros hasta el pueblo. Andando por un viejo camino lleno de baches por el cual no andan los coches desde hace décadas, se encuentran los restos de vías ferroviarias oxidadas que cruzan el camino en un sitio, y viejos puentes que se desmoronan por el desuso.
Acercándose al pueblo, no se oía sonido alguno, como si estuviese deshabitado. Detrás del viajero apareció, sin saber de dónde, un grupo de niños con labios y manos manchadas de algo negro. Debían de haber estado comiendo moras. Sus ropas de verano también tenían manchas oscuras. Sus mejillas estaban hundidas y pálidas, y los pies, desnudos. Este no era el pueblo.
—¿Cómo se va a Los Prunos? —Todos señalaron con los dedos sucios el camino que atravesaba el pueblo muerto y seguía entre los campos nevados.
Después de un cuarto de hora andando apareció el cartel. Una vieja se le cruzó a la entrada, mirando con desconfianza al forastero.
—¿Qué buscas? ¿La casa de Katarina? Hasta el final de la calle, giras a la derecha, bajas y enfrente del cementerio, la penúltima casa desde la otra punta. —Lo siguió con la mirada hasta que el joven giró para tomar la calle indicada.
—¿Qué le ha parecido el camino hasta aquí? ¿Difícil? Rara vez viene alguien. Como aquel pueblo vecino está deshabitado, lo mismo ha pensado que se había equivocado… ¿Ha estado dando vueltas mucho tiempo? —Una cara de la vieja, hinchada y con miles de surcos se asomó desde la oscuridad del portón.
—No mucho. ¿Me permite entrar? Me estoy muriendo de frío.
En la casa olía a comida y espacio cerrado a la vez. Una lámpara de queroseno ardía en la mesa.
—¿Ha visto a los niños al venir? —Cerró las contraventanas y limpió la mesa con un trapo—. Siéntese.
—¿Los niños? Sí, me señalaron el camino.
—Podían haberle engañado. Aunque… no suelen hacerlo a menudo. Dígame, ¿y había entre ellos una niña, alta, pelo negro… No muy guapa… Pero dígamelo. ¿Había o no?
—Sí, había, ahora la recuerdo. ¿Por qué están allí solos? ¿No tienen frío con esa ropa?
La vieja agitó la mano con enojo.
—No tienen… Así que no se ha ido… —murmuró para sí misma—. ¿Qué le ha traído? ¿Un mal de amor? ¿Problemas de dinero? Espere, preséntese primero. Deje fuera las apariencias, joven. El nombre es la clave para ver su interior. Susúrramelo al oído. Sí. Ahora veo su problema. Guarde su dinero. No tengo dónde gastarlo. Pero se quedará conmigo y me ayudará a cambio. Su cuerpo y mente urbanita se desintoxicarán en este remoto lugar.
CAPÍTULO VIII
LA NIÑA FANTASMA DEL PUEBLO
Los pies se hundían en los charcos de la nieve derretida. La vieja le había cargado con un saco de grano, y ella misma arrastraba un pequeño trineo de madera lleno de víveres. A lo lejos en el camino apareció el grupo de niños.
—Nos vamos a desviar e iremos por entre los huertos.
—Tendríamos que subir cuesta arriba con todo esto…
—¿Qué estás refunfuñando?
—Si nos piden algo les daremos unas rosquillas… Podría alguien darles también unos abrigos…
La vieja se paró en seco y se giró acercando su cara arrugada y roja por el frío a la de su acompañante.
—¿Qué abrigos? —su boca se contorsionó en un rictus. —Están muertos.
Fueron por entre los huertos. Fríos y huraños.
La oscuridad vino deprisa. Volvió a helar. En la casa olía a comida y a humo.
—¿Qué daño pueden hacer? Cuando vine me señalaron el camino.
—Daño… no hacen, pero pequeñas maldades… Podían haber agujereado el saco con el grano, roto algún tarro con aceite… o habernos hecho resbalar y caer… Me extraña que no te hayan hecho vagar más de la cuenta.
—¿Qué les pasó?
La vieja se sentó en la mesa, se sirvió el té caliente, cogió rosquillas y fue mojándolas hasta ablandarlas.
—Te lo contaré solo una vez y no volverás a sacar el tema. Haz como si nada, pásalo por alto, como lo hacen todos aquí… Unos setenta y siete años atrás, un demente local envenenó los pozos del pueblo vecino. Murieron todos los habitantes, y hasta ahora los que han intentado instalarse allí acabaron por irse. No vive nadie ahora. Aunque, pueden verse luces en algunas ventanas… incluso siluetas… Pero normalmente esta tranquilo… Solo estos se burlan descaradamente. ¿Por qué siguen? ¿Por qué ellos? Cierra las contraventanas. No me gusta… podrían estar mirando… —Dejó la taza en la mesa. Aumentó la llama de la lámpara de queroseno. Sus ojos brillaron—. Todavía me duele recordarlo. Supongo que nunca se me pasará… Ella no era muy guapa. Había salido a su padre. Pero en fin, era el único recuerdo… Yo sabía que le traería problemas con el tiempo y trataba de hacerla fuerte. Pero quizá hice más mal que bien. —Fue a las entrañas de la casa y trajo una fotografía en blanco y negro—. ¿Has visto cómo ha cambiado ahora? Qué mirada, cómo sierra con ella… Aquí todavía era… buena…
Oxid recordaba haberla visto en el grupo. Había ciertos rasgos de ave en sus facciones. A pesar de no ser en color la fotografía, uno sabía que los ojos eran de un azul intenso. Podía haber sido bonito con el pelo negro… Pero no lo era. La imagen proveniente del recuerdo cubría como un velo la cara del retrato. Labios negros, ojos oscurecidos, hundidos, rodeados de círculos oscuros, pelo corto desgreñado, tieso como las plumas de cuervo…
—Ella no tenía que haber estado allí. Pero siempre iba a ver a los amigos. Cuando pasó lo del agua envenenada, se quedó allí. No se va. La he estado echando, pero he tirado la toalla hace mucho. Todos se han acostumbrado. Acostúmbrate también. Y cierra las contraventanas por las noches.
CAPÍTULO IX
EL SITIO AL LADO DE LA TUMBA. EL REMEDIO
La esperada mejora no llegaba. Los días pasaban sin sentido. Cuando la nieve fue absorbida por la tierra, se destaparon los cuerpos congelados de los pájaros y los animales pequeños. Pero las noches seguían siendo muy largas. Los sueños pesados rotaban bajo los párpados como una película en blanco y negro. Una voz distorsionada taladraba los oídos sin cesar y su frase repetitiva apuntalaba el cerebro con un ritmo enloquecido: “Soy un virus que pudre tu mente y corrompe tu cuerpo”. Si no se curaba de una vez, se iría de inmediato.
—Vete, vete, ya volverás. La nieve se ha convertido en agua, y los socavones se han llenado. Viste los puentes caídos cuando viniste… No pasarás el camino hasta la autopista hasta que esté seco.
—Vine aquí con la esperanza de curarme…
—Impaciente urbanita, lo quieres todo para ahora —Suspiró la vieja, pero empezó a moverse por la casa, recogiendo algunos objetos y llevándolos a la mesa—. Primero harás eso, exactamente como yo te diga —Le ató un hilo en la muñeca, mientras susurraba algo sobre el nudo—. ¿Qué significa ese dibujo que tienes?
Silencio. Confusión.
—Supongo que nada. Simplemente un dibujo.
Sus miradas no se cruzaban. Llevaría el hilo negro durante tres días, luego tendría que ir al cementerio y enterrarlo en el lado donde se pone el sol. Cuando se pudra el hilo en la tierra, el mal se irá. Le pareció demasiado simple, y siniestro en su simpleza. Pero siguió las indicaciones. Al tercer día, a la hora del atardecer fue al cementerio que empezaba en frente de la casa. Lo rodeó como le fue dicho y cavó, no sin dificultad, un hoyo en la tierra congelada. Mientras lo hacía, notaba una mirada tras su espalda. Se giró y se encontró con la niña. En una mano llevaba una comba; con la otra lo llamaba para que la siguiera.
—No iré contigo.
Ella apretó los labios morados. En sus ojos se hundía el rojo atardecer. Volvió a llamar.
Le llevó entre las tumbas, haciéndole agacharse debajo de las ramas desnudas y frías. A veces no había sitio suficiente ente las tumbas viejas y tenía que pisar los montículos con cruces sin nombres visibles. Se pararon de repente. La niña se colgaba de una cruz torcida y medio hundida en la tierra. La foto casi no se veía por el paso del tiempo. Alexandra Hol… no se veía el final. Nacida en 1927, muerta en 1937.
—¿Por qué me has traído a tu tumba? ¿Porque duermo en tu habitación y he visto tus juguetes que siguen allí, y piensas que voy a quedarme para que no te aburras? Vete. Hace mucho tiempo ya de… ¿Qué te retiene?
Ella no respondió a ninguna de las preguntas. Se puso de cuclillas y empezó a cavar la tierra al lado de su tumba con las manos; sus hombros se estremecían por unos sollozos mudos.
La dejó allí. Ya era noche cerrada cuando logró salir del laberinto de tumbas. El camino de vuelta a casa alumbrado por la luz de las estrellas era deseado como nunca antes. El viento, que no se notaba entre los árboles, ahora penetraba hasta los huesos. Pero todavía tenía otra cosa que hacer. Sacó una jarra de cinc con tapa que se corría hacia un lado, y la llenó con el agua fría del pozo donde se reflejaban las estrellas. Las asociaciones con la historia del agua envenenada volvían a oleadas a su recuerdo mientras entraba por la abertura en la empalizada, sintiéndose observado desde algún punto en la oscuridad.
CAPÍTULO X
LA MUERTE DE LA BRUJA
—¿Has tenido miedo?
—Mi mente de urbanita no tiene miedo a las supersticiones.
—Peor para ti. ¿Te han estado vigilando? —La vieja parecía intranquila.
—Siempre están… pero, no he visto a nadie. —La bruja le miró de reojo y señaló con su dedo gordo para que posara la jarra sobre el raído hule que cubría la mesa. —Mira dentro y dime lo que ves.
—El agua negra y estrellas.
—Ahora bebe un trago, no temas, el agua de aquí es pura. —Como descargas eléctricas bajaba por la garganta hasta el estómago. Muy pura y fría—. Llevarás ese agua contigo hasta que acabes de beberlo, tendrás que terminarlo antes de que las estrellas desaparezcan. Luego será como veneno. —Arrastró la jarra por la mesa hacia sí—. Ahora te diré lo que veo yo sobre tu pasado, presente y futuro, porque sé que sigues desconfiando de mi, dudando de si funcionará el método y te curarás o la vieja solo te engaña para aprovecharse de ti.
Miró dentro del agua estrellada y empezó a hablar sobre la vida de una persona que escondía tras metros de tela negra un cuerpo demacrado y un corazón infeliz.
De repente un grito de horror escapó de su garganta. Las manos temblaron y parte del agua se derramó al suelo.
—¡Veo tu enfermedad! ¿Cómo no lo vi antes? —La mirada enloquecida de la bruja vagaba por la estancia— ¡Está aquí, lo noto!
El viento huracanado hizo golpearse las contraventanas con fuerza, llamaradas salían del horno, olía a humo que había llenado la vivienda en pocos segundos. La vieja le agarró del antebrazo, empujando hacia la puerta.
—¡Sal de la casa!
Lo arrojó a la intemperie sin ropa de abrigo, confuso e irritado. Ella misma se quedó en la casa, gritando a alguien o algo, maldiciendo y lanzando objetos que se rompían con estruendo. Refugiado en un rincón del cenador, tras haber intentado sin resultado abrir la puerta, Oxid se arrepentía de haber temido de las advertencias de la bruja respecto a las inundaciones. Varios minutos después, la niña apareció en el umbral; la puerta se abrió de golpe ante ella sin que la tocara con la mano. Tras la humareda en el interior de la casa no se veía nada. Los gritos de la vieja provenientes desde las profundidades de la vivienda llegaban apagados y entrecortados:
—¡Mírala a la cara de una vez!
Pausa. Crujidos del suelo de madera bajo unas pisadas fuertes. Una voz distorsionada retumbó como a través de un amplificador de sonido:
—Ve con tus dioses, si los encuentras.
A través de las ventanas se vio un resplandor, la niña desapareció en un instante, y la puerta volvió a cerrarse con un chirrido molesto. Ya no se oían más gritos, ni otro tipo de ruidos. Oxid tuvo que reunir las fuerzas para entrar, porque no esperaba nada bueno. Entre el humo y los restos de objetos rotos y calcinados estaba tendido el cuerpo de la vieja, retorcido en una postura irreal, cubierto de hollín y quemado en algunos sitios, emitiendo un leve gemido. Oxid se puso de rodillas y se inclinó sobre ella para distinguir mejor sus palabras.
—Tenía que haberlo visto. Estás maldito, condenado… No estaba en mi poder curarte. Llevas su marca… le perteneces. No podrás escapar, estás muerto…
Aquella noche la bruja murió en una terrible agonía. Los vecinos aglomerados en la casa lanzaban acusaciones e insultos al forastero al que consideraban culpable. Muchos querían estar presentes al lado de la bruja en el momento de su muerte, para recibir su poder. Pero la vieja le agarró de la mano a Oxid y volvió a repetir que estaba marcado, y no evitaría la fatalidad.
Poco a poco se fueron todos, descontentos y celosos de la suerte que tuvo el otro. Le habían recordado varias veces que debía ser él quien velara el cadáver y excavara la tumba, porque era el elegido.
El cadáver tenía que permanecer en la casa al menos tres días. En este tiempo cavó el hoyo al lado de otra tumba en el lugar donde quedaban las huellas de unas manos pequeñas. La tierra todavía estaba congelada y tuvo que llevar cubos de agua hirviendo para ablandarla.
Podía haber abandonado, huido a toda prisa, no debía nada a nadie. No lo hacía porque sintiera un deber moral o estuviera obligado por otros. Algo le retenía en esa casa. Necesitaba encontrar al menos un explicación, ya que la curación parecía ser imposible.
Tapó todos los espejos y superficies reflectantes en la casa, haciendo caso a la superstición, y por la noche veló el cuerpo tendido sobre la mesa de la cocina tapado con una sabana. Nadie vino a lavarla ni a vestirla.
La niña acudía por las noches, se sentaba en el taburete en un rincón y observaba con sus ojos muertos.
—Sabías que tu madre iba a morir, por eso señalaste el sitio junto a ti. La estabas esperando todos estos años. ¿Ahora te irás?
No respondía, hurgaba con el dedo en el agujero en la barriga de un peluche.
Buscando en la casa algo que estuviera escondido y por tanto fuera muy importante, Oxid encontró una caja. Entre la ropa de la niña y los cuadernos con sus oscuros dibujos rescató una vieja y descolorida fotografía de un hombre joven en uniforme de piloto; sus ojos habían sido raspados con una cuchilla hasta el blanco del papel. La niña, asomándose por detrás del hombro, señaló la imagen asintiendo con la cabeza. Aparte de eso, encontró una carta escrita por Katarina a una tal Ana Shegel-Rotz hace 78 años, pero que fue devuelta por el cambio del domicilio del destinatario. Nunca había sido abierta, ni leída. Oxid rompió el sobre amarillento y sacó varias hojas con una letra grande, no demasiado bonita, trazada con una pluma de metal.
—¿Quieres que la lea en alto?
No esperó afirmación alguna. Aumentó la llama de queroseno y empezó a leer.
CAPÍTULO XI
LA CARTA DE KATARINA HOLTS A ANA SHEGEL–ROTZ
Los Prunos, el 19 de mayo de 1935
En esta carta me dirijo a Ana Shegel-Rotz, la mujer del general Alexander Bernhard. Se acordará de mí, tuvimos un encuentro el día de su boda. Mi intención no era, ni es, arrebatar lo que le pertenece, sino advertirle del peligro que le supone el haber aceptado la proposición. ¿Por qué me interesa hacerle saber que el hombre con el que ha contraído matrimonio no es quién aparenta ser y que la vida a su lado estará llena de dolor y amargura? Porque una vez también fui joven y él destrozó mi vida sin arrepentirse nunca de ello. No sé cuál fue el motivo que la llevó a ceder, pero supongo que no lo hizo por deseo propio. Tendría algún problema, algún secreto y él se aprovechó de su situación.
Le contaré mi historia, lo que sé sobre él para librarla de la ceguera con la que ha cubierto su mirada, y de ese modo será capaz de advertir sus engaños.
Vivíamos en un pueblo próximo al lugar donde viven ahora. Él era hijo de un militar. Yo venía de una familia de curanderos de sangre. Empezamos a salir juntos allá por el año 1925. Como cualquier niña de quince años, me ilusioné, me enamoré y estaba dispuesta a escaparme con él si mi familia lo rechazara. Hacía oídos sordos respecto a los comentarios de mis amigas, todo lo que las asustaba y hacía desconfiar de él, a mí me parecía atractivo, todo lo que para ellas era un defecto o vicio, yo veía como un encanto. Nos unía algo que otros no veían. Nuestro rechazo a normas, costumbres, expectativas de los demás… Entonces lo veía así. Ahora sé que lo único que le interesaba era acercarse a los conocimientos de mi familia sobre la magia. Pero pronto entendió que, aunque consintieran nuestro matrimonio, nos mantendrían apartados a los dos de los asuntos familiares en ese campo. Lo que yo sabía por aquella época era una pequeña parte que a él no le bastaría, no sacrificaría su vida por tan poco. Pero todo eso lo entendí con el tiempo. Entonces, le llegó el día del reclutamiento y dijo que hablaríamos de todos los asuntos a su regreso. Yo le creí. Le mandaba cartas, a las que nunca recibía respuestas. Hasta que un día decidí ir a verlo. Había algo importante que tenía que saber. Estaba embarazada. Quería que pidiera unos días de permiso para casarnos. Pero entonces me informaron de que él había pedido el traslado hacía varias semanas a una región muy alejada, en las Colonias del Norte. Tampoco respondió a las cartas que mandé allí. Desapareció, no supe nada de él, no volví a verlo hasta su boda.
Poco después de aquello hubo un violento cambio de gobierno. Salió un decreto que ordenaba la expulsión de las personas relacionadas con la magia o la curación a la remota región donde sigo viviendo ahora. Los que se opusieron fueron fusilados, pero la gran mayoría fue trasladada obedientemente. Me quedé sin la menor esperanza de encontrarlo si volvía por allí. Aunque ya no sintiera nada por él salvo odio.
Aquí en el pueblo tuve a mi hija que fue la principal razón por la que me presenté en su boda, Ana. Él tenía que saber de ella. Saber que había muerto. ¿Cómo supe que había vuelto y se iba a casar? Mi hija me lo había dicho. Un día me contó que lo había visto en los pantanos donde vivimos. Ella también era bruja. En el instante cuando él enfureció y mandó que me detuvieran, vi que no era él. Había vuelto muy cambiado, había vuelto como general, con una posición social respetada, y me hizo parecer como una desquiciada ante la gente. Pero en esos breves momentos entendí que no era él con quien tenía que hablar, pues nada cambiaría, ya que la oscuridad de su juventud se había hecho más profunda, su maldad había aumentado y yo no podría medir las fuerzas con él. Por eso me dirijo a usted, por eso le grité aquel día para que algo se agitara en su interior, para que me recordara. Debe saber que él no quiere a nadie, solo le interesa él mismo y la adquisición de poderes místicos. Se aprovechará de usted y cuando no le sirva, la abandonará sin dar explicaciones, eso si no decide librarse de usted de otro modo. Puedo entender que esas palabras la asusten o la hagan desconfiar, porque las considerará palabras de una mujer despechada. Pero no es más que un consejo, creo que en el fondo lo sabe. Porque en realidad lo detesta, lo teme, sospecha de cada palabra suya. Él la ha obligado con sus artimañas, pero usted piensa en la muerte como algo menos terrorífico que una noche a solas con él. Si tiene la posibilidad de huir, huya. Si no, esté alerta, aunque no creo que pueda hacer nada. Ni siquiera yo puedo ayudarla, solo advertirla.
Se despide de usted,
Katarina Holts.
CAPÍTULO XII
EL ENCARGO
Ella había adoptado sobre su trono una postura que la asemejaba a las antiguas diosas del Oriente Medio. Sus rizos negros adornaban rosas que nunca se marchitaban, su cuello y muñecas, toneladas de piedras preciosas y oro. Un lánguido movimiento de pestañas mientras humedecía con la lengua el labio inferior.
—¿Por qué no venías a verme, Bernhard? —Una mirada de fuego alcanzó a su destinatario sentado a unos metros en un sillón barroco, con una pierna sobre la otra.
—Esperaba a que te impacientaras por verme. —Una mueca retorció sus labios.
—Creo que esta vez he sido yo la que ha esperado a que te impacientaras tú —murmuró ella, a lo que él respondió con una carcajada.
—He decidido levantar el castigo y te invito a volver con nosotros, Mayra. Eres una pieza importante y le haces falta a la Casa. Vengo con un encargo importante, mucho más que los anteriores. Tal que ni te has atrevido a imaginar en toda tu triste y miserable vida.
Ella hizo un gesto interrumpiendo el discurso, tocó la campanilla y detrás de las cortinas rojas aparecieron dos muchachas desnudas, sus cuerpos estaban adornados con pinturas coloridas y joyas. Obedecieron el gesto de ella y sirvieron las bebidas en copas doradas y acercaron las bandejas a cada uno. Luego se les ordenó que abandonaran la estancia.
—¿A quién tengo que asesinar, envenenar, embrujar, extorsionar, esta vez?—indagó ella sonriente, intentando disimular sus nervios.
Él mantuvo silencio hasta que se oyó el golpe de la puerta.
—¿Estas son nuevas? Debías haberles explicado que cuando yo estoy aquí, ellas se van fuera. Servir una copa… Podrías hacerlo tú misma.
Ella acarició el pelo con la mano.
—La dueña y la ama del local hace tiempo que no despacha —replicó con insolencia y se topó con la ofensa que se proyectaba hacia su persona—. Estoy deseando volver después de tantos años, sobre todo porque tú mismo has venido a decírmelo. Pero antes dime, ¿qué estás tramando? ¿Qué es lo que no puedes hacer sin mi?— Su tono de voz cambió y la expresión de su rostro también.
Él bebió con calma de su copa y la posó sobre una mesilla dorada.
—Voy a organizar un encuentro con gente importante, gente poderosa e influyente en menos de seis meses. Tú tienes que atraerlos a mí, que acudan todos al mismo sitio, el mismo día, y que lo hagan voluntariamente. Antes de eso, espíalos, consigue toda la información que guarden bajo siete llaves, todo lo que temen que salga a la luz. Manipúlalos, ofréceles lo imposible, pero tráemelos a todos dispuestos a colaborar para conseguir aquello con lo que sueñan. Por suerte, el alma humana es tan codiciosa y retorcida que si lo sabes hacer bien, no será demasiado complejo. El resto, no te incumbe.
—¿Y qué te impide invitarlos tú mismo? Con solo un gesto de la mano podrías tenerlos allí donde quisieras.
Él bebió un largo trago de la copa, y respondió con tedio:
—Te he dicho que deben acudir voluntariamente, deben meter la pata, fracasar y darse cuenta de que son miserables. —Volvió a beber sin dejar de mirarla—. Además, mi condición me absuelve de realizar los trabajos sucios que pueden hacer los sirvientes. Yo me dedico solo a lo que me interesa y lo que nadie más puede. El deber de un señor es saber gobernar a los demás. —El lado izquierdo de su rostro, deformado por una antigua cicatriz se torció en una mueca.
—Dame los nombres.
Con un gesto rápido él sacó de las sombras una carpeta de cuero negro y la sostuvo en la mano.
—Ven a cogerla, Mayra.
Ella bajó de su trono sin prisa pero obediente; la cola del vestido negro se deslizaba por el suelo de mármol como una serpiente. Se paró muy cerca del sillón donde él permanecía sentado, mirándole a los ojos. Estrechó la mano para coger la carpeta y en ese instante él la dejó caer. Las hojas y las fotos se desparramaron por el suelo. Bernhard chasqueó la lengua como señal de desaprobación de la torpeza que ella acababa de mostrar.
—Tendrás que recogerlo —le dijo.
Ella permaneció inmóvil ante su orden.
—¿Te niegas? —Simuló una sorpresa— ¿No querrás que lo haga yo?
Ella iba a llamar a las chicas.
—No. Lo harás tú misma. ¿O quieres que se enteren de todo esto?
Ella estiró el instante hasta que tragó su orgullo, se puso de rodillas y empezó a recoger las hojas tiradas alrededor del sillón donde Bernhard seguía bebiendo y observando sin inmutarse. En un momento dado ella levantó la mirada y él reaccionó dándole un leve golpe con la punta de la bota en la mejilla.
— Sigue recogiendo —dijo con frialdad.
Cuando hubo terminado, Mayra miró los papeles y su expresión volvió a cambiar.
—Esa gente es muy importante, son personajes públicos, siempre se sabe dónde están y con quién. Es prácticamente imposible acercarse a ellos. —Había un aire de indecisión en su rostro. Quiso levantarse, pero él puso el pie en su hombro impidiendo su intención.
—Allí está el reto.
Ella arrugó la cara.
—¿Y si no consigo hacerlo? ¿Me tirarás a los perros?
Bernhard encogió los hombros quitándole importancia a sus palabras.
—¿Por qué no ibas a poder hacerlo? Eres buena seduciendo a los hombres. Y los que no lo son… tendrás que emplear tu imaginación. No veo razones para que no te salga bien. A no ser que te pases con los vicios y pierdas el control. Y espero que eso no ocurra, porque no tendrás más oportunidades de expiar tu culpa y volver.
Ella le seguía mirando desde abajo.
—No tienes ni idea de cuánto he cambiado. Estoy limpia. Soy decente. Solo dirijo este local, donde los hombres como tú vienen encantados.
Al decirlo fue bruscamente agarrada y arrastrada hacia un espejo por una mano poderosa. Le agarraba del pelo e inmovilizaba su cabeza con la otra mano. Las rosas cayeron al suelo ajadas como por el calor.
—Mírate, mírate, ese es tu interior. Eres miserable, degradada y acabada. Te crees reina, pero vendes tu cuerpo rancio y usado a esos ciegos de vicios como las demás. —Le escupía las palabras en el oído, mientras ella trataba de liberarse en vano.
—Qué poco te costó a ti…
—¡Mentira! ¡Bien caro lo pagué! —bramó él y el espejo se agrietó al sonar las palabras—. Espero que hayas vuelto a recordar tu sitio…
—¿Para cuándo? —masculló ella entre los dientes.
—El sábado seis de octubre es la reunión. —La soltó como sueltan a un andrajo lleno de pulgas.
—Dime, ¿qué estás tramando?
Él se inclinó como una sombra gigantesca sobre ella.
— Cumple con tu parte y yo cumpliré con la mía. Mis razones… algún día las conocerás. Por cierto —dijo alejándose unos pasos—, tu oro se está escamando.
CAPÍTULO XIII
EL ENCUENTRO CON LA VIUDA
Bloques de edificios rectangulares de hormigón gris y elementos metálicos cubiertos de óxido. El eterno olor a humedad en los portales siempre oscuros. Puertas raídas y sus inquietantes mirillas. Veinte tediosos minutos de frases por turnos a cada lado de una de estas puertas. No había manera de convencer a la vieja para que abriera. Ni siquiera escuchaba hasta el final; interrumpía con sus “yo no lo conozco, no sé lo que quiere, váyase.” Ni siquiera los nombres de Holts y Bernhard lograron provocar un cambio en su reacción negativa. Maldijo a todos, incluido el visitante que poco a poco empezaba a resignarse a obtener algún resultado.
—Me ha costado mucho trabajo encontrarla, señora Shegel-Rotz. Entiendo que no quiere volver a hablar del tema, y que yo no soy nadie para que sienta compasión, pero usted puede ayudarme con muy poco. Permítame hablar con usted, lea la carta, y quizás eso la ayude también a reconciliarse con su pasado.
Hubo silencio al otro lado de la puerta cerrada. Momentos de consideración e indecisión. La puerta se entreabrió, pero la cadena seguía echada. Una cara macilenta y arrugada se asomó por la apertura. Lo estudiaba y no daba su aprobación.
—He venido desde otra cuidad para poder hablar con usted. —Le enseñó la carta y dijo que si quería leerla tendría que dejarle entrar.
¿Había algo en esa carta que no supiera ya? No. Han trascurrido más de tres cuartos de siglo desde que fue escrita. Todo ha tenido ya una explicación. ¿Qué importaban ahora esas advertencias, al parecer bienintencionadas, cuando la vida ya había pasado? Además, no lograría cambiar su opinión acerca de que le lanzó un aviso, según decía en la carta, y no una maldición. La vieja se quitó sus gafas de cristales gruesos y le miró con sus ojos llorosos por el esfuerzo de la lectura.
—¿Qué pensaba que conseguiría con eso? ¿Remover mis recuerdos? Lo único. Ya nada cambiará con saber esas cosas. Si la hubiese recibido a tiempo, quién sabe, quizá me habría ahorcado. —Golpeaba la mesa de la cocina con sus dedos curvados y un poco deformes. El reloj de cuco en la pared dio las cinco. En la calle empezaba a oscurecer y la vieja corrió las cortinas estampadas con pequeñas flores. Una decepción pasajera—. Esperaba una explicación a mis desgracias. Qué estúpida. Las maldiciones son las que me han torcido la vida. Pero no me compadeceré, no diré que no me merecía esos castigos. Hice cosas, cosas malas, yo misma preparé el terreno.
Oxid la oía hablar a la vieja y temía que se perdiera en sus recuerdos. Se había alterado notablemente. Hacía largas pausas entre frase y frase para recuperarse. Se había abierto una puerta en su memoria, y la viuda se dejaba arrastrar por sus corrientes descontroladas.
—¿A qué ha venido aquí? ¿Qué tiene que ver con esta historia?
Era difícil de explicar el porqué de su visita. No lo había razonado demasiado. Fue a la dirección escrita en el sobre, allí un vecino se acordaba a dónde se habían mudado, y así siguió el rastro hasta llegar a este piso.
—Cuando conoció a Katarina ella parecía llevar un gran peso. Usted parece que también lo lleva. Algo las unía. Alguien… ¿Qué pinto yo aquí? Ojalá lo descubra pronto.
La explicación no le bastó a la vieja. Incluso se rió con pena.
—¿Ella le ha mandado? ¿A echarme algún mal de ojo o veneno, para acabar conmigo de una vez? ¿Cómo puede seguir guardándome rencor después de tantos años? ¿Es que no entiende que yo no se lo quité? —Su voz temblaba de rabia, de no poder demostrar nada.
Salió de la cocina precipitadamente y volvió con un frasco de valeriana. Se tomó unas gotas. En seguida el olor se expandió provocando en el visitante una desagradable inquietud.
—Nadie me ha mandado. Ella está muerta. —La vieja le escuchaba con miedo en la cara—. Hubo un accidente…
—¿Accidente? —Repitió la palabra con temor—. No me lo creo.
—Yo tampoco —dijo el visitante.
Ambos callaron. El persistente tick-tack del reloj de cuco y el goteo de un grifo, eran los únicos sonidos en la vivienda.
—¿Y qué espera que le cuente? ¿Cómo, en qué podré ayudarle? —La vieja no dejaba de jadear. Sus manos no podían estar quietas.
—Cuénteme sobre su relación con Bernhard, porque es ese el punto que las une.
Ella se mostraba reticente, y todavía no llegaba a entender qué tenía que ver el visitante con esa historia. Susurrando con voz indecisa le confesó que la intuición le decía que Katarina murió por intentar ayudarlo. La vieja se alarmó aún más. Tomó más valeriana. Dijo, agitando las manos, que se marchara de inmediato. No quería seguir el camino de la bruja. No quería recordar y enfrentar aquellos horrores. No podía, no podía. Se fue de la cocina a la habitación. Oxid permaneció en la cocina. Tenía que convencerla, pero se le habían agotado las ideas convincentes. Solo podía implorar y esperar que la vieja se rindiera. Desde la habitación llegaban los murmullos. Se esforzó por oírlos. “Esto tenía que pasar… ¿Es que no me dejarán en paz nunca? Han vuelto los horrores. Han vuelto a por mí”.
Ana volvió a la cocina, sorprendiéndose al verle en la misma postura.
—Debe irse, mi hija vendrá en breve, y no le va a gustar nada verle aquí. —Oxid intentaba retrasar ese momento. Su oportunidad se escurría entre las palabras de la vieja—. Se enfada mucho conmigo si dejo entrar a alguien. Y yo no quiero, no puedo discutir con ella hoy. Váyase, váyase —le rogó con un tono agotado—. El viernes, venga el viernes —decía mientras le empujaba hacia la salida—, le diré a mi hija que no tiene que venir a verme y así tendremos más tiempo. Pero ahora no. ¿No ve cómo estoy? Tengo que tumbarme, y ella vendrá dentro de nada. Ordenaré mis recuerdos para el viernes, todos esos horrores que debo contar a alguien, porque si no, no me moriré en paz…
CAPÍTULO XIV
LOS OJOS. LA MUERTE DE LA VIUDA
Oxid pasó esos interminables días en la ciudad, esperando en un albergue sucio y desteñido, como las prendas lavadas con lejía cientos de veces, como los cuadros pasados por agua en innumerables ocasiones. Intentaba no pensar en la viuda, pero siempre volvía mentalmente a la puerta de su casa impaciente por llegar a oír su historia. Daba vueltas entre las sábanas frías con manchas y olor a humedad que no se quitaba nunca, intentando poner una barrera entre su triste alrededor y su inestable estado emocional por medio de la música que golpeaba sus oídos a través de los auriculares. Ya ni se acordaba de la última vez que durmió sin ellos. La música era el único modo de sofocar las palabras deformes que destrozaban su mente y sus nervios.
La noche del viernes. Le había prometido a Khloe que volvería esa noche. Ella estaba sola. Probablemente seguía yendo a las reuniones los sábados, pero sin nadie que la protegiera. A decir verdad, no confiaba mucho en su sensatez. Es más, seguramente se dejaría guiar por la multitud y Oxid acabaría perdiéndola. Desde el principio se había mostrado reticente a su deseo de entrar en la nueva corriente de moda que se había popularizado en la ciudad. Ellos, en su anhelo de sumergirse en el mundo oculto, siempre habían ido por libre. El reciente capricho de Khloe de formar parte de una secta le pareció imprudente y excéntrico, pero acabó cediendo. No iba a permitir que lo hiciera sola. Le dijo que no debía ir allí hasta que él regresara. Sentía que el viaje se alargara de forma tan imprevisible. A lo que la voz de Khloe al otro lado del la línea le respondió: “Como veas. Has estado ausente demasiado tiempo. Tal vez ya ni te apetezca volver a nuestras reuniones”. Un arrepentimiento le asaltó a Oxid y casi le hizo partir de inmediato. ¿Qué hacía en una ciudad desconocida persiguiendo un eco del pasado? No tenía respuestas, pero sabía en su interior que la cita con la viuda era ahora su prioridad.
Otra vez los edificios de hormigón gris que se confunden con la atmósfera gris, con el cielo y el asfalto del mismo color. Las ráfagas de viento enredadas entre los cables eléctricos. Oxid se detuvo en frente de la puerta entreabierta del piso. Desde el interior llegaban voces, pasos de múltiples pares de pies, intranquilidad en el ambiente. No estaba seguro de si debía presentarse y averiguar qué sucedía o sería mejor que desapareciera sin ser visto. No, no podría soportar la incertidumbre que lo torturaría entonces. Hizo un poco de ruido antes de cruzar el umbral.
El pasillo de la entrada estaba sin alumbrar. La única luz llegaba desde la calle y permitía distinguir los objetos. Había abrigos y botas de varias tallas que no estaban el otro día. Se oían tres voces, una destacaba sobre las demás por su exigencia por dejar los asuntos zanjados de una vez. Indeciso, golpeó con los nudillos el marco de la puerta del salón. La voz dirigente respondió con brusquedad:
—Váyase a su casa, señora Mall, ya nos lo arreglamos nosotros.
Iba a contestar, pero en ese momento otra voz, que hasta entonces había permanecido en silencio, se le adelantó.
—Voy a ver qué pasa, madre.
Un repentino deseo de huir le empujó a Oxid hacia la puerta de entrada. La voz lo alcanzó como un señuelo.
—¿Quién anda allí? —Un rayo de luz golpea en los ojos.
—Venía a ver a señora Ana Shegel-Rotz… —A Oxid le tembló la voz inesperadamente al ver a la mujer que tenía delante: hielo y sombras, total impasibilidad.
—Viene usted en vano. Ha muerto.
No podía ser. Hacía tan solo dos días que la había visto. No parecía estar enferma. No oyó en seguida que se dirigían a él.
—¿De qué conocía a la señora Shegel-Rotz? —La mujer debía de estar preguntándoselo por enésima vez. Por su tono de voz parecía enojada. Oxid la miraba sin entender su pregunta. No podía ser. Todo se acababa allí sin sentido alguno. Con los brazos cruzados, la mujer empezaba a mostrar signos de impaciencia.
—Venía de parte de una vieja conocida suya —articuló por fin con dificultad.
—He dicho que ha muerto.
Oxid asintió con la cabeza.
—La otra también…
La mujer de cara inexpresiva dio unos pasos hacia atrás y llamó a su madre. En seguida apareció dispuesta a echarlo del piso antes de oírlo.
—Ya sé que vino el otro día —hablaba con un tono elevado de voz —. Se llevó un disgusto tremendo. Su corazón no ha podido soportarlo. ¿Qué necesidad tenía de hacer esto? ¿Lo envió la bruja para vengarse? Puede estar satisfecho. La ha matado.
Las acusaciones lanzadas lo sepultaban bajo su peso de responsabilidad. Una sensación de haber tragado un ancla metálica lo tiraba hacia abajo. Él no tenía nada que ver. No era culpable. Pero, ¿cómo convencer de lo contrario a su hija y a su nieta? No podía hacerlo. Ni siquiera podía mirarlas a la cara. La mujer joven observaba incrédula a su madre.
—Me decías que eran locuras de la abuela. ¿Entonces es verdad que hay una maldición sobre nuestra familia?
Oxid quiso intervenir y decirle que no era así. Pero ya de repente no sabía cuál era la verdad. No quería presenciar la inminente discusión entre las dos mujeres. Salió precipitadamente al oscuro descansillo de la escalera. El corazón le palpitaba en las sienes y la garganta. Se le había olvidado preguntar dónde sería el entierro. Bajando por las escaleras, volvió a notar la agobiante sensación de un frío pesado en el estómago. Aquella mirada de un azul apagado se clavaba en sus recuerdos. Las tres mujeres tenían los ojos del mismo color grisáceo. Pero solo la hija de Ana poseía esa fuerza que lo empujaba fuera del piso, fuera del edificio, calles abajo, hasta su desconchado hostal donde volvía a temblar entre las frías sábanas con olor a humedad. La mano contra la boca, ahogaba su grito.
Los ojos de la niña desprendían la misma energía.
Los ojos habían sido borrados.
¿Qué había en la historia del general que arrastraba a la obsesión?
Odio. Odio.
Intersecciones de vidas, ajenas y torcidas. No hay sentido alguno, tan solo la pérdida de tiempo.
CAPÍTULO XV
EL ENCUENTRO DEL CORONEL Y BERNHARD
El timbre de la puerta sonó dos veces. Su pitido se propagó por todo el tramo de la escalera sin iluminar. La cerradura chirrió y la puerta se entreabrió. Alguien vestido con el uniforme desapareció tras el umbral. Allí lo estaban esperando.
En el apartamento olía a espacio cerrado, a humedad, a papel de pared y madera podridos.
Desde el interior llegaba una apagada melodía del gramófono. El visitante atravesó las puertas de varias estancias vacías y oscuras haciendo crujir el suelo levantado bajo sus fuertes pisadas. Llegó a la única habitación iluminada con una tenue luz y se detuvo en la entrada.
—¿Me trae buenas noticias, Coronel?
Bernhard estaba fumando sentado con las piernas subidas encima del escritorio. El último botón de su camisa negra estaba desabrochado. En una mesa consola de al lado había una tetera y una taza de té vacía.
—Me gustaría que fuera así. Pero hay un problema. El armamento que tenía que haber salido la semana pasada no ha sido aún fabricado.
—He cancelado la producción de armamento que no fuera el nuevo tipo de misil —dijo Bernhard sin perturbarse—. No lo reiniciarán hasta que no alcancen el número de piezas necesario.
El Coronel dio unos pasos hacia delante y la luz cayó sobre su rostro pétreo.
—¿Y cuál es este número? No se combate solo con un tipo de arma. Pensaba que lo habíamos aclarado y habíamos llegado a un acuerdo.
Bernhard apagó el cigarro en el cenicero y se puso de pie detrás del escritorio.
—El acuerdo que consistía, y corrígeme si me falla la memoria, en que usted se ocupaba de la coordinación del ejército, pero el desarrollo del arma y el plan de ataque seguían siendo míos.
El Coronel dio otro paso más y luchó por controlar su tono de voz.
—Permítame objetar. —Al no obtener impedimento alguno a sus intenciones prosiguió con mayor firmeza—: Ya tenemos una gran reserva de misiles. No son para nada peores que el último modelo. Podría empezar los entrenamientos en seguida y aprovechar el tiempo. Pero como digo, no se combate solo con un tipo de arma.
El candelabro rojo del techo se abalanzó ligeramente.
—No grite, Coronel. Es de noche y los vecinos duermen. —Bernhard dio una vuelta a la mesa y se puso en frente—. Se lo preguntaré una vez más: ¿Para qué estamos haciendo todo esto?
—Para complacer a la Negra Madre, por supuesto…
Los cristales de la lámpara arañera tintinearon sobre ellos.
—Exacto. ¿Y qué quiere la Negra Madre de nosotros? Se lo recordaré yo. Quiere sacrificios. Sacrificios y sangre. Y la mejor forma de hacerlo será con esos misiles.
Hubo un momento de observación mutua. La lámpara arañera temblaba de forma persistente. Unos cristales rojos cayeron al suelo y se perdieron en la oscuridad.
—A veces pienso que no comparte todos los detalles de su plan.
Bernhard echó la cabeza hacia atrás. Apretó los labios hasta que se convirtieron en una cisura. Se dio la vuelta y fue hacia la ventana. Apartó la cortina roñosa para mirar a la calle nocturna y no hizo ningún comentario más hasta pasados varios minutos. El mundo de afuera era un fotograma en blanco y negro. El chirrido de la aguja del gramófono componía el único sonido en la noche.
—¿Qué me quiere decir con eso, Coronel? ¿Se cree en posición de cuestionar mis decisiones? En realidad solo tiene dos opciones: estar de mi parte o en mi contra. Confío en su sensatez.
El estrepitoso sonido del teléfono desgarró la tensión entre los dos sujetos. Bernhard volvió hacia el escritorio para atender la llamada. La conversación telefónica fue breve e indiferente. Sin embargo, se molestó en comentársela al visitante.
—El Doctor informa sobre el reconocimiento de Mayra.— Hizo una pausa, mientras ordenaba de forma meticulosa los papeles desperdigados por el escritorio—. Aceptable para que me traiga a esos personajes.
El Coronel se quedó delante del escritorio.
—Pensaba que había muerto… ¿Sigue siendo su persona de confianza, a pesar de todo?
Bernhard le miró con maldad.
—Pensaba que seguían siendo amantes, a pesar de todo. —Tras un breve instante de tensión añadió—: ¿Por qué tanta sorpresa? Porque… es sorpresa lo que revela su cara, ¿verdad?
El Coronel se mostró mudo y reservado al comentario. Cambió de postura.
—Hace mucho que no tengo noticias suyas, pero me consta que sus excesos le están pasando factura. Me asombra que la escogiera a ella para una tarea nada sencilla. Su comportamiento nunca ha sido ejemplar y la Gran Madre no le brindará su bendición por muchos sacrificios que haga por Ella.
—Tonterías. Nunca, nadie puede aventurar qué hará o no hará. Me arriesgo a pronunciar que tal vez ni a usted ni a mí nos conceda ese favor.
Bernhard se sentó en un extremo del escritorio y encendió un cigarro con una cerilla.
Los rasgos del Coronel se endurecieron notablemente. Su tono delató una sorpresa.
—¿Por qué no lo iba a hacer? La servimos y la ayudamos.
—Porque Ella no piensa en esas cosas. Lo único que podremos hacer cuando llegue el momento es resistir su Influencia. Si lo conseguimos, no nos tocará. —Miraba de reojo la lámpara arañera que se agitaba violentamente, amenazando con desprenderse sin aviso. Cayeron más cristales. Las ventanas vibraron como vibran cuando pasan cerca los coches a toda velocidad. Ambos contrajeron las caras como reacción a una repentina expansión de un hedor insufrible por toda la estancia. Habían estado hablando demasiado tiempo sobre la Negra y Fría y se les estaba acercando. Bernhard tiró el cigarro sin terminar al cenicero y se puso rápidamente en pie. Se abrochó el último botón de la camisa y apoyó sucesivamente ambos pies en el borde del escritorio para ajustar los cordones de las botas.
—Vaya a coger lo que le haga falta para los entrenamientos. Pero no detengan la producción del misil bajo ningún concepto.
El Coronel se tapaba la cara porque el hedor se volvía cada vez más insoportable. La atmósfera de la habitación se hacía cada vez más negra y densa. Bernhard se giró de espaldas al Coronel y volvió hacia el escritorio por unas cosas. Los cristales desparramados crujían aplastándose bajo la presión de las suelas
—Recuerde, que todo esto se hace por nuestro interés y en beneficio de la Madre. —Se puso el abrigo negro que colgaba en el respaldo de la silla—. No hay más de qué hablar. Ya hemos hablado demasiado. —Hizo un gesto disimulado con la mano, la luz y el gramófono se apagaron instantáneamente. Señaló la salida por una puerta lateral discreta. Y dijo, más para sí mismo que para el que se iba—: El trabajo espera.
CAPÍTULO XVI
EL UNIFORME
Había muerto del susto. La habían encontrado con la cara retorcida de pavor. La nieta de la viuda hablaba de forma monótona, sin emoción alguna.
—Habían pensado, al ver que su arqueta estaba abierta y las cosas revueltas, que se había angustiado por remover los recuerdos otra vez. Pero luego, tras una larga discusión, descubrí que lo que mi madre tachaba de locuras de la abuela tenía algo de cierto. —Le invitó a Oxid a que pasara al dormitorio al fondo del piso. Apenas cinco metros cuadrados. Una cama, con una ventana en frente, y una arqueta de madera carcomida. La mujer señaló una sombra con aspecto de silueta humana en el cristal. Más cerca resultaron ser manchas de hollín—. Ella murió del susto —repetía con voz mecánica—, porque había vuelto a verlo. A él. —Lo miró significativamente como si ambos supieran a quién se refería.
Oxid le preguntó si no tenía miedo de estar sola en el piso. Ella asintió.
—Desde siempre, desde pequeña tengo miedo de este piso. La abuela me contaba historias terribles de su juventud. Mi madre se enfadaba mucho con ella por eso. Luego dejó de cantarlas, creo que cuando se dio cuenta de que yo lo recordaba y me hacía consciente de las cosas. Con el tiempo lo eché de mi mente, hasta ese día…
—¿Podría contarme lo que sabía? ¿Había algo especial que pudiera haber estado buscando en la arqueta?
La mujer se negó rotundamente. Solo se acordaba del miedo que pasaba por las noches.
—Mírelo usted mismo, a mí me repugna revolver entre las cosas de los muertos.
Las cosas de los muertos. Había prendas viejas, recuerdos rotos, montones de cartas sujetas con cuerdas, álbumes de fotos, y fotos sueltas. Todo olía a humedad. Oxid levantó un bolso raído. Se oyó un tintineo metálico. Dentro había un envoltorio de papel de periódico amarillento. Sin pensárselo demasiado Oxid sacó el pesado bulto y miró su contenido. Condecoraciones militares. Buscó la mirada de la mujer de cara melancólica y sombría. Ella movía los hombros como si tuviera escalofríos.
—¿No tendría miedo de tener sus cosas guardadas en la casa?
—El miedo lo tenemos nosotros porque desconocemos y nos imaginamos todo de forma exagerada. Oxid volvió a revolver en la arqueta. Tocó un plástico negro con sus manos frías. Un plástico negro no podía esconder nada bueno. Lo sacó y lo desenvolvió aguantando la respiración. Un uniforme militar. La tela estaba fría y olía a humedad. Se había descolorido con el tiempo y ya no causaba el efecto inicial. De repente, como un golpe en las sienes, un inexplicable agobio. El material recupera su color original, la tela guarda todavía el calor del cuerpo. Unas manchas de sangre aparecen en la parte delantera de la prenda superior. Son húmedas y pegajosas al tacto.
La chaqueta cayó de las manos entumecidas al suelo. Todo volvió a su sitio. Estaba tan descolorida y vieja como antes, sin rastro de sangre.
Oxid salió corriendo del piso con temblor en las piernas y dolor de cabeza.
CAPÍTULO XVII
LA HISTORIA DE ANA. LA INCINERACIÓN
No hubo entierro. El cuerpo fue incinerado por voluntad de la familia. Aunque no le habían invitado, Oxid llegó al crematorio porque la difunta se lo había pedido. Se le apareció por la noche en el hostal, casi con el mismo aspecto que la última vez que la había visto, solo que estaba descolorida, como las fotografías de las décadas pasadas. Aún parecía tener miedo de algo. Pero necesitaba librarse de la carga que le suponían aquellos recuerdos silenciados para poder descansar en paz. Le contó entonces la historia que no le dio tiempo a contar en vida.
La historia de Ana Shegel-Rotz
Nuestra madre nos quería mucho. Cada día nos daba una generosa ración de azotes, merecidos o preventivos. Ese era su beso de buenos días y de buenas noches. De cara al público eramos la caída en desgracia familia del capitán Shegel-Rotz fusilado por desobediencia respecto a las nuevas leyes de las Colonias del Norte. De puertas para dentro, el fanatismo religioso de la viuda por obtener el perdón divino arruinó a la familia económicamente y la dejó medio apartada del resto de la sociedad. Solo nos quedaba la casa y el apellido que antes sonaba con orgullo como las sonoras campanas de la iglesia, pero acabó siendo un chillido oxidado de su vieja gloria y esplendor.
Siendo la menor de las hermanas, era la más desatendida, pero con mucho éxito entre los jóvenes. En realidad tenía mala fama en la ciudad, ya que iba sola en moto y participaba en las carreras; llevaba pantalones y gorro de motociclista. Y aun así no me faltaban pretendientes. Pero yo solo quería a uno. Al que no debía, por eso lo llevábamos en secreto. Era mi hermano adoptivo. Mayor que yo, ni siquiera me acuerdo cuándo llegó a nuestra casa, supongo que cuando mi padre estaba vivo todavía, pues lo mataron cuando yo tenía un año. Mi hermano era mecánico en un taller donde yo pasaba mis ratos libres de trabajo en el puesto de comestibles. Los sábados por la noche vendía vituallas en la pista de baile. Siempre había mucha gente, sobre todo jóvenes soldados que venían de las Colonias para pasar el fin de semana de juerga, ya que nuestra ciudad era la más cercana.
Alguien debió haberle hablado de mi. Mientras yo estaba aburrida detrás del puesto deseando bailar como ninguna otra cosa, se me acercó y me dijo: “Ana, ven a bailar conmigo”. Me sacó a la pista antes de que yo me diera cuenta de lo que hacía. A decir verdad, bailaba de maravilla, pero no me gustaba nada. Tenía una horrible cicatriz de una quemadura en la mitad derecha de la cara. Con impaciencia esperaba que acabara la canción para volver al puesto y no cruzarme con él nunca más. No sabía que ya había firmado mi sentencia.
Alguien debió haberle hablado de mi, porque sabía todo sobre mi y mi familia. Yo no me imaginaba entonces cuál era su interés. Parecía que se había encaprichado de mi sin ir más allá. Consiguió embaucar a mi madre, muy reticente al principio, a cambio de pagar las deudas que se nos habían acumulado. Nadie oía mis negaciones. Mi hermano y yo acordamos fugarnos unos días antes de la boda. Pero el diablo apareció en la puerta de mi casa y amenazó con hacer cosas horribles. Según él, solo tenía una elección: casarme con él, de lo contrario, tendría que suicidarme, pues la relación con mi hermano se haría pública.
El día de la boda, fue el más horrible de mi vida. Por la mañana, mis hermanas me ayudaban a vestirme. Estaban que trinaban de envidia. La pequeña sinvergüenza se casaba con un general de la Fuerza Aérea. Me chantajearon con contarle lo que tenía con mi hermano y arruinar la boda. Pero se quedaron con la palabra en la boca cuando les dije que ya lo sabía, que sabía todos mis oscuros secretos, y los de ellas.
La ceremonia duró una eternidad. Pensaba que perdía el conocimiento una decena de veces. El suelo se me iba bajo los pies, las paredes se encogían y se expandían como si fueran de goma. Al salir de la iglesia una mujer de unos treinta y tantos años se le acercó a él, insistiendo en hablarle de algo importante. Era Katarina. Todavía era guapa, pero como ajada por un terrible sufrimiento. Él crispó la cara e hizo un gesto de fastidio. La apartaron de prisa. Montamos en un Duesenberg SJ negro y entonces la mujer grito algo, la miré y supe que iba dirigido a mí. Me dio mucho miedo. No entendí muy bien lo que decía; me imaginé que era una maldición. Y viví con ese pensamiento toda mi vida.
La noche de bodas fue horrible. Él, como una roca negra brillando con las insignias, fumando en la ventana; yo como una flor blanca aplastada por una bota, llorando sin parar. Y luego, su repugnante cara cerca de mi, diciendo que lo tendría que soportar unos cuantos años.
A la mañana siguiente me enteré de que mi hermano se había pegado un tiro. Cogí la moto y conduje a toda velocidad fuera de la ciudad. En aquel momento no pensaba en nada, simplemente no quería vivir. Estampé la moto contra una torre eléctrica, pensando que la muerte sería inevitable. Cuando abrí los ojos en el hospital, él estaba allí. Me llamó idiota, nunca huiría de él mientras le fuera útil. Desde aquel momento me resigné a cualquier intento de escapar, viva o muerta.
Debo reconocer que viviendo con él nos recibían en la sociedad con mucho respeto y nunca me faltó de nada. Podía comprar la ropa que quisiera; íbamos a restaurantes muy a menudo, en casa teníamos a una criada para cocinar y limpiar, así que yo apenas me preocupaba por esas cosas. Me advirtió que mi deber sería ocuparme de nuestros hijos. La primera niña murió a una corta edad: se cayó de un columpio mientras jugaba; apenas había empezado a hablar. Él me culpó por no haberla cuidado bien. Quizás así fuera. Entonces solo tenía en la cabeza mi propia desgracia. Lo único que puedo decir de aquella tragedia es que no he dejado de culparme toda la vida. Mi segunda hija nació un año después. Lloré mucho. Tenía esa mirada de hielo y una crueldad interna que yo intentaba suavizar en vano.
Él iba y venía de las Colonias. En casa escuchaba su gramófono, tocaba el piano, leía unos libros extraños encerrado en su despacho. Solo abrí uno y entendí que no debí hacerlo. Descubrí horrores que ningún ojo humano debería ver. Nadie en su sano juicio podía leer aquello por placer. Además, él había rescatado los libros de mi padre de su inminente fin en el fogón de la cocina donde los solía mandar mi madre por falta de carbón. Aparentemente no estaba interesado en mi persona, pero yo le tenía miedo. Me repugnaba su cuerpo, aunque bien formado, estaba lleno de cicatrices, su sonrisa torcida por esa quemadura, su mirada que de hielo pasaba a emitir llamas. No sabía de lo que era capaz. Ni quería saberlo. Pero si leía aquellos libros de mi padre que habían estado escondidos durante veinte años por considerarse peligrosos e incorrectos —y por los que seguramente había sido ejecutado—, mis temores no eran infundados.
Una de las veces que se iba a las Colonias supe que no volvería. La Guerra de las Colonias se lo llevó para siempre. Solo una vez creí haberlo visto después, bajo la ventana, pero me convencieron de que era un espectro o el propio diablo que venía a llevarme a mí y a mi hija. Tras la aparición, hubo un incendio en el piso y tuve que volver con mi madre.
Nunca supe quién era él. A qué se dedicaba en realidad. Pero no he dormido tranquila ni una sola noche desde entonces. Solo ahora sé que él anda todavía sobre esta tierra. Deberías tenerle miedo. Huye mientras puedas. Porque no es un ser humano, es el mismísimo diablo.
Partes de esa historia resonaban en la cabeza de Oxid a lo largo de los preparativos de la ceremonia. No había nada horrible en ella. Nada realmente inquietante. Debían de ser imaginaciones de la vieja. Sin embargo, resultaba espeluznante porque ella nunca supo la verdad, solo intuía el peligro.
En realidad estaba agradecido por las confidencias del fantasma de la viuda, aunque no las encontraba ninguna utilidad. La historia se acababa allí. Oxid miraba a través del cristal cómo el cuerpo fue introducido en la cámara por una banda transportadora y la puerta del horno se cerró.
De repente la sala tembló como si fuera vista a través del una ráfaga de aire incandescente. Desde el otro lado de la puerta del horno se oyeron golpes contra el metal. ¿Por qué nadie reaccionaba? Todos inmóviles y callados, como peleles. Oxid miraba alrededor para comprobar la reacción de la gente, pero ellos clavaban las miradas en un punto como hipnotizados. Corriendo Oxid entró en la sala de cremación y se acercó al horno. Los gritos y los golpes eran cada vez más desesperados. Apartó el cerrojo y abrió la puerta. Una nube de humo negro se escapó del interior haciéndole retroceder. La llama adoptó la forma humana y le tendió la mano en todo su horrible resplandor. Mientras, al rededor las paredes temblaban, se derretían y goteaban hacia arriba. Agarrándolo por el cuello, la mano negra lo arrastraba hacia el interior del horno en llamas.
PARTE II
* * *
Otra frecuencia de la realidad.
Esos espacios surgieron de su interior. Se levantaron los muros y se trazaron los caminos. Los límites de ese mundo son elásticos como la goma. Cuando uno llega a construir su mundo, se pregunta: “¿Y qué, si yo fuera dios?” Pero, es una trampa mortal diseñada por una mente enferma. Mientras en una parte se derrumban puentes, en otra se elevan muros de hormigón. ¿De dónde vienen los recuerdos? La conciencia se golpea contra las paredes. Capas superpuestas de realidades distintas. Imposible de recordar cuál existió antes, o si existió, siquiera.
CAPÍTULO XVI
LA AGONÍA
Espacios deformes de la conciencia inflamada. Sinuosos y estrechos pasillos, medio sólidos medio fluctuantes, se alejan corriendo hacia el punto negro en el infinito. Luces de hospital tiemblan con un zumbido irritante a través de la rejilla de los ojos. Rostros que se desvanecen. Voces distorsionadas taladran la mente agonizante, y desde un punto indefinidamente alejado llega el entendimiento de la propia muerte.
Una mirada desde arriba, desde el rincón izquierdo de la conciencia. Instrumentos trabajando en las entrañas; vendas ensangrentadas en un cuerpo devorado por heridas y quemaduras negras.
Más tarde…
Puertas gigantes cubiertas de óxido. Una certeza absoluta cruza la mente: a este lado solo hay vacío; detrás de las puertas, dolor.
La cerradura corrediza se desplaza a la derecha.
Y luego…
Explosión, fuego y metal incandescente.
Fragmentos de recuerdos.
La realidad irrumpe en la conciencia distorsionada por el dolor.
“Parece que ha vencido usted la muerte”.
Ojos detrás de los gruesos cristales verdosos; ojos que indagan. Desde arriba hacen una valoración. Alrededor: filas de camastros con su carga, dolorida, semiputrefacta, gimiendo día y noche. Olor a secreciones corporales, olor a sufrimiento y a corrupción.
Había dolor, pero no era definido. La realidad parpadeaba a intervalos de luz y oscuridad. Y en esos intervalos de la abismal oscuridad veía cómo pasaban flotando las diapositivas de sus recuerdos. Cuando abría los ojos, los recuerdos se desvanecían casi por completo dejando una tenue marca de su existencia.
CAPÍTULO XVII
LA NIEBLA SOBRE BAT-KAUR
La niebla se deslizaba desde la boscosa montaña, como una mugrienta sábana rota. Había un ídolo de piedra en la orilla del riachuelo. Según decían los autóctonos, donde hubiera un ídolo de esos, estaba la Frontera. Allí mandaban a los criminales, a los deficientes, a los viejos, a los que no debían volver… Decía la leyenda que en el bosque habitaba una criatura milenaria, poderosa y tan horrible que ningún ser humano podría sobrevivir al espanto causado por su imagen. Era un ser que se alimentaba de gente, de su sangre y sus almas. Diferentes pueblos de la región le rendían culto desde hacía generaciones. A cambio, les ofrecía protección a sus adoradores.
Las voces de las gentes discutían en su lengua. No era difícil adivinar el tema. Habían llegado las noticias sobre la construcción del ferrocarril que atravesaría el bosque. Era fundamental para establecer la comunicación con aquellas regiones que no fuese solamente por el aire. Los nativos no podían ofrecer resistencia, pero aseguraban una venganza proveniente del bosque.
La niebla bajaba y flotaba sobre el agua. Una chica joven se bañaba en el río.
Más tarde, la misma chica le tendía un puñado de collares de piedras. Hablaba bien la lengua que no era la suya debido al prolongado contacto con los colonos. Le pedía que la llevase a la ciudad.
—Eres una traidora —le dijo Bernhard.
Ella siguió suplicando y ofreciendo sus joyas y su cuerpo. Las piedras se deslizaron en el bolsillo. Apartó a la chica sin mirarla y sin decirle ni una palabra.
La niebla flotaba sobre la aldea. No dejaba ver. La niebla penetraba en la cabeza a través de los ojos y entumecía el cuerpo.
La niebla. La niebla.
“Doctor, solo puedo ver la niebla”.
CAPÍTULO XVIII
EL DOCTOR
En el despacho del doctor había una silla torcida donde sentaban a los enfermos. El doctor hacía preguntas rutinarias a su paciente de las once.
Debía de ser otoño, ya que detrás de la sucia ventana protegida por una verja metálica había llovido, y había hojas de árboles pegadas al cristal. Por otro lado la niebla no dejaba ver el estado de la naturaleza. Pero era otoño; la brisa que entraba por la ventana de ventilación traía el olor a tierra húmeda y a hojas en putrefacción.
—Entonces, ¿se acuerda usted de quién es?
El doctor anotaba en el cuaderno todo el proceso. Lo hacía ya casi de memoria, pues el estado del paciente no presentaba variaciones desde hacía mucho tiempo. El enfermo miraba por la ventana. Tenía los brazos cruzados en el pecho.
—Doctor Koffpe, ya le he dicho miles de veces que me acuerdo de todo.
El bolígrafo empezó a golpear contra la mesa. El doctor fue a escribir algo, pero se paró y lo dejó entre las hojas del cuaderno.
—¿Por qué no me lo cuenta, pues?
El paciente apartó la mirada de la ventana y giró la cabeza vendada. El ojo izquierdo miraba con desdén y resignación.
—Ya lo sabe todo. ¿De qué sirve recordar una y otra vez? Si lo que necesito es que me hagan pruebas de verdad, que me quiten esos vendajes y examinen mi vista para saber si puedo volver a pilotar. Y no estas estúpidas sesiones…
El doctor sacó un paquete de tabaco, ofreció un cigarrillo al paciente y fumó el mismo. En una hoja en blanco redactó una autorización para las pruebas. Se la extendió al paciente para que firmara. Este, inclinado sobre el papel, apretaba el bolígrafo con fuerza. Tras varios minutos de esfuerzo, pudo garabatear su firma.
—Le quitaré el vendaje ahora mismo, si me dice lo que quiero oír.
—Es usted un cabrón, doctor.
Una distorsionada mirada burlona tras los gruesos cristales verdes fue lo que recibió como respuesta. Ni pizca de indignación.
—Me llamo Alexander Bernhard, nacido en 1910, en Breff. Hijo mayor del general Albert Bernhard. Voluntariamente fui trasladado a las Colonias. Entrenado como piloto de combate.
El doctor movía la cabeza con aprobación. ¿Había quizá algo más que quisiera añadir? ¿Algo nuevo? ¿Algo sobre su accidente?
El paciente crispó la mitad izquierda de su cara. Con desgana estiró la mano y obtuvo otro cigarro.
Accidente. ¿Qué había pasado? ¿Qué pudo haber pasado? Una misión que acabó fatal. Un ataque brutal. Colisión. Pérdida de control. Aviones cayendo hacia arriba. No, no, es él quien cae y cae sin poder distinguir arriba de abajo. Después: catástrofe, fuego abrasador, trozos de cristales se clavan, metal incandescente atrapa y enloquece…
—¿Y era eso con lo que soñaba? ¿Lo que le hacía gritar y brincar, hasta el punto de tener que atarlo a pesar de sus quemaduras?
—No sé qué pretende, doctor, que le diga. ¿Acaso piensa que no es suficiente para tener esas pesadillas o delirios? No ha estado usted nunca allí arriba. No sabe qué se siente. Cuando estoy allí no sé si volveré a pisar la tierra, pero estoy por encima de toda esta mierda que hay aquí. Volvería a subir una vez tras otra, porque es lo que sé hacer y es lo que me hace. No tengo miedo, a pesar de lo que ha pasado. ¿Y sabe qué me ha pasado? Que me he muerto. ¿Tiene idea de qué le hablo? Estar en una cabina en llamas, con toneladas de hierro cayendo encima… Y de repente darse cuenta de que uno está muerto. Verse a sí mismo desde fuera y entender que tu miserable vida ha acabado sin mayor ascenso… Doctor, doctor… si usted lo supiera… No recuerdo más… ¿Qué sueños, qué delirios? No lo sé, ni me importa. Estoy aquí y quiero volver a hacer lo que mejor sé hacer. —Hizo un gesto con las manos, señalando que no tenía nada más que decir.
El doctor Koffpe sacó su pesado cuerpo desde la silla y rodeó el escritorio. Se inclinó, con las manos cruzadas tras la espalda, sobre el paciente.
—Algún día me lo contará, ¿verdad?, qué fue lo que vio allí arriba.
Vino la enfermera y le retiraron el vendaje.
Los labios apretados, las aletas de la nariz abriéndose fuertemente. La imagen temblaba en el espejo. La mitad derecha del rostro estaba desfigurada por quemaduras. El ojo, cubierto por una película, estaba ciego.
El paciente giró la cabeza hacia el doctor.
—Dígame que esto es pasajero, que volveré…
—Sí, claro que podemos esperar… un milagro…
Bernhard se levantó de golpe y fue hacia la ventana. Tapó el ojo sano con la mano y se esforzó por ver al menos algunas siluetas o sombras… Niebla… Se giró hacia el doctor y la enfermera que estaba recogiendo las vendas. Y de repente, ¿qué es esto? Rayas eléctricas inestables que se estiran y se encogen, se enrollan en espiral y vuelven a temblar en tensión. Espacios deformes. El sonido se estira como la goma.
Dio unos pasos, se tambaleó. Entre los dos le ayudaron a sentarse. El doctor escribió algo en el cuaderno. Dobló el permiso para las pruebas y lo guardó dentro.
—Hasta que muestre los síntomas de recuperación de la vista.
El paciente iba a levantarse pero no pudo. Extrañas imágenes se colaban por las rendijas de la realidad. Volvieron las vendas, esta vez solo en el ojo. La imagen de la realidad se estabilizó en seguida. Ya en la puerta fue parado por el comentario del doctor.
—No todo son malas noticias. Me han llegado rumores de que van a ascenderlo.
Bernhard sonrió torciendo la mitad izquierda de la cara.
—Estoy enterado. Pero no es el ascenso lo que busco.
CAPÍTULO XIX
LA VISITA DE GERD
Una fracción de tiempo arrancada del pasado. Bordes irregulares de una fotografía en la memoria.
Siluetas encorvadas por el frío se divisan entre la niebla. De fondo: el muro del hospital de ladrillo rojo; las rejas en las ventanas de la primera planta con pintura desconchada; el patio sin asfaltar.
El enano estaba subido a unas oxidadas vigas de hierro. Entre las manos sujetaba un bulto envuelto en papel de periódico. Tabaco, cerillas y licor. A parte de eso, el enano le traía noticias desde fuera y le hacía todo tipo de encargos. La vez anterior, se le había mandado investigar sobre el doctor. Según había averiguado el enano, el doctor Koffpe era miembro de una sociedad ocultista, junto con muchos individuos importantes. Y tal vez, sería interesante que el doctor lo introdujera en esa sociedad. Ahora que no iba a volver a volar, era el momento de empezar a dedicarse en serio a lo que siempre había querido.
La imagen se congela, se cubre de escarcha y se agrieta. Con un golpe de la mano se rompe en pedazos que se esparcen y se incrustan en la memoria.
CAPÍTULO XX
LA DESAPARICIÓN DE LOS PUEBLOS. LA SEGUNDA VISTA
La amenaza había llegado de las colonias cercanas. No permitían el paso del ferrocarril a través de la parte del bosque considerada suya. La chica sabía lo que pasaría, por eso pidió que la sacara de allí.
—Abandonaste a tu pueblo —le dijo cuando volvió a verla, tirada en un sucio callejón de la ciudad—. ¿Quién eres tú para juzgar? —replicó—. Harías cosas peores. Las harás, porque has sido tocado por Ella.
La construcción del ferrocarril se reanudó llevada a cabo por presos traídos de las grandes ciudades. Los trabajos avanzaban lentamente interrumpidos por numerosas muertes siempre rodeadas por el horror y el misterio.
Horror. Lo había visto con sus propios ojos. Allí arriba. Al principio pensaba que había sido derribado por un avión enemigo de las colonias rivales. Pero cada vez que cerraba los párpados, sentía que algo lo arrastraba hacia los límites de la existencia, y allí luchaba con furia contra el horror. Desde el accidente todo se había desviado de su rumbo. Todo su ser había cambiado. El espejo se lo recordaba cruelmente. “Tocado por Ella”. Le inquietaba el posible significado. Pero el horror no solamente había dejado una marca en su cara, sino que su mente se había deformado a causa de esa colisión. Veía más allá de esta realidad. Veía cosas que ninguna mente humana sería capaz de soportar sin sufrir un trastorno irreversible. Sospechaba que la lucha por mantener su identidad iba a ser larga y dura.
CAPÍTULO XXI
SALAS DE TORTURA
Eternos espacios en blanco y negro. Largos y oscuros pasillos se extienden por debajo de la tierra. Puertas metálicas, detrás de las cuales viven los horrores de la tortura, se abren y se cierran inmediatamente con un ruido pesado tras las espaldas. Pisando el pringoso suelo de la cámara, los visitantes tiran los abrigos al ayudante y desaparecen en la oscura profundidad de la sala.
Resplandor de una luz blanca.
Una y otra vez se repiten esos hechos en el tiempo.
No era su primera vez allí. Ya conocía las máquinas, los instrumentos y las técnicas más retorcidas para sacar la información a los prisioneros. En verdad, solo le bastaba una mirada para conocer sus secretos, pero hacía su trabajo complacido.
En una mesa metálica los instrumentos brillaban fríamente. La mano pasó por encima, pero no se detuvo.
—¿Por dónde empezamos hoy? —Los ojos del doctor irradiaban un fulgor especial aquellos días.
Destellos de luz blanca. El fotograma tiembla en la memoria. La conciencia quiere retenerla paralizada en el tiempo, pero se escabulle de entre sus garrotes y empieza a rebotar entre sus paredes. Destellos blancos. Distorsión en los espejos. Capas de diferentes tiempos superpuestas empiezan a brotar en la superficie de aquella realidad.
El prisionero atado por las correas estaba sentado en una silla en medio de la cámara. Las máquinas y los instrumentos se encontraban preparados detrás de él. Un súbito resplandor de luz eléctrica lo arrancó de su estado aletargado.
—Y aquí nos volvemos a ver otra vez. Sabes, la primavera ya está llegando a su fin —le susurró Bernhard en el oído derecho—. Eso significa que el tiempo apremia. Pero antes de acabar con todo esto, tendremos que hablar seriamente sobre un asunto. —Rodeó la silla, y se paró en frente—. Hay que terminar como es debido.
El prisionero bajó la cabeza mirando en la dirección opuesta. Todos los verdugos eran horribles a su manera, pero cuando se oía esta voz, nadie sabía si estaba viviendo sus últimos minutos.
—Piensas que eres un héroe por aguantar tanto tiempo sin revelar lo que se te exige. Pero yo he visto lo que tú habías visto, he oído lo que te habían contado, así que no tiene mucho sentido seguir con esto. —Bernhard acercó su cara a la del prisionero. Observaba todas las variaciones en el rostro cubierto de heridas y restos de sangre coagulada—. Tu pueblo está deseando que hables, chamán, porque por cada día que calles muere alguien de tu gente.
Ojos inflamados con capilares rotos lo miraban impasibles.
—Nos matáis vosotros —dijo con un calmado tono acusador.
Bernhard se apartó sin prestar atención a sus palabras. Dio ordenes al ayudante para que preparara al prisionero. Le pusieron en la cabeza un casco semitransparente con numerosos cables que se unían a una máquina. Ajustaron los cinturones.
—No sé cómo consigues ocultarme esa información, pero voy a succionártela con el cerebro, si no decides a hablar.
Sus palabras no provocaron cambios en la actitud del preso. Entonces puso en funcionamiento la máquina. Era un diseño único; solamente había cinco ejemplares en el mundo. La habían encargado especialmente para este caso. Lo que por medios convencionales y su propia habilidad de ver más allá no podía lograr, debía conseguirlo con esa bestia. No era solamente su reputación lo que dependía del éxito de la técnica, sino algo mucho más grande.
Bernhard daba a diferentes botones e interruptores, controlando las funciones y la intensidad de la tortura. Le gritó por encima del ruido que todavía estaba a tiempo. El prisionero, aún consciente, convulsionaba entre las correas de seguridad. Bernhard se le acercó por delante y miró a través del casco de cristal.
—Di cómo llegar a la perdida ciudad de Nakharat y tu muerte será rápida.
Decepcionado por el silencio volvió hacia la máquina y aumentó la potencia durante unos minutos. Luego paró. Levantó la parte de cristal del casco para ver el rostro deformado del prisionero.
—Háblame. No te queda mucho. Habla.
El preso sangraba por los ojos, la boca y la nariz.
—No puedo enseñarlo, no es un lugar físico. Está en otro nivel, y yo conozco solo el camino astral, aquí no recuerdo nada. Además, solo los iniciados pueden viajar allí.
Bernhard daba vueltas por la sala. Necesitaba arrancarle la información. Era su deber. A pesar de ser cuentos indígenas de miles de años de antigüedad tenían algo que atraía los intereses militares. La ciudad perdida de Nakharat, que según las leyendas se encontraba en algún punto de la montaña, había sido destruida en tiempos inmemoriales en cuestión de unos pocos minutos por una potente arma que no era de este mundo. Más aún, esa arma se ocultó en las cuevas subterráneas cerca de la ciudad para que nadie volviera a usarla. Si ellos lograran encontrar el arma, la guerra, en la que no llevaban ventaja, estaría ganada. Miró al prisionero. Tan solo era un viejo chamán de la tribu. Había visto cosas curiosas en su mente, por eso había alargado tanto el proceso; había estado tomando nota de todo lo que veía. Pero no había nada relacionado con la ciudad. O lo ocultaba muy bien o realmente solo sabía llegar allí en estado alterado de conciencia. Ahora daba lo mismo. Estaba sufriendo sus últimos minutos.
Se le acercó de nuevo y lo agarró del cuello con una mano. El prisionero abría la boca tratando de coger el aire.
—Podías haberlo intentado por lo menos.
En esa momentánea pérdida de control Bernhard oyó las palabras, como un eco, en la mente de la víctima: “Estás maldito. Has sido tocado. Está detrás de ti”. Bernhard lo soltó desconfiado y miró a la máquina.
—Tiempo.
El prisionero se ahogaba en las burbujas de su propia sangre.
—¡Bernhard! —roncó el chamán —. Si crees en Nakharat, crees en la maldición y crees en nuestra Madre Negra. Piensas que te saldrás con la tuya. No. Ella simplemente te devorará.
Bernhard se inclinó sobre la víctima como una colosal sombra negra, la boca torcida a un lado, y le siseó las palabras directamente a la cara:
—No son más que supersticiones de los salvajes. Nakharat no lo es, ¡porque la vi con mis propios ojos! —Y al decir eso bajó el cristal del casco.
Volvió a la máquina. Dio al botón y elevó los interruptores al máximo. El cráneo de la víctima explotó dentro del casco dejando fragmentos de huesos y cerebro resbalando por el otro lado del cristal.
Cuando Bernhard salió de los asfixiantes pasillos subterráneos, fuera hacía una soleada tarde primaveral. El aire era denso y olía a tierra recalentada. Estaba de un pésimo humor.
CAPÍTULO XXII
EL HILO ROJO DE MAYRA
La entrada era por el patio interior de un viejo hotel. El sitio tenía fama de ser uno de los destinos preferidos por los militares en sus días de permiso. Juego, variedad de bebidas y chicas guapas. Aquella noche, Bernhard como siempre jugó a las cartas y bebió. Cansado de ganar, se retiró con un grupo de compañeros y chicas a la segunda planta, menos alumbrada donde siguieron bebiendo y divirtiéndose. Fue allí donde, en el momento que se había girado para pedir más bebida, volvió a verla. Colgada de dos jóvenes soldados se reía a carcajadas por cualquier cosa que le decían. No se daba cuenta de que estaba siendo observada. Bernhard llamó a una camarera y le dijo que avisara a la chica de la túnica dorada de que quería reunirse con ella. La camarera respondió sonriendo que la chica ya estaba con otros clientes. Entonces Bernhard sacó del bolsillo un collar de piedras azules que no había llegado a apostar en el juego y se lo dejó en la bandeja.
—Dile que estoy devolviéndole algo que es suyo y si aprecia mi gesto, se encontrará conmigo en la galería.
La chica salió minutos después, borracha, con la túnica abierta hasta la cintura y el collar puesto.
—No has cambiado absolutamente nada. —Se le acercó bailando al son de la canción que llegaba desde el interior de la sala.
—Pero tú si. Tus logros son notables —dijo él sarcástico.
Ella no dejaba de reírse; acercó su cara a la de él intentando descubrir algo en su mirada apagada. —Creo que debo agradecerte por devolverme el collar —le susurró al oído.
Él la apartó un poco y cruzó los brazos en el pecho.
—Quiero hablar contigo acerca de tu tío.
En segundos el rostro de la chica cambió de expresión, aunque todavía no entendía a dónde quería llegar.
—¿Qué está tramando? ¿Ha hecho revivir los sacrificios humanos en masa o está reuniendo a los espíritus de los muertos para defenderse?
Ambos estaban apoyados en la balaustrada, de espaldas al río que pasaba justo debajo de la galería.
—Quería que supieras lo mucho que lamentaba que fueras su sobrina. Traidora, prostituta… una decepción y deshonra.
Ella sorbió el aire.
—Que se vaya al diablo, como decís aquí. ¿A mí qué me importa ahora?
La brisa del río la hizo serenarse un poco.
—Quizá porque fueran sus últimas palabras. Te maldecía y renegaba de ti. A mí también me maldijo.
Ella lo miró con ojos acristalados. Se podía adivinar la interrogación en ellos: “¿Está muerto?”.
— Sí, lo mataron —dijo él pausadamente fingiendo un sentimiento que no había—. Lo maté yo mismo.
—No esperaba menos de ti —dijo ella y dio media vuelta en dirección hacia la puerta.
Él la agarró por el codo y la paró en seco.
—Quiero que hagas un trabajo para mí. —La volvió hacia sí—. Quiero que me guíes hasta Nakharat, ya que tu tío se negó a hacerlo.
Ella agachaba la cabeza y no quería mirarlo más.
—No puedo hacerlo. Solo es un mito.
Era una mentira demasiado evidente para enfadarse con ella. La sacudió para que espabilara.
—Esa reticencia vuestra le ha llevado a tu tío a la tumba. Deja de fingir ser una niña tonta conmigo. Sé que eras la primera en la línea para suceder al chamán de la tribu. Por lo tanto, te han estado enseñando y debes de saber cómo llegar a la ciudad perdida.
Por fin ella lo miró a la cara y asintió. Él la soltó y dejó que se anudara la túnica.
—Yo no puedo llevarte hasta allí. Pero —Hizo un gesto de importancia con el dedo índice—, tú mismo puedes hacerlo, pues estás marcado.
Bernhard dio unos pasos hacia delante, arrinconándola entre la pared y la balaustrada.
— ¿Qué diablos significa esto? ¿Por qué ambos me lo repetís? Explícate.
Ella cerró los ojos como reuniendo las fuerzas para contar algo de lo que no tenía ganas de hablar en absoluto.
—La Madre te ha marcado con su fuego, te ha elegido. Lo normal es que devore a todos los que se ponen en su camino. Pero quién sabe, si todavía no lo ha hecho, tal vez es porque quiere algo de ti o solo está jugando antes de engullirte. Qué habrás hecho para merecerte esto, te preguntas. Pues tendrás que averiguarlo tú mismo.
Bernhard no respondió en seguida. Estaba clavando la mirada en el collar de la chica, mientras los rasgos de su cara se volvían más duros.
—¿Que qué he hecho? Ver Nakharat con mis propios ojos cuando no debía hacerlo. La vi después de aceptar tus colgantes, bruja. Tú me hiciste esto.
—No fui yo —dijo envalentonada—. Viste algo que no debías y Ella quiso mantener a salvo el secreto. Pero por una extraña razón sobreviviste. Será porque quiere algo de ti. Y lo único que quiere son esclavos que le sirvan y obedezcan sus órdenes.
—¿Quieres decir que estoy abocado a ello a partir de ahora?
—No hay vuelta atrás. Obedece o muere —dijo ella con convicción.
Bernhard se giró hacia el río, sumido en reflexiones. Se apoyó en la antaño blanca balaustrada.
—Entiendo —dijo sin darse cuenta de sus propias palabras—. Con más razón debes llevarme allí.
—¿Estás loco? Ya intentó pararte. ¿Quieres morir esta vez?
Miró a la chica, parecía que le preocupaba que eso sucediera… No. Solo intentaba proteger el secreto milenario ante un invasor.
—Mírame. Mi carrera está acabada. Ahora les soy útil porque les he prometido encontrar la ciudad, el arma y la victoria. Esperan eso de mí. Si no lo hago se acabó todo. Y no quiero ni pensar qué clase de vida llevaría entonces. Te culparía a ti de ello y no te dejaría vivir tranquila… Así que con magia o sin ella, tú me enseñarás el camino a Nakharat.
La chica lo miraba serena y triste. Pero sus palabras fueron pronunciadas con frialdad.
—Da igual lo que hagas, tu vida ya no es tuya y nunca serás feliz al modo de una persona normal. —Le cogió la mano y puso en ella una caja de cerillas—. Es la resina de un árbol que mi tío utilizaba para sus viajes espirituales. Yo la uso para drogarme… Utilízala si quieres viajar hasta allí. Yo te guiaré hasta el umbral, pero luego tendrás que seguir solo. Haz un mapa mental del sitio y entonces podrá reconocerlo en este mundo también. —Agarró la mano de él antes de que se retirara—. Te aconsejo que hagas algo más. Antes de iniciar el viaje, ata un hilo rojo de seda a tu dedo índice, otro extremo átalo a un cascabel, de tal modo que cuando vayas a volver, oigas el tintineo y sepas dónde tienes que ir.
Bernhard sacudió la mano de la chica y guardó la caja. Se abrochó la chaqueta, pasó la mano por el pelo y trató de parecer relajado.
—¿Es todo?
—Tengo un presentimiento que cuando volvamos a encontrarnos, las cosas habrán cambiado, todo será diferente, y tú también. Ya has empezado a cambiar.
No la miró más, ni se despidió al marcharse. Deseaba que sus palabras fueran ciertas. Menos lo de reencontrarse.
CAPÍTULO XXIII
EL NIDO DE LOS RAYOS. EL DESCUBRIMIENTO DE NAKHARAT
Fue aquel invierno de fuertes heladas y pocas expectativas de victoria, cuando la mítica ciudad de Nakharat fue descubierta. Bernhard estuvo allí dirigiendo las labores de inspección de la zona. No había manera de llevar a cabo exploraciones minuciosas hasta que la nieve se retirara. Por ahora vigilaban y estudiaban el territorio en la medida de lo posible. Fue él quien había proporcionado la información sobre su localización. No era solamente un hecho de importancia bélica, sino que había algo de interés personal por llegar a ese lugar. La antigua ciudad de la montaña, desvanecida de la memoria de la gente, le descubriría su destino.
Negras siluetas de los aviones cruzaron el cielo plomizo en su patrulla diaria. En algún punto de allí arriba quedó su pasado al que nunca conseguiría volver. Trasladó el enfoque de los prismáticos a la tierra, más allá de la derruida muralla, donde se encontraba el lugar sagrado. Dirigió sus pensamientos hacia la roca El Nido de los Rayos, y la roca le respondió con un eco. Allí debía dirigirse. Levantó el cuello del abrigo y marchó colina hacia abajo, dejando atrás las ruinas cubiertas de nieve.
Detrás de las murallas talladas en roca natural, en una relativa planicie lo esperaba una avioneta. El piloto se cuadró para saludar y se presentó por su nombre. Una mueca de disgusto retorció la cara de Bernhard.
—¿Eylem? Se nota que estamos en guerra y faltan hombres. —Agitó la cabeza con desaprobación. Levantó la mano en dirección hacia la roca que se veía a unos kilómetros—. Al Nido de los Rayos.
Según los documentos por los que se guiaba, ese nombre se le debía por la característica de atraer los relámpagos, lo que la convertía en una zona de alta tensión. No era una casualidad que fuera elegido como antiguo lugar de culto. Allí se ofrecían los sacrificios a la suprema divinidad del pueblo. Al acercarse, se hicieron visibles en el lado oriental de la roca unos petroglifos cuya mera imagen atemorizaba los ojos inexpertos, pero cuyo significado era mucho más horrible para aquel que lo conociera. Como un velo de un sueño cayó entre él y la roca. Ya lo había visto, era el mismo lugar que había visualizado en su viaje espiritual. Ordenó que aterrizara al pie de la roca y esperara a su regreso. Subió solo, por los escalones de piedra tallados en la roca y pulidos por los siglos de afluencia de adoradores en el lugar. Lo que se proponía hacer también fue incitado por aquel viaje astral. En la cumbre de la roca que se pendía sobre el precipicio, se despojó del abrigo. Se cortó los antebrazos y derramó su sangre como ofrenda y muestra de lealtad. Y al hacerlo, invocó el nombre verdadero de la Negra y Fría Madre. El nombre que le había sido revelado durante su viaje espiritual.
La roca tembló, algunas piedras se desprendieron y se precipitaron al abismo. Un rugido que no se asemejaba a ningún animal invadió todo a su alrededor. Acto seguido, proviniendo de todas las direcciones, múltiples rayos impactaron contra la roca.
Uno de ellos lo alcanzó y lo destruyó.
…Aquel que bajó más tarde del Nido de los Rayos no era humano…
PARTE III
CAPÍTULO XXIV
EL PISO DE LA CALLE HÉROES DE GUERRA
Un sueño negro, lleno de quemaduras y gritos de agonía lo había estado atormentando a Oxid toda una eternidad. Pero se fue palideciendo y enfriando. En su lugar surgió una estancia llena de humo de tabaco y de gente alrededor de una mesa, hablando en voz alta, bebiendo y jugando a las cartas. Oxid estaba tirado en un rincón de una cocina vieja y parecía que nadie de los reunidos se acordaba de él. A su lado había un cuenco metálico con huesos crudos sobre los cuales se posaban moscas. Se tapó la cara con el antebrazo intentando retener las nauseas. Entonces los presentes giraron las cabezas en su dirección, pero indiferentes volvieron en seguida al juego.
—Es una porquería —dijo una voz femenina al acabar de un trago el contenido de su copa—. Pero he bebido cosas peores, maldita sea. Reparta las cartas, Coronel. Esta noche, el Doctor y yo os vamos a machacar.
—Yo también quiero jugar —dijo el enano—. Pero entonces nos falta uno. ¿Invitamos a este de allí? —Bajó de un salto al suelo y se acercó cauteloso a Oxid—. ¿Sabes jugar?
Oxid asintió afirmativamente. El enano lo agarró del antebrazo y lo arrastró hacia la mesa.
—Coge una silla —dijo mirando al rededor—. Mayra, dale una silla al hombre.
Lo miraban con desconfianza, pero no preguntaban nada. ¿A caso sabían algo de él que él mismo ignoraba? Una mujer en un ajustado vestido negro le acercó un taburete con la tapicería rota; la otra, vestida con uniforme de piloto, le sirvió una copa.
—Es mejor que bebas, si no pensarás que estamos locos. —Se rió la piloto a carcajadas. El resto siguió su ejemplo.
—¿Sabes dónde estás? —le preguntó el hombre con la bata de médico. —En el número 246 de la calle de Los Héroes de Guerra. ¿Has oído hablar de él?
—He oído cosas —dijo esquivando las miradas que le dirigían.
—Ha oído cosas —repitió el enano sus palabras, dirigiéndose a los demás—. ¿Entonces sabrás quién te ha invitado?
—Me temo que sí —respondió indeciso.
—¿Temes? —lo imitó la mujer del vestido negro—. Haces bien.
Sentado junto al enano, el cual iba a ser su compañero de juego, Oxid observaba a hurtadillas a los allí reunidos. Mientras repartían las cartas, se presentaron. Luego jugaron una partida, luego otra y otra. La piloto miraba el reloj de pulsera continuamente.
—Nos ha citado hace dos horas. A este paso me voy a poner ciega de este licor que ha sacado Gerd a saber de dónde.
El enano apartó la mirada del juego. Parecía molesto.
—¿A qué viene esto, Eylem? Es los más caro que había. Siempre has bebido sin entendimiento. ¿Ahora qué te pasa?
—Es una porquería muy cara, Gerd —dijo levantando la voz—. Pero sobria no hay quien os aguante. —Le dio con el codo a Oxid y le dijo como si nadie más pudiera escucharlos—: Bebe conmigo. Porque, te aseguro, que aquí se va a liar una… Vamos a prepararnos para lo que viene. —Minutos después volvió a lanzar la pregunta al aire—: Pero, ¿dónde anda? Estoy cansada y borracha…
—Compórtate, Eylem —le dijo Mayra sin mirarla a la cara—. Si tarda será porque se está ocupando de algún asunto importante.
—Tú no me dirijas la palabra —la cortó bruscamente Eylem—. Estará ocupado con la nueva. Y no me mires con esa cara, Mayra, porque todos lo sabemos. No, calla, no me hables. —Hizo con la mano un gesto de rechazo hacia la mujer—. No lo defiendas, porque él nunca lo haría por ti.
El resto callaba. El Doctor llevaba lentamente su copa a la boca. El Coronel, con las manos cruzadas en el pecho, miraba enojado a Mayra. Eylem se reclinó en la silla sin disimular su mueca de repulsión. Luego giró la cabeza hacia Oxid y dijo que iba a confesar una terrible verdad.
—Todos estos —Señaló a los presentes— me quieren fuera. Para ellos, no pinto nada aquí y soy un estorbo. Decidlo, decidlo en alto —dijo intentando provocar su reacción—. No aprecian lo que hago. Pero —Dio un trago largo—, si fuera cierto, no estaría aquí. —Apoyó la mano en el hombro de Oxid y lo miró a los ojos—. ¿Sabes por qué estoy aquí? ¿Sabes cómo llegué? —Recibió una respuesta negativa y empezó a contar muy animada.
—Salí de un club de aviación paramilitar cuando tenía veintidós años. Habiendo escasez de pilotos en las Colonias, conseguí que me mandaran allí. No para combatir. Surgió una empresa y tenía que llevar alimentos a un campamento aislado en la montaña. Una mañana, me comunicaron que tendría que hacer un encargo fuera de lo normal. El nombre de Bernhard lo estaba oyendo desde que había llegado. Había mucho misterio y silencio alrededor de ese nombre. Me aconsejaron que no lo mirara a la cara, que no me dirigiera a él a no ser que me preguntara algo en concreto. Cuando apareció, llevaba más de media hora esperándolo a 20º bajo cero. Ordenó que lo llevara al Nido de los Rayos, un peñasco difícilmente accesible. Sabía que mi presencia no le agradaba, pero hice mi trabajo lo mejor que pude. A qué fue allí, no tenía ni idea. No soy como todos estos, que sabían cosas antes de acabar aquí… A la vuelta, empezó una tormenta de nieve, o eso creía… Pensé que no llegaríamos, estaba perdiendo el control de la avioneta. Entonces, él se dirigió a mí y me dijo señalando hacia delante: “¿Ves aquel punto rojo? Ve hacia él”. Le hice caso, me dirigí allí y logré aterrizar en un sitio donde no me habría atrevido a aterrizar si lo hubiese visto antes. No había ninguna referencia de color rojo, como pude comprobar posteriormente. Al marcharse, lo único que me dijo fue que hablaría por mí. Supuse que debía de ser un honor escucharlo de él. ¿Qué crees que pasó? Dos semanas después me mandaron al frente. Al mismísimo infierno.
Terminó de contar y se sirvió otra copa. El Coronel hizo un comentario con un tono crítico:
—Volviste condecorada. Creo que es un honor.
—Vete al diablo —Se inclinó hacia él sobre la mesa—. Sabes perfectamente por qué lo hizo. ¿Sabes por qué? —se dirigió Oxid–. Porque no soportaba ver a una mujer pilotando. Me odiaba por el puro hecho de que yo pudiera hacer lo que él no podía.
—Eylem, cálmate —dijo finalmente el Doctor dirigiéndole una mirada significativa a través de los cristales verdes.
Ella no parecía enterarse.
—Yo nunca he formado parte de esta panda. Pero cada vez que me enviaba a la boca del lobo yo volvía más y más fuerte. Y al final he ganado una milésima de su respeto.
Mayra resopló tras esa frase, con la boca torcida en una mueca.
—Te repito —desvió su atención a Oxid –No estoy aquí como ellos, que besan el suelo por donde él pisa. No buscaba ningún poder. No quería nada de eso.
—¿Entonces porqué estás aquí? —Oxid se atrevió a preguntárselo por primera vez.
—Es verdad. ¿Qué diablos hago aquí? —voceó gesticulando con las manos. Su tono cambió a serio en un segundo—. Él me ha arrastrado aquí. Ha destruido mi vida; a mí. Me odia, igual que yo a él. En realidad es recíproco entre los presentes. Pero no cambiaría nada de lo ocurrido. Porque cumplo a la perfección las misiones, y él me quiere aquí.
—Brindemos —dijo apresuradamente el enano y todos llenaron las copas y brindaron.
De repente una corriente de energía irrumpió en la cocina. Provenía de la puerta abierta que daba al oscuro pasillo justo detrás de Oxid. Todos miraron en aquella negrura olvidando el juego y la bebida. Oxid, sin atreverse a girar hacia atrás, aguantaba la respiración, mientras notaba cómo las palmas de las manos se le cubrían de sudor frío. Algo le decía que estaba a punto de suceder lo que ansiaba aterrado.
De repente llegó a sus oídos un sonido que le recordó las pisadas de un animal aproximándose rápidamente por el suelo de linóleo. Acto seguido, fue aplastado contra la mesa por una fuerza que le cayó sobre la espalda. El rugido bestial en la nuca y las garras en sus hombros lo paralizaron por completo. Intentaba buscar ayuda en las caras de alguno de los presentes, pero todas las miradas estaban dirigidas al espacio detrás de él. Largos segundos de confusión y agobio; el terror, como descargas eléctricas, recorría las venas avanzando hacia el corazón. Entonces, una voz de sobra conocida, incrustada en la mente como un arácnido, bramó desde todos los rincones a la vez.
—Barks, a tu sitio.
Un gran perro se retiró en seguida y fue a tumbarse al lado del cuenco, pero sin prestar atención a la comida. El resto se puso de pie. Oxid, siguiéndoles, trató de incorporarse sobre las piernas inobedientes. Apoyado en la mesa, se armaba de valor para mirar a la cara de aquel cuyo rastro había perseguido a través del tiempo y del espacio.
—Bienvenido a mi humilde casa —sonó a su izquierda.
Giró el cuello para encontrarse con una mano que tendía hacia él. Respondió al saludo y al apretarse las manos vio cómo los pedazos de imágenes arrancadas de los recuerdos rotaban ante él.
…Los ojos borrados, el uniforme, el fuego…
Estirando los segundos, fue levantando la mirada, recorriendo el impoluto traje negro, el perfecto nudo de la corbata del mismo color. El lado derecho de la cara, empezando por el cuello y hasta la sien, estaba desfigurado por la cicatriz de una vieja quemadura. Por fin le miró a los ojos. Esperaba encontrarse con algo horrible, perturbador y siniestro. Pero no había nada de eso. Tan solo notó una fría calma y serenidad en la negra profundidad de sus ojos. Oxid tragó con dificultad. Los ojos que habían sido azules estaban invadidos por la oscuridad.
—¿Hace falta que me presente o sabes con quién estás hablando?
El corazón le daba saltos en el pecho a Oxid como si alguien lo tirara de una cuerda, como a un títere.
—Perfectamente —respondió mientras trataba de poner en orden la reciente información—. Quién iba a decir que nos volveríamos a ver en tan extrañas circunstancias…
—No tengo constancia de habernos visto anteriormente. —Lanzó las palabras al aire mientras hacía un gesto invitando a todos a sentarse.
El enano le había traído un sillón de madera negra y lo colocó entre el invitado y el Doctor tal como le había sido ordenado.
—Y bien, ¿cómo te ha tratado esta panda de borrachos? No se sienta aludido, Doctor —Inclinó la cabeza en su dirección—. Es usted el único en cuya sensatez confío.
El Doctor hizo un gesto comprensivo.
—Han sido amables, pero no recuerdo cómo he llegado hasta aquí. —Oxid seguía perplejo.
Antes de que a alguien le diera tiempo a hablar, Eylem se había entrometido con su impaciente pregunta.
—¿Por qué estamos aquí todos?
—Orden —articuló Bernhard con sequedad. Un silencio instantáneo reinó en la cocina—. Lo contaré todo cuando lo considere oportuno. Los invitados se atienden primero —volvió a dirigirse a Oxid—: Es comprensible que estés desconcertado y quieras aclarar tus dudas. Sin embargo, seré el primero en preguntar. Sé que querías encontrarme. Aquí me tienes. —Hizo un movimiento hacia él—. Dime, ¿para qué?
Oxid se tensó en la silla. Pero sostuvo la mirada.
—Estoy enfermo. Pero supongo que eso ya lo sabe, ya que todo empezó tras su visita, cuando me dejó una marca en la muñeca. No se ve aquí, pero en mis sueños…
—¿Me acusas de tu malestar? —mostró una indignación fingida.
—No. Pero puede curarme. Se lo pido.
—No puedo. —Hizo un gesto frustrado—. Ya que no es una enfermedad. Has estado jugando con fuego y te has quemado.
—¿Entonces qué me queda? —Sin entender del todo las palabras del brujo, desesperado, Oxid se llevó las manos a la cabeza.
—Demasiadas preguntas. —Bernhard movió la cabeza con desaprobación—. Demasiada curiosidad fue lo que te ha traído aquí —sentenció en alto como si estuviera aclarándolo para todos los presentes.
Todas las miradas estaban dirigidas a él, pero nadie se atrevía a hablar. Oxid bajó y apretó la cabeza entre las manos.
—Déjate de teatro. Me has estado buscando. Tu “enfermedad” no es más que la obsesión que sientes hacia mí. Te he visto antes, en las fiestas que organizo los sábados en mi casa. Supe que con tu aparición llegarían problemas. Intenté alejarte tres veces y parece que no lo entendiste o no quisiste entender. Para empezar te dejé la marca, un símbolo de maldición que debía haberte llevado a la locura. Quién iba a pensar que acudirías a Katarina. Su magia te ayudó a sobrevivir, por eso tuve que pararla. Pero eso no te detuvo y empezaste a escarbar en mi historia personal. Fuiste terco, a pesar de todo, y acudiste a Ana a la que quise acallar, pero tu capacidad de ver a las almas te ayudó otra vez. ¿Crees que sabes algo sobre mí ahora, o piensas que eres digno de conocerme? —Su voz sonó de tal forma que todo el espacio alrededor pareció encogerse. El perro se alteró.
—Túmbate, Barks. —le ordenó Bernhard y el animal obedeció.
—Tiene razón. Lo buscaba, quería saber quién era —Se atrevió a hablar Oxid—. Me fascinó la misteriosa figura del brujo. y luego me obsesioné con la historia del general cuyo rastro desaparece de las memorias y surge como leyenda. Aún no sé muy bien por qué…
Se sorprendió que al fin lo estaba admitiendo, lo estaba reconociendo ante sí mismo y ante los demás: no era su Hermana Khloe que ansiaba el encuentro, sino él.
—No sé si echarte por este pasillo o invitarte a quedarte —dijo Bernhard—. Tienes mucha energía. No es la que predomina aquí, pero podría transformarla en mi beneficio. —Forzó una reflexión en el rostro. Oxid no se atrevía a respirar hasta entender las intenciones del brujo—. Si quieres conocerme, tendrás que quedarte aquí para siempre.
Oxid se asustó de verdad. ¿Qué iba a ser de Khloe? No lo había pensado…
—Quizás si te digo que tengo algo tuyo, te ayude a tomar la decisión correcta. —Un sentimiento siniestro se apoderó de Oxid. Las siguientes palabras del brujo lo confirmaron—: Tu amiga Khloe está aquí de invitada también. Si quieres volver a verla, te quedarás en mi mundo para el resto de tus días. Y me conocerás como me conocen mis acólitos— Trazó un círculo con la mano señalando a los presentes. Disfrutaba diciendo esas palabras, horribles en el entendimiento de Oxid—. Si quieres salvarte, puedes salir por la puerta al final de este pasillo detrás de ti y no volverás a ver a Khloe y olvidarás todo lo que has descubierto sobre mí y vivirás una tranquila y aburrida vida.
Para Oxid no existía la segunda opción.
El brujo dijo que se inclinara hacia él y le dio un golpe en la frente con la palma abierta de la mano. Oxid notó como una corriente eléctrica recorrió su cuerpo de arriba abajo.
Detrás de él, la voz de Eylem se reía, descontrolada en su embriaguez:
—Esto es magia primordial. Estás perdido, amigo. —Dejó caer la cabeza entre las manos sobre la mesa.
—Ahora formas parte de mi mundo y de esta realidad. Estoy convencido de que no has entendido todavía que no es tan fascinante y atractivo como lo has imaginado desde fuera. —Saboreó las últimas palabras, poniendo fin a su diálogo y desvió la atención a los demás.
Hizo un gesto a Mayra para que se acercara y le habló al oído. Ella soltó un suspiro y puso cara de tedio, pero no dijo nada y se dispuso a ir.
—Antes de que te vayas —La paró en la puerta, — prepara el té. Que sea fuerte. —Miraba a Eylem harto de su descompostura—. En fin, hablemos de trabajo, caballeros. Pues los enemigos tampoco pierden el tiempo.
CAPÍTULO XXVI
LOS CELOS DE MAYRA
Las gruesas cortinas de terciopelo granate cubrían totalmente los ventanales, impidiendo el paso de cualquier luz exterior. Allí dentro siempre era de noche.
Se oyó el ruido de la cerradura y alguien entró en la habitación. Con paso decidido recorrió la estancia desde la puerta hasta el otro extremo golpeando con tacones el suelo de madera. Encendió una vela sobre la mesa debajo de un gran espejo recubierto de polvo. Colgó unas prendas en el perchero y recorrió la habitación con la mirada.
—Sal de donde quiera que estés —dijo en un tono poco amistoso—. No estoy de humor para jugar.
Rodeó la cama enorme que en sus tiempos llevaría un baldaquino, pero que ahora solo tenía un viejo y carcomido colchón tapado por un plástico transparente. Allí, entre la cama y la ventana, había alguien.
—Te he encontrado. Muévete, de una vez. No me hagas perder la paciencia —le dijo a la chica encogida en el suelo.
Al no recibir respuesta alguna y no dispuesta a esperar más, la agarró del brazo y la arrastró al lavabo en la estancia contigua.
—No voy a permitir que estropees mi ropa con la porquería que tienes encima. Lávate.
Le arrancó el fino vestido, la metió en la bañera, desconchada y oxidada, giró la llave de la ducha y el agua helada cayó con fuerza sobre la piel blanca como el mármol. Contempló cómo se retorcía el cuerpo bajo aquella fría presión; cuando intentaba salir, la volvía a empujar y seguía escuchando sus gritos.
—Tu sufrimiento me complace. Es la única ventaja que encuentro en ti.
Mayra cerró el agua, cuando la víctima había dejado de oponer fuerza y sus gritos habían cesado, convirtiéndose en débiles sollozos. La sacó de la bañera y le tiró una toalla. Mientras se secaba, no le quitaba el ojo de encima. Para su sorpresa, la chica levantó la mirada, algo desenfocada, y dijo:
—Debo de tener un aspecto horrible, si me miras con tanto asco.
Mayra se rió de una manera forzada.
—Ojalá fueras fea. No tendría de qué preocuparme. —La empujó fuera del lavabo y dijo que se pusiera la ropa que le había traído—. Tápate el dibujo de la espalda, sinvergüenza. Quién te habrás creído para llevar el símbolo de la Sacerdotisa Suprema.
La chica se tambaleó. Tenía la mirada perdida y no parecía haber escuchado las últimas palabras.
—Quiero tumbarme —dijo en voz baja.
Retiró el plástico de la cama y se echó en un extremo.
—Bien. Ya vendrá alguien a por ti. Yo me marcho, no voy a estar contigo bajo un techo. —Se inclinó sobre la chica y le susurró al oído—. Y recuerda, no importa lo que hagas y lo guapa que seas, él siempre será mío.
Apagó la vela con un soplo y desapareció en la oscuridad, sin hacer un mínimo ruido.
CAPÍTULO XXV
EL RETORNO DE MAYRA
Una vieja fotografía con bordes desgastados evoca recuerdos dolorosos en la memoria. En la imagen hay cinco chicas de la tribu autóctona de Bat-Kaur sentadas en un tronco de madera. Están vestidas con ropa tradicional, pero la fotografía en blanco y negro no refleja el colorido de sus prendas. Detrás de ellas posan de pie ocho soldados; sus uniformes marcan el contraste de cultura y de época. Ahora Mayra se sentía muy antigua al ver aquella fotografía. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde aquella época? Era poco más que una niña cuando apareció el demonio seductor y ella cayó en sus redes. Las historias que le contaba sobre las tierras lejanas de donde venía dejaron una marca en su alma impresionable y soñadora. Había conocido el amor que entonces le parecía más vital que un futuro solitario como la mujer chamán de la tribu. ¿Cómo hubiese sido su vida de haberse quedado? Habría perecido como la gran mayoría de su gente. El gran culto a la Diosa Madre se habría quedado en el olvido por los siglos de los siglos. De repente sintió la fuerza renovada en su interior al asimilarlo. Ella era importante, más de lo que a Bernhard le gustaría reconocer. Había acudido a ella y la quería a su lado, pero al mismo tiempo no permitiría que su regreso fuera fácil. Primero debía de expiar su culpa que todavía pesaba sobre ella como la sombra de otro tiempo. Podía ver a través de una ventana en su memoria cómo la expulsó de la casa aquella noche de tormenta; hasta podía oír la voz de Bernhard decir que había ido demasiado lejos: había acudido a demonios para tomar la energía directamente de ellos, lo que acabaría enloqueciéndola y destruyéndola finalmente. Bernhard condenó esa práctica declarándola impura y dañina. No le prohibió seguir con ello, sino que la echó de su lado. Para él solo existía una mujer en la vida: la guerra.
Algo estaba golpeando en los muros de esta realidad. Eran los recuerdos que pertenecían a aquella otra vida. Las reminiscencias parpadeantes del pasado finalmente se oscurecieron y se convirtieron de nuevo en un fotograma inmóvil. Mayra cerró el cofre donde guardaba la fotografía y se volvió hacia el espejo. Todavía era guapa. Iba a regresar y entrar por la puerta grande, pues había completado la misión con éxito: Bernhard tendría a todos los hombres poderosos a su disposición el día previsto. El paso siguiente sería deshacerse de la joven aspirante a bruja de la que se había encaprichado Bernhard. Seguramente ni siquiera era un capricho, sino un recurso para fastidiarla.
—De acuerdo —dijo a su reflejo—, vamos a hacer que el Hermano se lleve a la Hermana de vuelta a su mundo. —Al pronunciar las palabras surgió en el espejo la imagen de Oxid durmiendo sin percatarse de nada—. Los Hermanos no tenéis sitio en nuestro círculo, vuestro lugar está en la calle con la Masa Negra. —Sus palabras fluían como una neblina a través de la superficie del espejo hasta Oxid—. Al brujo se le otorga solo una contraparte, y esa soy yo.
CAPÍTULO XXVII
LA CONFESIÓN DE EYLEM AL DOCTOR
—Tengo miedo, Imanuel. Estoy aterrada como nunca antes, ni siquiera en los momentos más difíciles del combate he sentido esa sensación de inevitabilidad…
—No debes preocuparte. Siempre lo has hecho a la perfección y esta vez no será distinto.
Mientras lo decía empezaba inquietarle esa idea. Había miedo flotando en la atmósfera entre las paredes con papel arrancado y dos ventanas tapiadas con madera. Era un miedo que se abalanzaba sobre ellos alterando sus pulsos y deformando su percepción. No, dijo a sí mismo, dándose cuenta de la desviación de su pensamiento, el miedo no es una identidad aparte. El miedo es de alguien.
El doctor le ayudó a Eylem a sentarse en la litera de abajo y le quitó las botas.
—Te voy a poner una inyección, para que puedas dormir, sin tomar alcohol. Tienes que estar concentrada, llevas el peso de la operación y no está bien que te vean débil.
Sacó una ampolla de su bolso de médico y llenó la jeringa con un líquido transparente.
—Hay algo que no te he dicho —Eylem siguió hablando mientras el doctor le subía la manga de la camisa y frotaba con un algodón empapado en alcohol la piel del antebrazo—. Le he pedido a Bernhard que esa sea mi última misión.
El doctor no apartó la mirada de la jeringa hasta que el líquido llegó al final de la escala.
—¿Por qué lo has hecho?
Detrás de los gruesos cristales no se podía adivinar la expresión de sus ojos.
—Porque estoy cansada. Nunca seré parte de vuestra entramada red mágica. Esto se tiene que acabar para mí… Pero ahora cuando el fin está tan cerca… Tengo miedo, miedo de verdad.
—¿Quieres que hable yo con Bernhard?
—No. No he cambiado de decisión. Pero el pensamiento de que desaparezca… —Hizo una pausa—. No, ¿qué estoy diciendo? Nunca he tenido miedo a la muerte. ¿Por qué me pasa ahora?
El doctor sacó la aguja de debajo de la piel y apretó el algodón en el punto donde había brotado una gota de sangre.
—¿De qué hablas? No es necesario morir para dejar tu puesto aquí.
—No lo entiendes. Le he pedido a Bernhard que se lo transmitiera a Ella. Quiero renunciar absolutamente a todo, que no haya nada más allá. No quiero ritos ni oraciones, ni más magia. Si simplemente salgo de aquí, tendría que seguir con ello, pero no es mi plan.
—Aún tenemos tiempo para arreglarlo. Hablaremos de eso en serio cuando te despiertes y estés en condiciones de pensar con claridad. —Emitió las palabras sin entonación alguna, sin mirar a Eylem que hundía el rostro en la almohada. Tenía la intención de levantarse y dejar el tema para otra ocasión, pero ella lo agarró del brazo y le pidió que se quedara hasta que se durmiera.
—Imanuel, cántame aquella canción. Siempre me calma. Aunque no entienda la letra.
Era una vieja canción proveniente de su infancia. Hablaba de aquellos parajes donde él había crecido. Alguien, cuyo rostro ya no lograba evocar en la memoria, se la había enseñado. No se acordaba ya de todo el texto, así que tenía que repetir la misma parte dos veces. Atenuó la luz y se apoyó contra la estructura metálica de la litera. Cogió el aire. No era el hecho de olvidarse de la letra a la mitad lo que le incomodaba, sino que las palabras estuvieran muertas. No eran los sonidos llenos de energía y sonoridad que una vez significaron tanto para él. Ahora eran ajenas y no despertaban en él ninguna emoción, ni sensación de nostalgia por algo perdido para siempre. Eran una grosera copia de sí mismas, perteneciente a aquella otra vida.
CAPÍTULO XXVIII
COSAS DE BRUJAS
Cuando las estrellas son favorables, las brujas salen a andar por el mundo y rompen los sellos impuestos contra la estirpe de la Madre.
Desde las sombras se escucha lo que dicen las lenguas acerca de ellas y su maldad.
Las brujas están locas. Al recibir el poder perdieron la cordura y así será hasta el día de su muerte. Ninguna persona medianamente conocedora de sus poderes se atrevería a cruzarse en su camino. Si uno ha sido señalado por una bruja, entonces su final está escrito. Vaciarán el cuerpo de energía y dejarán una cáscara hueca para el alimento de los gusanos.
Son maestras en manipulación y seducción, y emplean estas tácticas para conseguir sus objetivos. Despiertan a los demonios interiores sin que nadie sospeche de ellas. Otra técnica que practican es el mal de ojo que a través de un objeto personal logran echar a un individuo. En muchas ocasiones se les ha relacionado con el arte de las tumbas. Allí donde hay un entierro, siempre se ha temido la aparición de una bruja con intenciones perversas. Buscan apoderarse de alguna pertenencia del difunto para emplearla en los conjuros. Resulta ser uno de los métodos más efectivos de destrucción y anulación personal.
En las grandes ciudades, las brujas con el poder de la Madre no se esconden, no temen a nadie, pues la sociedad urbana ignora la existencia de unas fuerzas superiores en el mundo moderno; desconoce por completo las formulas de resistencia y protección, y por tanto se vuelve accesible y vulnerable. Ellas aprovechan esas grietas en la conciencia metropolitana y logran dominarla con facilidad.
Es lo que han estado haciendo durante miles de años. En la historia de la humanidad, detrás de una decisión de un personaje importante siempre ha estado la palabra de una bruja. Y pronto todos los acontecimientos venideros, que desviarán la historia de su rumbo previsto, serán impulsados por las hijas de la Madre.
Las llamas inmóviles de las velas forman las lineas del símbolo triangular de la Madre.
La negrura mate de un espacio desprovisto de propiedades engulle las almas y desintegra los cuerpos. Reina tal silencio que se oye el chirrido entre las esferas de las realidades. Aquí no podría haber certeza de dónde y cuándo. Ni la hay. La locura empieza a propagarse por el sistema nervioso hasta llevarlo a la anulación.
—Estamos infinitamente lejos, más allá de las fronteras de tu mundo. No saldrás de aquí hasta que aprendas la lección. Y la lección es la siguiente: purificarás tu cuerpo y tu conciencia por medio del sufrimiento, físico y espiritual. Llorarás, gritarás y te retorcerás hasta expulsar todo lo humano de ti.
Ahora recordarás tu vida, te verás a ti misma desde fuera y luego te disociarás de tu pasado, como si nunca hubiese sido tuyo.
Khloe, la niña cuya esencia vital estaba mezclada con la sangre y la oscuridad. Los recuerdos reprimidos, han estado brotando en forma de obsesiones por lo macabro, lo feo y lo repugnante. Siempre rozando el peligro y la inmoralidad, había logrado permanecer a flote sobre las aguas oscuras entre sus pesadillas y su distorsionada percepción de la realidad, abusando de los excesos. Una muñeca de porcelana, adornada para ser contemplada, que resultó estar llena de una inesperada ambición por dominar las artes oscuras, había basado toda su vida en las enseñanzas mágicas. Por este camino solitario se encontró con el que se convertiría en su Hermano, que poseía la misma ansia por el conocimiento oculto. Su actual ausencia es lo único que agarra su mente y le impide emprender el vuelo sin retorno.
—¿Qué es esto?¿Un ramo seco de sentimientos humanos? No es de esta existencia, arrójalo fuera de sus límites. Guíate solo por mi voz, por las imágenes que te enseñaré, absorbe todo el detalle. Por que la única forma de salir de aquí será por tus propias fuerzas.
Las brujas preparan el terreno de combate, provocan los estados anímicos deseados en la gente, abren las puertas a los demonios que vienen hambrientos a este mundo. Los demonios son la ira inagotable, el odio abrasador y la furia ciega; tras el paso de su fuerza quedan cenizas y ecos de dolor. Las brujas se alimentan de la energía desprendida de ese dolor y el círculo se completa.
CAPÍTULO XXIX
LA SEGUNDA CAÍDA DE NAKHARAT. EL EXILIO
La mítica Arma de la Victoria no había sido encontrada.
A pesar de que los altos mandos del ejército se reunían de urgencia para decidir la siguiente maniobra, nadie podía negar la inminente derrota que les aguardaba. Era solo cuestión de tiempo.
Había que considerar la capitulación como una posibilidad. Esto significaba una gran desestabilización en las Colonias. Para Bernhard el futuro se volvía aún más sombrío y difuso que nunca. Lo más seguro era que perdería las simpatías de aquellos que tenían expectativas con sus labores de investigación y sobre todo dejaría de contar con el respaldo necesario para la realización de sus prácticas ocultas, aunque fuera en beneficio del Estado. Llegaban tiempos difíciles que anunciaban el fin de su prolongada estancia en aquellas tierras apartadas del mundo.
—Doctor, pronto no quedará nada para mí aquí. Considero razonable proyectar la salida antes de que empiece la caza de brujas.
—¿Huirá sin más?
—Véalo como un exilio voluntario. —Sonrió sarcásticamente—. Usted también puede unirse a mí, si es la envidia la que habla por su boca.
Entonces elaboraron tal plan para que nadie sospechara que era una huida. Nadie los buscaría después de aquello, dándolos por muertos.
La oración de Bernhard a la Madre
Horror negro y frío es tu nombre. Elevo mis palabras más allá de las esferas de esta realidad. Allí donde estás suspendida en el sueño de los siglos. Desde donde nos observas, a los seres inferiores y ves cómo degeneramos generación tras generación. Solo tú permaneces en el eterno estado de perfección absoluta. En ti está la voluntad, si vivimos o morimos. Infliges castigos a los que te niegan. Afortunados somos los que recibimos tu bendición. Nos muestras lo inexorable, como un regalo por nuestra fidelidad.
Escucha, pues, el ruego de tu fiel siervo:
Ahora, en el momento de gran necesidad, me veo preparado para recibir tu promesa. Ligo mi destino contigo, sello el pacto con mi sangre. Me he estado preparando para tomar lo que me tenías reservado y lo haré con gran devoción.
Acepta, pues, el sacrificio que me has pedido a cambio de la Promesa de Poder.
Mil hombres caerán en esta última batalla; Mil almas para saciar tu hambre. No quedarán testigos de la antigua Nakharat. La gran mayoría de los soldados perecerá en su fanatismo patriótico, luchando por lo que en realidad no es suyo, sino de tu pueblo. Algún día tu gente recuperará su hogar y glorificarán tu nombre en alto. Mientras, lo único que te ofrezco es la derrota de mi nación.
Aquella última noche antes de la capitulación se cumplió el pacto. Las muertes del general Bernhard y el doctor Koffpe fueron anunciadas tras el bombardeo aéreo que arrasó la mayoría de las instalaciones militares.
—Debemos salir de las Colonias cuanto antes. Aunque hayamos muerto para ellos, no me sentiré cómodo hasta que estemos lejos de esta tierra.
—Calma, Doctor. No van a encontrarnos en esta torre de vigilancia. Hay tiempo. Y hay fuerzas que nos protegen. Mire al enano, confía plenamente en el éxito del plan.
—No lo pongo en duda tampoco, pero es una sensación extraña como si ya no perteneciéramos al mundo de allí fuera… Ni siquiera se oyen las bombas, ni las alarmas… A veces hasta me asaltan los temores, ¿y si estoy muerto de verdad y ya no es el mundo que conozco?
—¿Cree que si estuviera muerto seguiría aquí filosofando tranquilamente?
—Ojalá estuviéramos todos muertos —La voz de Eylem se manifestó desde la oscuridad de la sala.— Usted, General, ha sentenciado a sus hombres y se ha escabullido. Podía haber pactado que su país ganara, pero ha preferido el poder para sí mismo.
—Cállate, mujer. Muestra tus respetos, porque te han elegido y por eso sigues con vida. —el Doctor quiso ponerla en su sitio.
—Así que por eso, Doctor, no me daba usted el alta, cuando solamente era una leve contusión. Porque querían utilizarme para sus propósitos. Supongo que no tengo otra elección que convertirme en una villana como ustedes… Cuando siempre había pensado que la muerte me sorprendería en el cielo… La inquietud de todos los pilotos. ¿No es cierto, mi General?
—Tienes una lengua muy afilada; la osadía de alguien que no tiene nada que perder —Se dirigió Bernhard hacia Eylem—. Piensas que te eliminaré y tu patética existencia se terminará. Ni mucho menos. Morir es fácil, lo difícil es vivir una vida con sentido. Te doy la oportunidad para que hagas de tu vida un acto heroico que deje un surco en la superficie de este mundo.
Mientras hablaba, la mujer piloto iba creyendo en sus palabras. Eran imprescindibles las promesas de un futuro con las que alimentar a la gente.
Todos quedaron sumidos en sus propios pensamientos en aquel escondite donde llegaban solo los ecos de otras dimensiones.
—¡Bernhard! ¿Me oyes? ¡Despierta! —llamó alguien de repente—. Tienes que llevarme contigo. Me necesitas, aunque no lo quieras. Ven a por mí. De prisa, oyes, de prisa, esta noche está llena sangre…
Bernhard abrió la puerta de la torre de vigilancia, los demás se despertaron al oírlo.
—He de volver a la ciudad. En menos de dos horas estoy de vuelta.
—Quedan dos horas para salir según lo previsto.
—He dicho que volveré antes de la hora.
—¿Qué cree que le ha hecho tomar esa arriesgada decisión, Doctor? —preguntó Eylem.
—Una mujer.
El coche se adentró en un ambiente en ebullición. Volvía allí donde, muy a su pesar, lo arrastraban de continuo sus pensamientos. Ordenó parar delante del viejo hotel. La calle temblaba y parecía que todo se iba a distorsionar y derrumbarse del griterío y la marcha de la gente. La encontró en la salida trasera del edificio, acorralada por un grupo de cinco hombres armados con palos de madera. Se metía en una estrecha rendija en la pared. Los palos la alcanzaban, mutilaban su cuerpo con sus puntas afiladas. Bernhard pegó un grito para llamar la atención del grupo. Tenían que mirar en su dirección. Con los dedos formó el Símbolo de la Destrucción ante sus ojos. Un aullido, que no sonaba humano, tapó el ruido de la calle. Los cinco cayeron en el suelo, con ojos salidos y la boca abierta en un último espasmo.
Mayra abrió los ojos.
—Tienes el poder. Te lo ha concedido y lo has soportado. —Cayó de rodillas ante él—. Qué felicidad tan inmensa. ¿Pero por qué noto una aflicción?
—Hemos perdido la guerra, los territorios coloniales, el prestigio internacional. Y todo porque era la única salida para mí.
Una hora después, cinco personas abandonaban clandestinamente el país. Un avión los llevaba lejos de la tierra arrasada. Bernhard sabía, a diferencia de otros, que el exilio no duraría eternamente. Todavía quedaba algo en aquel lugar que le haría regresar.
“He de crear un dominio propio desde los cimientos, porque detrás de mí solo dejo caos”.
CAPÍTULO XXX
LOS MUNDOS DISTORSIONADOS
Era el final del día de la conmemoración de la Guerra de las Colonias. Sin embargo, cuando Oxid llegó a la plaza la encontró desierta. En el pedestal del monumento con forma de avión había unas pocas flores solitarias. La lluvia había espantado a los viandantes, a excepción de una figura justo delante del monumento. Reconoció a Eylem por su pose de las manos en los bolsillos del pantalón y las gafas de sol después del atardecer. Al acercarse distinguió unas gotas en su cazadora de cuero. Se notaba que no se había refugiado de la lluvia. Al contrario, parecía regenerada.
El motivo que le traía a Oxid era la Hermana Khloe. Había esperado varias semanas para que el brujo le permitiera reencontrarse con ella, pero llegó un momento cuando empezó a desesperarse. La angustia aumentó después de un sueño del que solo recordaba que debía ir a pedir que le devolvieran a Khloe. Por fin tomó la iniciativa de citarse con Bernhard, a pesar de que le habían advertido que era Bernhard quien ordenaba las citas. En este caso Oxid necesitaba a alguien que lo llevara hasta él, pues carecía de capacidad de entrar en el mundo del brujo por su cuenta y siempre necesitaba un guía. Debía establecer contacto a través de un método que le enseñaron para ese fin: encender una vela roja en una habitación a oscuras y con la cera derretida trazar un símbolo de invocación sobre un espejo o una ventana. Esta vez se comunicó con Eylem, pues era la más accesible de todos. La decisión de reunirse en ese lugar fue tomada por ella, sin un motivo claro para Oxid hasta el momento en el que la vio.
—¿Has estado aquí alguna vez? —Lo dejó perplejo a Oxid con la pregunta.
Recordaba una excursión de clase, a unos diez años de edad, a la que nunca había dado mayor importancia. Era un monumento como otros tantos caídos en el olvido, y solo para unos pocos significaba algo más que un bloque de hierro y hormigón. Ahora comprendía que Eylem era una de estos pocos. Era extraño, porque aparentaba unos veintitantos, más o menos la edad de Oxid, pero veía el monumento del avión de una forma muy distinta.
—Para mí es la primera —empezó a contar ella, —nunca tuve la ocasión de venir a rendirles homenaje. Yo recuerdo. Y este es mi punto débil. Los otros lo han borrado de su memoria, han cerrado la puerta al recuerdo, por eso son invulnerables. Pero yo no puedo, toda mi vida es el recuerdo de aquellos años —Lo miró por primera vez desde que había llegado—. ¿De verdad no prefieres que le transmita yo tu mensaje?
Oxid llevaba deseando volver a encontrarse con Bernhard y por fin estaba decidido.
—Quiero hacerlo personalmente. Además, me gustaría hablar con él de algo personal…
Eylem lo miraba con una expresión imposible de interpretar.
—Yo que tú, evitaría el contacto innecesario con él —dijo en voz muy baja, como si se lo dijera a sí misma. Entonces Oxid le preguntó si temía a Bernhard—. No quiero contarte historias de miedo para asustarte, de todas formas no te pararían. Visto lo visto, el riesgo te atrae. Y no sé por qué te estoy intentando persuadir de lo contrario… —Se quitó las gafas de sol y limpió las gotas de lluvia con el borde de la camiseta—. Temerlo es nuestro deber natural, porque uno nunca sabe qué se le está pasando por la cabeza. Puede decir que está muy contento con tu trabajo y luego mandará a alguien para deshacerse de un inútil más que no ha cumplido con sus expectativas. O solamente con desearlo te destruirá. —Le hizo una señal con la mano para que la siguiera a través de la plaza, mientras continuaba hablando—. Aunque hay cosas en él que te sorprenderían. Igual no te gustarían, porque le harían parecer menos terrorífico en tus ojos. —Se rió mientras se encendía un cigarro—. Por ejemplo, lo ayudó a Gerd cuando este no tenía a nadie. Había sido presentador de espectáculos en un teatro de variedades. En la guerra el local cerró y nuestro enano se quedó sin trabajo ni vivienda. Bernhard, al ser un asiduo del establecimiento y al conocer a Gerd, lo cogió bajo su protección, y este se dedicó a hacer pequeños encargos para su amo. Pero eso fue hace mucho tiempo, cuando Bernhard era… —hizo una pausa como buscando la palabra adecuada, —otro —dijo indecisa. —Bueno, dejaré de hablar de lo que no sé.
Pero siguió hablando sin dejarle a Oxid meter una palabra. Ni siquiera le molestó, al contrario, le cautivaba la forma en que parloteaba la piloto y sin darse cuenta soltaba detalles peculiares sobre la gente próxima al brujo. Solo cuando se alejaron de la zona urbana y siguieron su camino hacia las afueras, Eylem se fue volviendo más callada y seria. Su expresión se hizo sombría y los escasos comentarios, más ácidos. Entonces Oxid prestó atención a su alrededor. Los rodeaban muchos kilómetros de polígonos industriales. En la cercanía se levantaban las oscuras siluetas de las fábricas con sus brillantes luces y nubes de humo sobre el fondo de un cielo casi negro. No sabía dónde lo llevaba.
—Si quieres una historia que te haga ver a Bernhard de tal forma que ni siquiera se te ocurra plantearte temerlo o no, Mayra podría contártela. Aunque veo complicado que ella quiera hacerlo. —Fue lo último que dijo antes de pararse delante de una puerta que parecía dar a un viejo almacén. La entreabrió y le indicó que entrara—. Está oscuro, sigue la pared a tu derecha con la mano hasta que se acabe. Lo encontrarás allí, debe de estar entrenando. Ya está avisado de nuestra llegada.
La puerta metálica cerró tras sus espaldas con un golpe pesado. El eco se esparció por la silenciosa oscuridad. Con la mano deslizándose por la rugosa pared de ladrillo, avanzó unos pasos sin distinguir ningún objeto. Solo oía el crujir de las esquirlas de cristal bajo las suelas de sus botas. Por alguna razón se le hacía más complicado dar cada siguiente paso. Le sobrevenía una sensación como si alguien se dedicara a borrar sus recuerdos con una goma y sustituirlos por recuerdos ajenos no pertenecientes a su vida actual. Mientras en su interior, en el área del diafragma, se abría un agujero cada vez más grande y una fuerza exterior succionaba de allí toda su naturaleza humana. Estaba perdiendo irremediablemente una parte de sí mismo.
La pared se acabó repentinamente. Como si se desvaneciera o nunca la hubiese allí. No, no era eso, sino la pared misma lo estaba atrayendo a su derecha, lo estaba absorbiendo. Ya conocida sensación de estar siendo engullido por un embudo negro. Y una nueva, de ser arrastrado por tuberías de canalización que desembocan en un mundo de inmundicia.
El resplandor de un foco rasgó la oscuridad, rasgó los ojos como una cuchilla. Oxid se encontró en una espaciosa nave. Mareado y destrozado en pedazos, se tambaleó y luchó por mantenerse en pie. Manchas de luz artificial bailaban ante sus ojos. El paso a otra frecuencia de la realidad siempre era duro y cada vez algo distinto.
Esperó un poco a que su cuerpo y sus ojos se acostumbraran al cambio. Dos potentes focos en algún lugar de arriba alumbraban el centro de la nave. Oxid se encontraba en el círculo de luz. La figura de Bernhard emergió de la oscuridad. No llevaba camisa y estaba descalzo. Había estado entrenando; todavía se veían gotas de sudor en su cuerpo. Sus antebrazos estaban cubiertos de cicatrices de diferente antigüedad. Un elaborado tatuaje le cubría el torso. A Oxid lo asustó el pensamiento mismo de que el hombre de enfrente tenía más de cien años. Quiso vaciar la mente antes de que el brujo se diera cuenta de esas valoraciones, pero la expresión con la que lo miraba decía que era tarde. Oxid habló sin pensar:
—Aquel que hizo este tatuaje es un verdadero artista, debo reconocer —lo dijo con un grado de admiración y envidia, pues verdaderamente era trabajo de un virtuoso.
—Sí, hubo uno con suficiente valor para realizarlo. Se trata de un símbolo que me abrirá el camino más allá de los caminos del destino —pronunció el brujo con un tono de secretismo. Hizo una pausa dándole tiempo a Oxid para asimilar sus palabras. Luego cambió de tema —Me traes la lista con los nombres de nuevos adeptos, déjala allí —Una oxidada mesa de ruedas surgió a su izquierda—. Ahora háblame de cómo van progresando las cosas.— Su mirada le taladraba la mente.
Oxid no necesitaba decírselo en alto, pero obedeció. Era el protocolo. La voz salía con dificultad de su garganta, le costaba reunir los pensamientos, las ideas se deformaban al transformarse en palabras y se atragantaba con ellas.
—Todavía te afectan los cambios del paso. No hay que abusar si no es preciso. ¿Por qué querías verme personalmente?
Oxid pensó que no había necesidad de alargar y respondió muy conciso:
—Quiero que me devuelvas a Khloe.
El brujo hizo una mueca.
—No es para ti. —Lanzó las palabras puntiagudas directo en su indefensa conciencia—. No vale nada, es una muñeca de porcelana vacía por dentro. No se merece ni un segundo de tu tiempo. Si todavía no lo has entendido, tienes un problema.
Oxid se atrevió a hacer otra pregunta aunque sabía que era cruzar el límite.
—¿Pero por lo menos cómo se encuentra?
La expresión del brujo se endureció en un instante. Oxid aguantó la respiración; el corazón omitió unos latidos.
—Está al cuidado de Mayra. Congenian bien; son tres cuartos de lo mismo… Deberías dejar ir estos vanos sentimientos que lo complican todo. Pues ella ni siquiera pregunta por ti. De todas formas —dejó caer la frase—, cuando complete el aprendizaje, volverá a casa.
Era el momento de marcharse. Oxid dio varios pasos hacia atrás, fuera del círculo de luz y notó cómo la pared de la nave se venía sobre él desde la izquierda. El brujo se acercó y se inclinó hacia él tanto que lo abrasó con su aliento.
—Hay algo en ti que me gusta y es tu curiosidad suicida y excesiva confianza en ti mimo. Aunque te aseguro que no te saldrás con la tuya sin perjuicios, si decides a desobedecerme —Su voz sonaba alta y al mismo tiempo distorsionada, como proveniente de una cabina telefónica. —Por otro lado, hay una cosa que me repugna y es la energía que te ha traspasado Katarina. Su odio apesta. Arrastras detrás de ti el hedor de su odio hacia mí. Ya veremos qué hacer con ello, pero procura no aparecer ante mi si no es de suma importancia.
Cuando Oxid salió a la calle, la tierra dio la vuelta bajo sus pies. Se arrastró a un hueco entre los almacenes y estuvo vomitando en la esquina hasta devolver toda aquella contaminación que lo había envenenado. Durante los días siguientes estuvo padeciendo aquel estado de disfunción.
CAPÍTULO XXXVIII
LA PIEZA PARA PIANO SIN NOMBRE
Las luces estaban apagadas. Solo ardían velas colocadas por todo el salón. La cera había manchado la mesa, las estanterías, la parte superior del piano… Había flores secas tiradas por todas partes; se traían frescas todos los días y nunca se tiraban las viejas. Eran cosas de Mayra, la niña salvaje de ojos negros como el alquitrán. Su risa sonora se oía por todos los rincones y uno sabía que estaba en casa. Pero con el tiempo se volvió más seria y el peso de los años cayó sobre ella. Ya no era aquella muchacha de la aldea que corría descalza por los prados con el pelo trenzado con cintas de colores. ¿Quién era ahora? Su piel no reflejaba la edad, pero su corazón se volvió pesado al guardar dentro tanto dolor. Había seguido un camino que no era el suyo y hora estaba perdida en el vórtice del tiempo.
Aquella noche la lluvia comenzó y se paró de repente dejando la tierra húmeda, pero no saciada tras unos calurosos días de verano. En el salón de la casa el sonido del gramófono llegaba desde la oscuridad y la cera goteaba en el suelo. La pieza musical era de un compositor desconocido, no tenía ni nombre ni letra, pero de algún modo había logrado persistir durante siglos. Bernhard solía tocarla de vez en cuando con el piano y siempre repetía que no tenía letra porque nadie todavía había inventado las palabras adecuadas para expresar aquellos sentimientos.
Esta vez los sofás estaban vacíos mientras sonaba la música. La puerta que daba a la terraza estaba abierta y se oían las pisadas de pies desnudos sobre la madera. Mayra cantaba despreocupada al son de la melodía, pensando que no la oiría nadie. Las palabras salían de su boca como las polillas nocturnas e iban flotando hacia las llamas de las velas. ¿Cómo era posible que nadie hubiese sido capaz de acompañar esa melodía con letra? ¿Acaso no había estado nunca nadie tan enamorado como ella? Pero no era una canción de alegría, sino de una profunda desdicha, un amor no correspondido y condenado a la fatalidad. Así decía, como si supiera que no habría un futuro común para ellos.
Pero aquella noche las estrellas estaban altas y la Diosa Madre había vuelto la cabeza hacia las profundidades cósmicas. El tiempo dejó de fluir y el espacio perdió su forma. Hubo un lapso de unas horas que no quedó registrado en la memoria del universo. Podían quebrantar todos los reglamentos y las promesas, y aun así todas sus debilidades serían perdonadas. El recuerdo mismo sería borrado como los dibujos de tiza en la pared de hormigón lavado por la lluvia.
“Mayra, siempre serás mía, aunque nuestros caminos se separen”.
Aquella casa quedó cerrada, inaccesible en el tiempo, guardando una pálida sombra de lo que pudo haber sido considerado felicidad. No había vuelta a aquella noche de verano, cuando el vaho se levantaba de la tierra recién mojada. Y Mayra era como aquella tierra, sedienta y cálida, a la espera de una tormenta auténtica.
CAPÍTULO XXXII
REENCUENTRO DE OXID Y KHLOE
La primera vez que se reencontró con Khloe fue en una de las habitaciones del piso de la calle Héroes de Guerra. Oxid había llegado acompañado por el enano a través de unos pasillos infinitos que de ninguna manera podían pertenecer a un edificio corriente. Mientras los atravesaban, le pareció que las paredes no eran estables, como si se tratara de unos vibrantes hologramas. Pero tampoco podía estar seguro de ello, porque sus pensamientos cambiaban cada vez que prestaba atención a algo nuevo. El único sentimiento constante era que había alguien más allí; alguien que se había perdido para siempre en aquellos pasillos y era la razón por la que iba acompañado.
Desde que había llegado a aquel piso, su percepción de la realidad se alternaba periódicamente. A veces le parecía que estaba teniendo un sueño, pues algunos detalles que lo rodeaban creaban un ambiente propio de los sueños. En otras ocasiones todo era sumamente real, imposible de distinguir del mundo cotidiano: sus pensamientos se sucedían con relativa coherencia y la percepción sensorial era óptima. Y sin embargo, no podía estar seguro de nada allí.
La sensación de estar viviendo una experiencia consciente venció al final. En cuanto vio a su amiga, acurrucada sobre un viejo colchón, balbuceando algo incongruente en su delirio, una onda de preocupación le devolvió la capacidad de reflexionar y tomar decisiones.
Una vez arrancada de su pesadilla, Khloe mostró su inmensa alegría al encontrar a Oxid a su lado.
—Sabía que vendrías —dijo abrazándolo—. Te echaba de menos—. Pero su actitud cambió en seguida. Se apartó indecisa—. Estás distinto. Lo noto. Ya lo notaba cuando me llamabas desde allí…
Oxid la miraba y no la reconocía tampoco. En los meses que pasó viajando, había mantenido en su memoria a una persona completamente distinta a la que veía ahora. ¿Quién era esa chica que tenía delante? Era Khloe. Pero no la misma Khloe de antes. Y eso le inquietaba.
—¿Por qué estás aquí? —le preguntó muy serio, tratando de dejar de lado comentarios anteriores. Hizo falta sacudirla de los hombros para obtener la respuesta.
—Él me invitó —dijo apartando la mirada—. ¿Por qué estás molesto?
Oxid se levantó de la cama con fastidio.
Dijo que no estaba molesto sino preocupado porque ella había actuado por su cuenta, sin pensar en lo peligroso que podría resultar. Pero la verdadera razón de su mal humor eran los celos que empezaba a sentir por la relación que podía haber entre ella y el brujo. Tanto porque ella estaba prescindiendo de su Hermano, como porque Bernhard la podría preferir por encima de él. Más tarde, al calmar sus sentimientos, le habló del encuentro con su anfitrión.
—Khloe, no sé si ya has entendido qué nos ha pasado. Nuestros juegos con rituales mágicos, encantamientos y representaciones simbólicas nos han llevado muy lejos. Más de lo que pensábamos. Más de lo que podemos controlar. Estamos en sus manos. Querías entrar en su mundo, pero hasta ahora, por lo menos yo, no era del todo consciente dónde podía desembocar este juego. Ahora no quedan más opciones que cumplir con lo que se espera de nosotros. De mí, en particular, quiere que desarrolle una simbología, el elemento principal será…
Del bolsillo de la cazadora sacó y le tendió una revista de tatuajes que ambos conocían. En la portada, mostrando un dibujo que cubría la espalda entera, salía Khloe.
Era el símbolo del poder. El que suele llevar la Suprema Sacerdotisa de la Madre. Ellos se habían asignado unos roles que los superaban. Iban perdiendo el control y acabarían destruyéndose. Sin embargo, poseían bastante energía, la cual, al tenerlos a su absoluta disposición, Bernhard aprovecharía para sus fines.
—Entonces es lo que haremos. ¿O tienes miedo? —la voz de Khloe sonó con más fuerza.
Oxid no la miraba a ella, sino por la ventana. Abajo se veía la acera, tal y como lo recordaba de alguna de sus visitas. Pero de algún modo sabía que no era del todo aquel lugar. La calle estaba desierta, la luna, aunque alumbraba las casas, parecía un foco artificial.
—Khloe, por favor, mira por la ventana. No hay nada allí fuera. Este no es nuestro mundo. —Se encontró con su mirada en la oscuridad—. Nada aquí es un juego. En un momento dado hemos aceptado ser parte de este sistema, y quien lo acepta no tiene derecho de echarse atrás —Volvió a acercarse a Khloe y le acarició el pelo de colores. —Todavía eres mi Hermana. No permitiré que él te utilice y luego te destruya. Prometo que te sacaré de aquí, cueste lo que cueste.
Mientras para sus adentros dijo: “Perdóname, pero debo apartarte de él, por tu propio bien y por el bien de ambos. Y porque debo ser el único que llegue a acercarse a los conocimientos del brujo”.
CAPÍTULO XXXIII
REUNIÓN DE LAS NACIONES. DECLARACIÓN DE GUERRA
El día siete de agosto todos los hombres que habían sido incluidos en aquella carpeta de cuero negro se encontraban en la sala de reuniones. Si se hubiesen preocupado por mirar alrededor se habrían dado cuenta de que las paredes tenían una extraña vibración impropia de los materiales sólidos, las luces eléctricas emitían un color un tanto inquietante, y si hubiesen apartado las cortinas de las ventanas habrían visto que el mundo de fuera no era el que conocían. Pero nadie sospechaba que habían sido reunidos con un oscuro propósito.
Las negociaciones que habían empezado de modo convencional, iban adquiriendo un carácter inesperado. En la sala, asegurada de la intrusión externa, había surgido una sombra. Iba situándose detrás de cada uno de los dirigentes, movía silenciosamente los labios y ellos repetían su contenido como muñecos. Palabras horribles salían de sus bocas y distorsionaban el ambiente. Hablaban de una guerra inminente, de la aniquilación absoluta de los territorios enemigos, de la llegada de una era de fuego y cenizas. El nombre de Bat-Kaur había surgido como una nube de polvo negro que empezó a engullir el espacio y la realidad. Las voces y las palabras ya no eran de este mundo; sintéticas, pegajosas y elásticas atrapaban en su densidad, no dejando escapar a nadie.
—…Las Colonias del Norte deben obtener la independencia. Si no lo hacen, tendremos que intervenir.
—Nosotros hemos construido esas Colonias, hemos sabido aprovechar sus recursos sin agotarlos, y hemos educado y civilizado a la población, que ya por suerte ni se acuerda de los horrores de vuestro gobierno. Son lo que son gracias a nosotros; si los dejamos, caerán en la barbarie otra vez, empezarán con sus rituales sangrientos, el culto a los muertos y divinidades malignas. Y eso perjudicará directamente a nuestra gente.
—La gran parte de la población es joven y no ha conocido la religión de sus antepasados, seguirá el camino que se le ha inculcado en vuestras escuelas. A no ser que… su gobierno oculte las verdaderas prácticas de los autóctonos…
—No hay nada que ocultar. Pero sin un control externo, esa gente no será capaz de autogobernarse.
Aparte, nuestra población tendría que someterse a sus leyes y eso es inconcebible.
—Eso ya está pasando, han pedido la autodeterminación, hay movimientos independentistas en varios puntos. Pueden marcharse pacíficamente o esperar una intervención. Tendremos que revivir entonces lo que pasó hace más de sesenta años en Bat-Kaur. Con la diferencia de que ahora disponemos de una tecnología bélica mucho más desarrollada…
Allí en ese ambiente fétido y corrosivo se sentenciaba el futuro de todos.
Cuando se forman alianzas el corazón del mundo tiembla presintiendo su muerte. Suenan los tambores enloquecidos anunciando la hora de la superposición de las esferas. Ellos aún no lo saben, pero juntos apuntarán sus armas al cielo, porque cosas horribles vendrán de las estrellas. Será la mayor lucha de la historia, y nosotros seremos sus testigos y veremos cómo se desangra el mundo.
PARTE IV
CAPÍTULO XXXII
LOS DEVORADORES DE CARNE 1. OXID Y KHLOE TRASPASAN LA BARRERA
Los devoradores de carne son el único peligro que temen los brujos. En los escritos más antiguos se menciona su nombre y su lucha con los brujos enemigos dirigida a la persecución de poder. Pobre de aquel que haya sido elegido, pues los devoradores de carne nunca abandonan la caza. Atacan en grupos numerosos y con sus largos cuchillos arrancan la carne, consumiéndola mientras el brujo está aún con vida, absorben su poder y sus conocimientos.
En lugares alejados la guerra estaba en pleno apogeo. Pero Oxid solo seguía los acontecimientos a través de los medios de comunicación y no sabía la realidad de los hechos. Nunca estaría allí, ni lo querría. Su trabajo era otro: tatuar símbolos mágicos en las caras y las manos de los soldados que se dirigían al frente. Eso les proporcionaría una fuerza superior y los haría prácticamente invencibles. Y aunque murieran, por medio de esos dibujos de poder se les invocaría con un conjuro para seguir luchando incluso después de muertos. Trataba de buscar en las miradas de los reclutas algún rastro de emoción humana: de inquietud o incertidumbre por lo que les esperaba, pero no había nada a parte de un oscuro y frío vacío en sus ojos. Creían que una vida eterna se les había concedido por la bendición de la Madre y no había que temer a una mera transformación como era la muerte.
Oxid terminó el último trabajo y cerró el salón. En una estancia interior se oía la voz irritada de Khloe hablando por teléfono. Cuando entró había colgado y estaba sentada sobre el escritorio con las piernas cruzadas.
—En las últimas semanas no paran de llamar, se quedan callados respirando en el auricular y luego cuelgan. Tenemos que averiguar quién es y hacer que pare.
—Lo haré cuando tenga tiempo. Estamos saturados de trabajo ahora.
Khloe cambió de expresión. Su aspecto en general se alteró. Su mirada se volvió más dura y pesada.
—Tenemos que volver allí —dijo con un tono seco—. Estamos haciendo un buen trabajo. No nos merecemos estar apartados de todo el meollo. ¡Somos importantes, Oxid!— Se levantó de la silla pegando un salto—. Nuestros nombres deben perdurar en la historia y la historia se está escribiendo justo ahora.
Sus ojos brillaban y se clavaban como agujas en los de Oxid.
Hacía meses que no veían a nadie del grupo, las órdenes les llegaban en sueños o directamente las oían en sus cabezas. Ya nunca iban al piso de la calle Héroes de Guerra. Khloe insistía casi a diario para que fueran allí directamente y pidieran quedarse cerca. Sin embargo, Oxid no compartía esa idea. Ya sabía que si Bernhard no los llamaba, tenían que evitarlo. Negaba a sí mismo el deseo de llegar a conocer al brujo para impedir que Khloe volviera a reencontrarse con él.
Mientras Oxid consideraba la opción de quedarse como estaban por algún tiempo más, ambos se sobresaltaron al escuchar un sonido de cristales rotos. Oxid le mandó a Khloe quedarse dentro mientras iba a comprobar de qué se trataba. Últimamente tenía la certeza de que todo lo que pasaba estaba relacionado con su nuevo estado. Al abrir la puerta a la sala principal una ola de calor lo golpeó en la cara. Las llamas devoraban el estudio sin piedad. Había muchas cosas sintéticas que se consumían rápidamente y soltaban humo. Había una botella de cristal tirada en el rincón donde se había originado el fuego. No era difícil adivinar cómo había llegado hasta allí: el cristal del tragaluz estaba roto. Se precipitó hacia el extintor en un rincón, pero se paró en seco antes de llegar: el hueco del extintor estaba vacío. Llamó a gritos a Khloe y ambos atravesaron corriendo la sala hacia la puerta principal. La cerradura estaba atascada, alguien la había manipulado para que no pudieran salir. Agachados recorrieron la estancia de vuelta al despacho y cerraron la puerta. Se miraban aterrados el uno al otro, pues en aquel sótano no había ventanas ni salida alternativa. Disponían de unos pocos minutos antes de que el fuego llegara a devorar la puerta y los atrapara para siempre.
—Solo tenemos una vía de escape, Oxid. Aparta esa estantería y deja libre un trozo de pared.
Mientras tanto ella agarró un tubo de tinta roja e impregnó la mano. Sobre la superficie rugosa de la pared de ladrillo dibujó un símbolo que Oxid reconoció de inmediato y que era más horrible y abrasador que el fuego a sus espaldas.
—Tenemos que pronunciar las palabras a la vez —dijo Khloe y lo agarró de la mano.
Las palabras resonaron extrañas como si llegaran hacia ellos en forma de ecos desde un lugar lejano, como si fueran emitidas por alguien ajeno a ellos. La puerta ya estaba en llamas. Oxid miraba a través de ella a lo que una vez había sido su casa y su vida, la que ahora se desvanecía tan dolorosamente. Sintió la mano de Khloe apretando con fuerza y volvió la cabeza hacia la pared. El dibujo se estaba transformando, había adquirido un aspecto vivo. Los ladrillos empezaron a agrietarse y desmoronarse. Antes de que tomaran la decisión de dar el paso hacia dentro, notaron como algo los succionaba hacia el otro lado.
Hasta donde alcanzaba el ojo se extendía un bosque de abedules quemado. La tierra había sido envenenada; estaba desgarrada, dejando al descubierto sus llagas negras rodeadas de ceniza blanca. Las ramas de los árboles estaban calcinadas, pero la mayoría de los troncos se mantenían prácticamente intactos. Oxid removió la ceniza con la punta de la bota y esta siseó como una sustancia química en un laboratorio. Desde la lejanía llegó un rugido que hizo quebrar las ramas de los árboles y levantó nubes de polvo blanco.
—Creo que nos hemos equivocado, Khloe —dijo y la apretó contra sí con fuerza—. No es nuestro mundo y debemos salir de aquí cuanto antes.
Miraron alrededor: a unos metros detrás de ellos había una construcción de ladrillo que podría servirles de refugio temporal. Se dirigieron hacia allí. Pero primero tenían que cruzar un terreno inundado que no había forma de rodear. Era una sustancia negra, viscosa y maloliente que los cubría hasta las rodillas y chapoteaba también allí donde no pisaban.
Salieron sucios y cansados cerca de aquella especie de almacén. La entrada estaba obstaculizada por vigas y barras de hierro oxidado. Tuvieron que atravesarlos con cuidado para llegar a las puertas. El óxido y una sustancia oleosa que cubrían los hierros se pegaban a sus manos, se incrustaban en la piel y la quemaban.
Al acercarse a la construcción, pudieron leer en la pared de ladrillo unas letras rojas: “También hemos estado aquí”.
—¿Crees que han conseguido salir de aquí? —preguntó Khloe en un susurro.
Oxid la miró, pero no dijo nada porqué el mismo rugido de antes se volvió a oír aún más cerca. Le pidió el frasco con la tinta y esta vez fue él quien dibujó el símbolo tratando de ser exacto y no cometer ninguna irregularidad. Khloe lo apresuraba, pues ya se oía el chapoteo del agua fuera de los muros. Algo se estaba acercando. Oxid no quería averiguar de qué se trataba. Repitieron el proceso de antes, y el abismo volvió a abrirse ante ellos, arrastrándolos en su interior.
Abrieron los ojos en un vagón de metro. A nadie le había sorprendido su aparición repentina como si hubiesen estado allí todo el tiempo. No los miraban perplejos, su imagen destrozada y sucia no lo importunaba a nadie. Cubiertos de una sustancia negra casi hasta la cintura, manchados de rojo de cintura para arriba. No les costaría pasar desapercibidos, pues lo único que tenía la gente en la mente era la guerra. Lo que le llamó la atención a Oxid fue que todos se tapaban la cara como protegiéndose de un olor insoportable. Un repentino entendimiento cruzó su conciencia y lo asustó: eran ellos los que arrastraban ese hedor fétido detrás de sí.
En unos minutos estaban golpeando la puerta del piso en la calle de los Héroes de Guerra. Habían tomado esa decisión finalmente tras haber analizado su situación: alguien que sabía a qué se dedicaban los estaba persiguiendo. No eran enemigos directos, sino los de Bernhard. No podían volver a sus casas, pues al no encontrarse los cuerpos en el incendio, irían a buscarlos allí. ¿Qué posibilidades tenían ellos, apenas unos iniciados, contra aquellos que desafiaban al mismo brujo? Definitivamente ellos necesitaban a alguien temible y poderoso que los defendiera.
No obtuvieron ningún resultado llamando a la puerta. El piso estaba silencioso. En un momento de desesperación Khloe giró el pomo y la cerradura cedió con un chirrido. Miró a Oxid y con un gesto le indicó que la siguiera. Él quiso decirle algo antes, pero ya estaba dentro y no se paró a esperarlo. En el total silencio el crujido del suelo era enervante y molesto. La única fuente de luz procedía de la calle y permitía vislumbrar los contornos del largo pasillo. Oxid recordó aquella vez que estuvo entre esas paredes. El recuerdo era distinto de la visión que ofrecían ahora. Como si hubiese sido un sueño, nítido e intenso, pero no dejaba de ser un sueño. Quiso compartir esa sensación con Khloe, pero se paró de golpe ante una puerta que daba a una estancia. Todo estaba oscuro allí dentro, no se podía distinguir nada. Pero estaban convencidos de que había alguien mirándolos desde dentro. No se atrevían a entrar, pues una fuerza los mantenía en el umbral. Y cuanto más miraban en el interior de la oscuridad mejor iban distinguiendo cómo se iba formando una sombra y se les acercaba amenazante. Antes de que les diera tiempo a moverse, un golpe de fuerza los empujó por todo el pasillo hasta la puerta de entrada. Era evidente que los estaban echando de allí sin miramientos. Salieron corriendo, casi sin pisar los escalones y no pararon hasta rodear la esquina de la calle de Héroes de Guerra.
No, no era el mismo lugar de la otra vez. Estaban allí, pero no estaban al mismo tiempo. Tenían que rasgar el velo de esa ilusoria realidad para ver la otra. Pero aún no lo podían hacer solos.
CAPÍTULO XXXIII
LOS DEVORADORES DE CARNE 2. TRAS LAS HUELLAS DEL BRUJO
De madrugada se habían encontrado restos humanos calcinados en las inmediaciones de la fábrica de fundición. No se pudo reconocer a las víctimas y pronto se abandonó la investigación. En los últimos meses era lo habitual en aquella ciudad sin orden.
Bernhard había estado allí la noche anterior. Se quedó en el recinto de la fábrica esperando a sus perseguidores. Llevaba días sintiendo que lo vigilaban y era la hora de encontrarse cara a cara con ellos. Tenían posibilidades de matarlo entre varios si lo sorprendían desprevenido, pero no contaban con que él saliera a su encuentro. No iba armado, ni contaba con apoyo de nadie. De nada le habría servido. Pues no hay una manera infalible para un brujo de acabar con los devoradores de carne. Les dejó acercarse y cuando estuvieron cerca gritó una frase en una lengua antigua. Eso los dejó indecisos durante unos segundos. Aprovechó ese instante para atacar. Su cara se retorció, su mandíbula se estiró hacia abajo y succionó a seis de los nueve hombres que tenía delante como si fueran humo negro. La sensación que vino después le resultaba conocida. El motivo de su provocado encuentro venía a ser que la ciudad estaba plagada de devoradores de carne que habían sido atraídos por el reciente aumento de prácticas oscuras, y no todo su séquito lograría defenderse.
Las conversaciones no eran habituales entre ambos lados; fracasada la operación, ya no tendría sentido reanudar el ataque. Podían haberse dado a la fuga, de no ser porque el brujo les hubiera paralizado las extremidades con un solo gesto.
—No os encontraréis muy a menudo con un brujo más hambriento que vosotros —rugió con tal fuerza que levantó una nube de polvo—. Avisad a vuestro líder de que quiero hacer un pacto. Os aseguro de que no os faltará carne de brujo.
…Había llegado la hora de avisarles.
Mentalmente les transfirió el mensaje: “Oxid y Khloe, tenéis un nuevo encargo. Reuniréis a todos los adeptos del Nexo y los llevaréis a la ciudad de Nakharat. Os abriré el camino y os brindaré protección. Recibiréis más órdenes a medida que os vayáis acercando al destino”.
La imagen que había surgido en su visión interna de los dos destinatarios confirmaba que los devoradores de carne ya habían emprendido la persecución tras ellos. Pero había algo aún más importante. En su huida los chicos habían traspasado la barrera. Pero no simplemente la habían atravesado, sino la habían roto en un lugar donde no había entrada. Y a lo que habían despertado allí lo atrajeron hacia el mismo borde y ahora se asomaba expectante. No cabía duda, solo podían haberlo conseguido fortuitamente. Pero sin saberlo lo acercaban al brujo hacia la meta.
CAPÍTULO XXXIV
LA CAÍDA DEL PRIMER TEMPLO
Allí donde pisa se seca la tierra y se calcina la hierba, quedando tan solo una abrasión negra.
Sonidos de campanas y luces parpadeantes venían de debajo del agua. Antaño hubo allí un valle con una iglesia de piedra negra. Al construirse la presa, el valle se convirtió en un lago artificial y la iglesia quedó sumergida.
Bernhard llegó del oeste. De pie en un alto recorría el lago con la mirada. Habían pasado décadas de la última vez que había pisado el suelo de esa iglesia. Una avalancha de recuerdos golpeaba en la mente del brujo, pero no se permitió sucumbir ante ellos. Había venido con un objetivo. Bajó a las orillas del lago, abrió la boca y un sonido inhumano salió de allí como un torbellino negro. El agua se fue bajo la tierra, como absorbida por una bomba de succión, dejando el terreno seco y agrietado.
La iglesia negra se erguía silenciosa y solitaria en medio de un yermo. Por fuera estaba muerta. Al entrar, sintió una vibración pulsátil que desprendían las paredes. Reconocían su presencia. Un recuerdo, como un escozor en un sitio indeterminado. ¿De dónde provenía? No era de esta vida. El altar lo atraía como un imán. Un nombre se escapó de su boca: Katarina. En el mismo altar blasfemaban y profanaban lo sagrado para conseguir energía. Pero no sabían a quién alababan a cambio.
Las pinturas de los murales estaban deslavados por el agua, pero aun así transmitían la sensación de estar observando al visitante. El altar se había derrumbado desvelando la imagen originaria tallada en piedra. De haberla visto entonces, no habrían soportado el impacto.
Madre. Ha estado presente siempre, de un modo oculto, en los templos construidos en los lugares de poder de la tierra. Viene cuando oye a los desesperados rezar, intercepta sus oraciones y se alimenta de ellas. No lo sabía, pero la había adorado desde el principio, y el serpenteante camino de la vida lo traía de vuelta allí donde había empezado todo. Como un fiel súbdito se acercó y se arrodilló ante el altar. Pero había algo en su actitud que se salía de lo habitual. No pronunció ninguna palabra, no hizo ningún gesto de veneración, simplemente permaneció quieto y oscuro en el suelo de la iglesia. Había sido su mejor servidor, levantó su culto desde las ruinas y lo difundió por todo el mundo. En su nombre se habían producido atroces sacrificios; su nombre llevaba la guerra. Él mismo se había convertido en el brujo más poderoso y temido de su tiempo. Sin embargo, en ese momento todo su ser exhalaba el rechazo a las fuerzas que habían hecho de él lo que era.
Maldigo el día en el que fui tocado por tu fuego, en el que mi nombre brotó de tus fauces. Y sobre todo, maldigo a tu hija, tu fiel sirvienta que me ha arrastrado a ese abismo sin fondo. No era para mí y me castigaste. Sí, por todo hay que pagar. Buscaba la libertad y obtuve la mayor esclavitud de todas. He pagado por mi insensatez. Es la hora de ir por mi propio camino. Sé que no me dejarás hacerlo. Pero lo haré de todas formas. Me libraré de tus lazos oscuros a cualquier precio.
Una vibración recorrió el suelo de la iglesia. Las sombras de las paredes que habían esperado décadas se retorcían y gemían amenazantes. El brujo se acercó al altar y posó las manos sobre la piedra. Con un movimiento la arrancó y la tiró al suelo, partiéndola por la mitad. Con ese acto repudiaba a la Madre y a sus semejantes. Una onda de energía recorrió los cimientos, se quebraron los muros y se desprendieron unas piedras del techo.
El primer templo caía, desatando la destrucción de los demás.
El agua volvía a salir de la tierra, inundaba el piso de la iglesia a tiempo que la construcción se venía abajo. Una columna de humo negro se elevó sobre las ruinas de la iglesia y se fue, como llevada por un viento inexistente, al oeste. En breves momentos el agua turbia se cerró sobre el cúmulo de piedras, dejándolo inalcanzable a la vista para siempre.
CAPÍTULO XXXV
LA MARCHA DE MAYRA
Mayra vino harapienta y destrozada tras haber estado arrastrándose por los yermos. Como una serpiente negra subió las escaleras que llevaban a una plataforma metálica en las enrevesadas construcciones de la fábrica. Bernhard estaba envuelto en su abrigo negro y la ceniza gris caía sobre sus hombros de hierro.
—¡Nos has traicionado! Has renegado de Ella y todo lo que representa —rugió Mayra tras sus espaldas sin esperar a que él se volviera—. Te lo había dado todo. ¿Cómo has podido?
—Esperaba que reunieras tu ejército de brujas y vinierais a asaltar mis territorios. No puedes odiarme ni siquiera cuando me lo merezco —dijo inalterable. El veneno de su voz salía a borbotones e inundaba el mundo que compartían los dos.
—¡Arrepiéntete! Quizá te perdone la vida… —Se retorcía las manos desesperada.
—¡Jamás! En esta lucha iremos hasta el final. —Se giró hacia Mayra. Estaba pálido como la ceniza. En sus ojos sin fondo parpadeaba el fuego de la ira.
—Entra en razón, te suplico. Si la Madre cae, tú caerás con Ella —imploraba con la voz temblorosa—. Es el mismo poder que te sostiene. —Estiró las manos hacia él, pero Bernhard hizo un gesto horrible y la apartó con unas chispas de fuego.
—¡Vete al diablo!
—¡Ya estoy con él! — siseó ella entre los dientes—. Eres el fuego, pero la mujer fue puesta para mantenerlo. Sin mi no serás el mismo. Me voy porque no seré capaz de verte caer.
—Vete y regocíjate en tu desdicha.
La fuerza de sus palabras la empujaba fuera de su vista.
—Solo que no olvides —dijo Mayra por encima del hombro—, si hemos de ser desgraciados lo seremos los dos. Por que estamos atados —escupió su veneno y se fundió con la oscuridad de la noche.
Los sellos habían caído, desencadenando el despertar de una fuerza primitiva. Los demonios, los hijos y los sirvientes de la Madre, liberados irrumpían a través de la envoltura de este mundo provocando cataclismos y guerras. Sin embargo, sus centros de culto y apoyo iban siendo destruidos por la fuerza militar, quedando unos agujeros negros en la superficie de la tierra. Bernhard declaraba abiertamente la guerra. La Madre, habiendo levantado sus cuernos, abría las fauces ensangrentadas y el mundo se estremecía por sus rugidos. El brujo observaba desde lo alto como el mundo se abría paso hacia el colapso del orden establecido. Podría significar su propia caída, pero su decisión era inamovible.
La estructura metálica de la plataforma osciló bajo sus pies. Con la vista lateral Bernhard percibió cómo se abrían las puertas metálicas y el fuego y el humo irrumpían hacia fuera. Un rugido feroz se escapó de las entrañas de la maquinaria y una gigante sombra negra se elevó sobre la fábrica. Bernhard gritó una palabra que atravesó el ruido industrial, voló hacia la sombra y la arrastró de vuelta, cerrando las puertas de golpe tras de si. Era una proyección demoníaca que podía desecharse en un instante, pero sabía que lo que auguraba sería inevitable.
CAPÍTULO XXXVI
EL BOSQUE SHENGHURT. EL CAMINO A NAKHARAT
El impenetrable bosque de Shenghurt significa Huesos Roídos en el idioma autóctono. Es allí donde se oyen sonidos de tiempos pasados, donde se pierde la noción de la realidad y se nubla la conciencia. Una vez que los muros del bosque se cierran alrededor del viajero, se desvanece toda la posibilidad de salir. No hay rastro de animales y los árboles están torcidos por una fuerza extraña. Cuando cae la niebla sobre el bosque, el pánico se apodera del alma y la locura atrapa la mente. No hay supervivientes entre los testigos de lo que sucede en el corazón del bosque. Ni los puede haber. Es un cementerio que se extiende muchos kilómetros a la redonda y solo un condenado que no tiene nada que perder se adentra voluntariamente en su espesura.
Cuando Oxid recobró el sentido, la imagen temblaba ante sus ojos como la pantalla de un televisor viejo. Poco a poco se fue estabilizando; la vuelta en sí mismo esta vez no le llevó mucho tiempo. Lo último de lo que se acordaba era la reunión de los miembros del Nexo en un refugio subterráneo en la ciudad. Los miembros más antiguos y reputados se ocuparon de abrir la Puerta para que el resto pudiera atravesarla. Sin embargo, el mapa mental para llegar a Nakharat, Bernhard solo se lo había confiado a Oxid. Eso no les gustó a los demás, pero lo siguieron mudos y sumisos.
El camino por el bosque era como un camino intranquilo y agobiante por un sueño ajeno, donde alguien distinto era el dueño; alguien que no los quería allí y trataba de ahuyentarlos.
Khloe también estaba a su lado, pero a veces Oxid no podía verla. Una vez sentía su mano, otra vez escuchaba su voz, pero nunca llegaba a percibirlo todo en su conjunto. “Llámame, recuérdame mi nombre, tengo que saber que sigo aquí”. Le decía a ella mientras no los oían. “Estoy lejos, Oxid, tan lejos que casi no oigo tu voz, tu cara se pierde en la niebla. Nos está devorando, nos disolveremos hasta que no quede una partícula de nosotros”.
La noción del tiempo se había desvanecido por completo. ¿Habían emprendido el viaje ayer o hace una semana? Nadie hablaba, sumidos en un estado de ensimismamiento profundo siguiendo los pasos del líder. Oxid trataba de mantener su atención fijada en la realidad que los rodeaba, pero se daba cuenta en seguida de que sus ideas se precipitaban de un lado a otro y no podía construir una linea de pensamiento que pudiera seguir. El bosque estaba agotando sus fuerzas y su cordura. Oxid lo entendió cuando lo que empezó a crujir debajo del los pies no eran ni hojas ni ramas secas, sino huesos. Huesos Roídos era el nombre del lugar y ahora entendía el porqué. Khloe lo agarró del brazo y señaló hacia delante. A unos metros de ellos había surgido una figura envuelta en un sudario negro. En la mano sujetaba una calavera caprina. “Hay que pagar el pasaje, para que nos deje seguir”. La calavera fue rociada con sangre tibia; alguien del grupo no prosiguió el camino. Pero nadie se volvió hacia atrás para recordar su nombre.
La subida a Nakharat fue una purgación aceptada como tal por los miembros del Nexo. Y con cada paso que daban se encontraban más lejos de sí mismos, pero más cerca de su Gran Madre. Habían llegado a un punto del cual Oxid había sido advertido: ya no eran las mismas personas que habían salido de la ciudad, estaban totalmente adentrados en aquel mundo y de allí no había camino de vuelta. Porque no hay entrada allí para los vivos…
A su llegada a Nakharat Oxid recordó la razón por la que Bernhard le había encomendado encabezar aquella comitiva. Los peregrinos debían ser conducidos al lugar de poder donde ofrecerían su último sacrificio en honor a la Madre. Eso provocaría un estallido de energía que Bernhard aprovecharía para sus fines. Lo que Oxid no sabía era la forma de aquella ofrenda. Subidos al Nido de los Rayos los adeptos comenzaron a entonar un rezo dirigiéndose a la Negra y Fría diosa. A su lado, Khloe repetía una oración siguiendo al resto. Oxid no entendía las palabras, el murmullo mismo resultaba insoportable para sus oídos. En vano llamaba la atención de su amiga a gritos a través de ruido creciente. Ella se encontraba en un trance hipnótico profundo, para sacarla del cual no tenía medios que estuvieran a su alcance.
El eco resonó desde el Nido de los Rayos. Todos los reunidos en aquella roca dieron un paso hacia delante y se precipitaron hacia el abismo. Oxid lograba sujetar a Khloe que convulsionaba entre sus brazos, pero no sabía cuánto tiempo más lograría retenerla. No había sido advertido de ese riesgo; los acontecimientos estaban tomando un giro inesperado.
En aquel instante el espacio se estremeció, se desbordó y salió hacia fuera, quedando solo Oxid y Khloe sobre un montículo de nieve. De alguna parte detrás de ellos los alcanzó el rayo de un foco y una voz conocida procedente de un megáfono se dirigió a ellos.
—Entrad aquí. —Se oyó el chirrido de una puerta y el Coronel les abrió el paso a un refugio antibombardeo.
CAPÍTULO XXXVII
BERNHARD Y EL ARMA DE LA VICTORIA
Regresé a las tierras del norte tras décadas de exilio voluntario, con la intención de obtener el Arma de la Victoria que seguía escondida en alguna parte de Nakharat. Salí por un búnker de una ciudad en la frontera. De allí salía la ruta del ferrocarril que atravesaba las Colonias de un extremo a otro. El característico olor a tierra y a hierba en seguida me hizo sentir como en casa, porque aquel era mi hogar y yo era su hijo adoptivo que volvía para recobrar energía.
Seguí las vías del tren que finalmente me llevarían a Bat-Kaur y de allí emprendería mi subida a Nakharat. Debía hacerlo así, pues era la única manera de reanudar el contacto con este reducto de los vestigios del pasado. Estos lugares me recordaban; me habían estado esperando con la paciencia infinita de las cosas que permanecen allí por la eternidad. En estos lugares se habían pronunciado palabras oscuras que crearon túneles entre las capas de los mundos. Aquí está el origen y Nakharat es la puerta que se abrirá cuando el Gran Sello caiga.
Llegando a Bat-Kaur, me di cuenta de que la vida allí seguía igual que cuando la dejé. Las mismas casas de madera construidas sin orden alguno, rodeados de huertos, caminos sin asfaltar, y la gente, autóctona y los colonos, a pesar de convivir, no han mezclado su sangre. Continuaba siendo mal visto por ambas partes, como en aquellos lejanos años de mi juventud. Los pueblos del norte tenían sus secretos que guardaban asiduamente. Yo conocía esos secretos y ellos lo comprendían nada más verme paseando por las calles de la aldea. Por lo que a mí respecta, quería que supieran que estaba de vuelta aquel sobre el cual rezaban las leyendas, cuyo nombre no se osaba pronunciar en vano y que era el terror de los chamanes. Atravesé el pueblo y crucé la frontera marcada por el ídolo. Las miradas me seguían, las voces ya no susurraban, sino gritaban en su lengua que el final de los tiempos estaba cerca.
A Nakharat había dos caminos. Por tierra, a través del bosque Shenghurt que llevaría días, y por el aire, unos instantes. En seguida me volví ligero y me elevé sobre el bosque como una nube de humo negro. Me reí al ver a los aldeanos señalando hacia la boscosa montaña. Pero me dejaron de interesar en breve, me di la vuelta y volé hacia Nakharat.
Las ruinas de la ciudad primigenia siempre cubiertas de nieve me recibieron en silencio como a un viejo conocido. Pero esta vez yo no era un simple visitante, pues traía la llave para acceder a los lugares más recónditos de la ciudad en la montaña. Ahora conocía las palabras secretas y las entoné desde el alto de la muralla y el sonido se esparció sobre las ruinas congeladas. Las palabras tienen el poder. Con las palabras elevé las piedras milenarias para descubrir el lugar que había permanecido oculto durante eones. El Arma de la Victoria estaba ante mi y yo era su dueño. Nunca una mano humana había tocado aquella superficie de un metal del espacio exterior. Ni lo volvería a hacer cuando se acabara la guerra.
CAPÍTULO XXXIX
EN EL REFUGIO
Las paredes desconchadas del viejo refugio subterráneo revelaban distintas capas de pintura que marcaban diferentes épocas. Las tuberías cubiertas de óxido y suciedad se extendían serpenteando por el techo y las paredes, desapareciendo en algún punto lejano de la oscuridad. La construcción del siglo anterior no había sido reformada desde la guerra anterior y presentaba evidente estado de abandono. Oxid en seguida entendió en qué frecuencia de la realidad se encontraba. Se incorporó en el frío suelo del búnker y sacudió a Khloe de los hombros para que volviera en sí. No se produjo ninguna reacción por parte de ella, seguía igual de inmóvil, tumbada boca abajo. Oxid la giró hacia él para comprobar la respiración, pero al inclinarse sobre ella fue movido bruscamente por un impulso hacia atrás. El rostro de Khloe había desaparecido, era un lienzo en blanco que no reflejaba nada en absoluto. Sin embargo, su pecho se levantaba con un ritmo pausado.
—Está infectada —una voz femenina que le resultaba familiar llegaba y se expandía por los pasillos subterráneos—. Habría que meterla en la tierra durante unos días, pero a falta de ello, tendremos que utilizar el agua. —La figura de Mayra surgió de la oscuridad y entró en el espacio tenuemente iluminado por una bombilla—. Vamos a llevarla a la sala de asistencia médica, necesita una cura en seguida, de lo contrario no volverás a ver su cara bonita nunca más.
Dio media vuelta y salió al pasillo. Sin otro remedio que obedecer a Mayra, con su Hermana en brazos, Oxid la siguió por los azules pasillos que pertenecían, y a la vez no, a su realidad. Esos ruidos de los bombardeos, ¿eran reales o provenían de otro tiempo? ¿O eran ecos de una realidad paralela? Allí no había certeza de nada, las leyes mismas de la naturaleza se alteraban, y Oxid lo sabía. Dejó a Khloe en la camilla mientras se quedaba esperando la actuación de Mayra. Pero esta tan solo cubrió con una toalla húmeda la parte donde debía estar el rostro de Khloe. Oxid estaba convencido de que no podía haber agua corriente en aquellas instalaciones tan antiguas. Esto confirmaba una vez más sus sospechas de dónde estaban, pero el motivo le resultaba desconocido.
—La dejaremos aquí hasta que se mejore. Acompáñame, el Coronel quiere verte.
Los tacones golpeaban el sucio suelo de hormigón y Oxid fue siguiendo ese sonido.
En otra sala que había sido utilizada como centro de mando quedaban mesas y bancos, carteles con instrucciones y mapas en las paredes comidos por la humedad. El Coronel apoyado en una de las mesas le indicó que tomara asiento.
—Recuerdo que ya tuvimos la ocasión de presentarnos. Así que iré directamente al grano: ¿Sabe qué es lo que ha pasado?
Oxid lanzó una breve mirada a Mayra.
—Aún no comprendo muy bien qué ha sucedido. Mi Hermana ha resultado afectada, el resto ha muerto, cometiendo un suicidio, involuntario en mi opinión. Creo que debo agradecerle, Coronel, su oportuna intervención.
—Bueno, dejémonos de formalidades. Le explicaré brevemente la situación. Bernhard lo ha traicionado, nos ha traicionado a todos, incluso a la Gran Madre. No sé qué esta tramando, si ha perdido la cordura o quién se ha pensado que es para volverse contra Ella. El suicidio, como bien se ha dado cuenta, tenía un objetivo: librarse de los miembros más influyentes del Nexus Negro, para debilitar o incluso erradicar el Culto. Os ha utilizado en sus intereses y al cumplir con ello, ya no le haréis falta.
Mil pensamientos se precipitaban sobre Oxid. No le resultaba convincente la idea de que Bernhard quería que murieran. Al menos no él.
—¿Por qué entonces yo no sucumbí a aquel cántico? ¿Por qué me transmitió el mapa de regreso? Seguramente porque todavía me necesita.
—Si, puede que te necesite para algo más. Y en cuanto lo hagas, chasqueará los dedos y habrás dejado de existir. Date cuenta de que está intentando destruir nuestro mundo, el mundo del cual queríais formar parte tú y tu amiga, y donde habéis sido aceptados como en vuestra casa. Y todo esto va a caer si no se lo impedimos. ¿No te has enterado, verdad, de que los templos están siendo destruidos?, ¿que ha dejado a los devoradores de carne acercarse demasiado y tiene el Arma de la Victoria que utilizará en contra de todo lo que es nuestro? —El Coronel hizo una pausa para encender un cigarro y cambiar de postura— ¿Te das cuenta de lo que significa todo esto?
—Que nos ha engañado y utilizado en su beneficio, haciéndonos pensar que la guerra era un medio necesario para someter al mundo al reinado de la Madre Negra. Pero no entiendo, si no es así… ¿qué es lo que pretende?
—Más nos gustaría saber a nosotros —gruñó el Coronel—. Solo él sabrá sus motivos. Pero para el resto es un traidor y debe ser aniquilado. —El Coronel lo escudriñaba con la mirada. Sus dedos jugaban con la tapa del mechero. Oxid supo que las siguientes palabras no iban a gustarle—. Puedes demostrar que eres un fiel servidor de la Madre, salvar a tu amiga y obtener honores. O arder con él y sus secuaces. Elije con cuidado.
Oxid captó la mirada de Mayra buscando en ella algo que ni él mismo entendía.
—Nadie podrá curarla allí fuera.— Mayra hizo un movimiento con la cabeza en dirección al azulado pasillo.
—¿Podrás hacerlo tú?
—La magia desaparece con la muerte de su artífice —respondió la bruja.
Oxid tardó tan solo un segundo en tomar la decisión. Retiró el pelo que le había caído en los ojos y se dirigió al Coronel.
—De acuerdo. ¿Qué es lo que esperáis que haga?
—Consígueme el Arma de la Victoria. Defenderemos lo que es nuestro, castigaremos a desertores y enemigos y saldremos triunfantes de la guerra.
—¿Cómo lo haré? —preguntó inseguro.
—Bernhard confía bastante en ti. Volverás con él. Y bajo mis directrices te harás con el arma. En cuanto conozcas su localización, inmediatamente me ocuparé yo del resto.
La conversación prosiguió algún tiempo más, hasta que a Oxid finalmente se le permitió retirarse. Podía volver con Khloe, pero no lo hizo. Una repugnante sensación, de que aquel cuerpo no era ella, se lo impedía.
Más allá de los límites de lo sensorial y lo visible, retumbaban los ecos de la dimensión paralela.
Con los sentimientos embotados recorrió los azulados pasillos, atormentándose con los pensamientos que lo asaltaban como un maníaco en la noche. Sabía que algo se le escapaba. Tenía que hablar con Mayra a solas, así que volvió deprisa a la sala donde habían estado reunidos. No encontró a nadie allí. No había apenas luz y todo parecía mucho más deteriorado. Pronunció su nombre un par de veces, pero no le contestaron. No podía hacer otra cosa que recorrer las estancias una a una y probar suerte.
Un sonido repetitivo llegaba desde algún lugar más allá del pasillo. Entró en una sala vacía a excepción de un telar y una silla. Mayra estaba enfrascada en su labor y se dio cuenta de una presencia ajena cuando Oxid se había acercado a la luz de la única bombilla sobre el telar.
—Eres tú —Suspiró Mayra y soltó los hilos—. Al Coronel no le agradaría pillarme con esto.
—¿Qué haces tejiendo aquí? No tiene ningún sentido un telar en un refugio…
—Está tan fuera de lugar como todos nosotros. Aquí puedes volverte loco si no amarras tu conciencia a algo. Fíjate, hilos de tres colores: blanco, rojo y negro, se entrelazan formando un patrón que en la cultura de los pueblos del norte decora un manto fúnebre. Sabía un cuento sobre unas tejedoras, pero lo he olvidado —No esperó ningún comentario y siguió hablando—. Las cosas han ido demasiado lejos, pero quizá es lo que todos necesitábamos desde hacía tiempo. —Se giró hacia Oxid y le clavó su punzante mirada; su boca se movía apenas emitiendo sonido. Se apoderó de él una extraña sensación de que no estaba oyendo las palabras sino los pensamientos—. Tienes que volver con él para ayudarlo. Yo no puedo, no puedo ir en contra de la Madre. Pero tampoco quiero oponerme a Bernhard. Sabes, una vez prometí seguirlo hasta el final, pero lo he abandonado como una cobarde. Creo que en el fondo él esperaba que me pusiera de su parte, pero en vez de eso quise que se retractara. Tienes que ir tú, necesita ayuda.
—¿Qué te hace pensar que voy a conseguir lo que tú no has podido?
—No me has entendido. Tienes que ayudarlo a luchar para que consiga lo que quiere. Y quiere la libertad. No ha habido un solo hombre en esta tierra que haya luchado más ferozmente por su libertad. Tú lo admiras por eso, lo supe desde el primer momento. Tú nunca has pertenecido aquí, no supone ningún sacrificio para ti. Y si no es por él o por el mundo, hazlo por tu agonizante amiga.
Con esas palabras un entendimiento cruzó la mente de Oxid. Miró al infinito espacio de los pasillos azules.
—La magia no se irá con la muerte de su artífice, ¿cierto? —La miró con desprecio.
Mayra encogió los hombros.
—Nunca te fíes de las palabras de una bruja… Ayúdalo, y tu amiga volverá.
—Sois tan retorcidos, tal para cual…
—Aquí hasta el amor es retorcido, muchacho —Rió ella a carcajadas.
—Tendrías que ser tú la que estuviera a su lado… Pero volveré con él y vamos a limpiar nuestro mundo de la porquería que lo ha invadido. Solo tienes que abrirme la puerta.
—Sé en qué estás pensando. Puedes hacerme caso o no, pero por mucho que hayas prometido proteger a tu amiga, no es para ti — dijo la bruja mirándole de reojo—. Es una cáscara sin alma. Puedes quererla como a una hermana, cuidarla, pero ella no te va a corresponder porque no tiene con qué. Ya te acordarás de estas palabras cuando conozcas a la persona que es para ti.
Oxid no dejaba de pensar que ya había escuchado esas palabras. Pero al mismo tiempo sabía que las brujas estaban locas y siempre buscaban causar dolor porque disfrutaban del malestar de los demás. No tardó en despedirse de Khloe. La dejaba al cuidado de Mayra muy a su pesar, pero no le quedaba más elección. Sabía perfectamente que no debía fiarse de las palabras de una bruja, porque siempre tergiversaban el significado. Aun así, se fue con el corazón pesado e intranquilo en lo que se refería a su amiga.
CAPÍTULO XL
LOS PRESENTIMIENTOS DEL DOCTOR
La puerta del búnker se abrió y salieron dos personas. Dejaron sus pisadas sobre la hierba helada mientras se encaminaban por un sendero entre los árboles. Se veían las negras siluetas de los aviones en el horizonte y se oían los ruidos de los bombardeos muy cerca de su ubicación. Pero ninguno de los dos miraba al cielo.
—Últimamente me invade una sensación intranquila. Me siento totalmente fuera de provecho —dijo el Doctor—. ¿Has visto lo vacía que está la enfermería? Los soldados ya no mueren en el campo de batalla. Con la ayuda de los símbolos mágicos en sus cuerpos y unas palabras oscuras se levantan y siguen combatiendo. Quizá ya no me necesites más por aquí…
—¿Tú también quieres huir como un cobarde? —rugió Bernhard—. Ahora cuando estamos tan cerca del final, de la libertad… ¿Para qué hemos recorrido todo este camino sino para conseguir lo que nos merecemos? —Se paró en seco y su mirada taladró la del Doctor. Este colocó las gafas con un gesto mecánico. Detrás de sus gruesos cristales verdes se ocultaban las verdaderas razones de su dilema.
—No quiero que lo veas como una traición… Solo que… Siento decirte eso, pero si Mayra no está con nosotros… Estoy intranquilo. Quizá ya esté demasiado cansado de todo esto y estoy impaciente por que se acabe. —Sacó un cigarro y lo encendió mientras reanudaban su paseo por la arboleda.
—Antes no eras así, Imanuel —La fisonomía del brujo parecía de piedra y la voz carecía de cualquier emoción—. Fuiste tú el que me introdujo en la orden secreta en aquellos lejanos años de la guerra. Tenías mucho más entusiasmo por lo oculto y el poder. Creías en mis propósitos. ¿Cómo lo has podido desperdiciar de esta manera?
—Las órdenes estaban de moda, era prestigioso ser miembro de una de ellas. Sabía que si te presentaba y te aceptaban como un nuevo miembro, recibiría beneficios. Y fuiste una aportación muy ventajosa en el trascurso de la guerra. Solo date cuenta, nuestros nombres aparecen en los libros de historia.
—Yo no busco entrar en la historia. Busco perdurar más allá de la historia de este mundo —dijo Bernhard firmemente—. Hace tiempo ya que esto no es un juego de aficionados, así que si te quedas aquí, tendrás que cumplir con tu deber. Todos tendremos que hacerlo. Con la bruja o sin ella, vamos a lograr nuestra meta.
El Doctor suspiró soltando una nube de humo al frío aire matinal. Callaba; estaba de acuerdo con Bernhard, pero su expresión decía lo contrario.
—Si es por Eylem, no puedo hacer nada. Lo que tiene que ser, será —Bernhard dejó caer la frase.
El Doctor hizo un gesto de resignación y dijo:
—Vamos a mirar la tierra.
Atravesaron la arboleda hasta llegar al riachuelo. Bernhard cogió con la mano un puñado de tierra: estaba envenenada, como por una sustancia química. Ella había pasado por allí la noche anterior. Se acercó a la orilla y comprobó el agua: una película viscosa y nauseabunda la cubría.
—Definitivamente ya han llegado —constató en alto—. Están aquí, los hijos de la Negra y Fría. Ahora los enemigos no tendrán más opciones que unir sus fuerzas para defender su mundo de la invasión exterior. Mira allí, Doctor, ya ha empezado la lucha. —Señaló con el dedo al sur donde se levantaban columnas de humo negro sobre el fondo de un cielo en combustión—. Este mundo tiembla en agonía de un moribundo que trata de llenarse con los últimos bocados de la vida. Ya no le queda mucho. Hay que prepararse para nuestra entrada en escena. Vamos a hacer una comprobación más del Arma de la Victoria, quiero asegurarme de que está todo en orden.
—¿De verdad me necesitas para esto? No soy un experto en las armas… —titubeó el Doctor.
—Sí. Porque quiero que después hagas algo. Es ajeno a todo esto. Aunque… todo tiene que ver con todo —dijo Bernhard un tanto misterioso, mirando dentro de sus pensamientos—. Te pido discreción. Y consejo…
Al parecer la última frase reavivó algo de ánimo en el Doctor. Mostró un poco más de interés a las palabras del brujo, interesándose de qué se trataba. Bernhard le dio una respuesta velada:
—Vamos a exhumar un cuerpo.
CAPÍTULO XLI
EN EL BÚNKER DE BERNHARD
Había atravesado kilómetros de yermo entre la niebla en busca de la entrada. Pero sus sentidos embotados por el frío y el hambre le impedían concentrarse como era debido y tenía la sensación de estar vagando sin rumbo, fuera del tiempo. La bruja lo había engañado. Lo había empujado a la intemperie sin darle indicaciones sobre cómo encontrar la entrada al otro búnker, como si estuviera al alcance de la vista. Quizá a ella le resultara visible… Oxid trató de aguzar los sentidos. En vano. Todo era homogéneo sumido en un insano letargo. Pensó en volver al refugio de Mayra antes de acabar congelado hasta la muerte. Pero al mirar hacia atrás no reconoció el paisaje que había travesado hacía unos minutos. Otra vez una horda de presentimientos negativos lo asaltó de improvisto. Estaba infinitamente lejos de cualquier punto de rescate. ¿A quién y cómo tenía que acudir y no ser descubierto por otros? Unas palabras, cuyo significado no terminaba de comprender, salieron de su boca. Una siniestra sensación lo golpeó desde dentro. ¿A quién estaba llamando? ¿Qué extraña fuerza lo había poseído y empujado a pronunciar un hechizo, tomando el control sobre sus actos? Volvió a pronunciar las palabras mágicas, atormentándose con las dudas. Entonces visualizó entre la neblina una figura vestida de blanco. Los pies descalzos habían dejado unas pisadas pequeñas en el polvo del camino. Oxid pensó con dificultad que se trataba de un delirio, una espantosa alucinación a la que no encontraba otra explicación salvo el monstruoso cansancio. Presa de desesperación siguió involuntariamente la aparición que se alejaba con endiablada rapidez entre la lechosa neblina.
—¡Niña!¿Dónde me llevas? ¿Cómo sabes dónde tengo que ir? ¿O es que me estás guiando hacia la muerte? ¿Estoy muerto ya? —La niña fantasmal se giró hacia Oxid— ¿Tú? —se le escapó de la boca una voz temblorosa que no reconoció como la suya—. ¿Pero cómo?
La aparición no emitió ninguna palabra como respuesta. Simplemente estiró la mano y apuntó con el dedo índice a una elevación a unos metros de distancia. La entrada al búnker. Oxid olvidó por un segundo la razón de su travesía y quiso preguntarle cómo había llegado hasta él, por qué, pero la niña puso el dedo en sus labios morados y se desvaneció en el aire como el humo.
Llamó a la puerta del búnker como se le había enseñado: dando una secuencia determinada de golpes. Por fuera parecía tan abandonado como el de Mayra. Pensó fugazmente que todas las construcciones que ellos podían utilizar tenían que pertenecer a otra época y estar abandonadas.
Le abrió el enano. Dijo sorprendido que no lo esperaban. Pero no se opuso a que entrara.
—Bernhard no está. Como digo, no se nos ha informado de tu llegada. ¿Quieres que se lo comunique?
Oxid respondió que no era urgente, esperaría a su regreso y de ese modo tendría tiempo para descansar del viaje.
Aquel refugio, a diferencia del que tenía Mayra, a primera vista presentaba mejores condiciones. Sin embargo, con la vista lateral, Oxid captaba las formas de los tiempos pasados que rezumaban por las capas del presente. Cuando giraba la cabeza, los rastros desaparecían inmediatamente, quedando la apariencia de un espacio remodelado. El enano lo guió hacia una estancia con unas literas y antes de marcharse le advirtió que si quería salir de allí debería llamarlo antes.
—Aunque —dijo dubitativo—, si has logrado llegar hasta aquí, quizás ya sepas moverte entre las capas de los mundos. —Lo estudió con la mirada, pero no concluyó nada y desapareció en el pasillo.
La cama estaba limpia, pero ese olor a otra época volvía a filtrarse a través de las barreras temporales. Se decía, para protegerse mentalmente, que no era real, sino una alucinación de los sentidos, pero en el fondo sabía si le llegaban esos estímulos, eran reales en alguna parte. Quiso vaciar la mente, pero la imagen de la niña volvía a surgir bajo sus párpados cerrados. ¿Quería avisarle sobre algo? Oxid se sentó en la litera incapaz de quedarse dormido. Se encontraba enfermo, y agotado, física y mentalmente. Finalmente, reunió las fuerzas para levantarse y salir del cuarto. No tenía intención de llamar al enano; no quería esforzarse para hablar, sino perderse por los fluctuantes espacios de los pasillos. Había venido aquí por algo. ¿Qué era? Imposible de recordar. Un espanto le recorrió el cuerpo. Otra vez el influjo de los espacios deformes. Miró sus antebrazos para fijar su conciencia en algo definido como eran sus tatuajes. Khloe. Allí estaba escrito ese nombre. Ahora empezaba a recordar de nuevo. Khloe. Estaba allí por ella. Desde el principio. Y debía continuar hasta el final.
De repente, la niña surgió en medio del pasillo. Oxid tuvo el impulso de correr hacia ella y sacarle las respuestas. Pero se quedó paralizado en el sitio. La niña fantasmal lo miraba con ojos aterrorizados, de la boca le salía un líquido denso y rojo con coágulos negros, le resbalaba por la barbilla y caía sobre el vestido blanco.
—¿Qué haces aquí? ¡Tenías que haberte marchado ya! —gritó Oxid fuera de si.
Una repugnante sensación se revolvía en su interior. Nada de eso era bueno. La niña desapareció, pero solo era por un tiempo. Sin saber cómo Oxid se encontró en frente de una puerta metálica que daba a otra parte del búnker. Giró el cierre de rueda que cedió con cierta dificultad. Entró en la sala de primeros auxilios. El olor a medicamentos y a esterilidad aturdieron sus sentidos por un instante. Oxid tanteó la pared con las manos buscando un interruptor. Una luz blanca y fría llenó la estancia acompañada de un zumbido. Las paredes todavía estaban decoradas con carteles de medicina. Todo estaba ordenado, limpio y parecía estar preparado para el uso. En el fondo de la sala una cortina de plástico tapaba, según se podía deducir por la silueta, una camilla. Oxid, se acercó sin vacilar y apartó la cortina bruscamente. En la camilla, había una carga, cubierta con una sábana. Retiró la tela con una impaciencia nerviosa. Huesos infantiles. Una hola de angustia, de aflicción lo ahogo, dificultando la coordinación entre sus actos y sus pensamientos. “Creía que te habías ido en paz.¿Quién te ha traído aquí? ¿Con qué fin?”. No hubo respuesta. La niña no volvió a aparecer. Oxid dio tumbos por la sala como un lunático. Sintió que se estaba perdiendo a sí mismo en la abismal oscuridad de la locura. Se precipitó a salir de la sala tratando de huir de los siniestros sentimientos, cuando se tapó con una figura en la puerta impidiéndole el paso.
—¿Has encontrado lo que buscabas?
La voz llegó a sus oídos, distorsionada y tan lejana como si hablara desde la otra punta del búnker. ¿Estaba realmente allí o era una proyección? Oxid no levantó la cabeza para contestarle. Su mirada estaba clavada a sus pies. La sombra proyectada hacia el pasillo fluctuaba independientemente de sus movimientos. Ni siquiera él seguía siendo él mismo en aquel lugar.
—No es muy propio de ti dejar en paz a los muertos. Pero a ella —Señaló Oxid con la mano hacia la camilla—, a ella podías haberla dejado ir.
—¿Piensas que era buena? —El brujo fingió una sonrisa—. Te equivocas. Es como nosotros. Y servirá a nuestros propósitos. ¿Aún te extraña con lo que te encuentras aquí?
—Solo quiero comprender, ¿la vas a utilizar para adquirir fuerza, en algún sentido?
—Tienes razón. Aquí todo se mide en base al poder. Todo lo que me ha pertenecido en esta vida, con lo que he tenido contacto o relación de algún tipo, lleva una parte de mí, y por lo tanto será empleado para que esas pequeñas chispas de poder vuelvan a mí.
Oxid no terminaba de creerse las palabras del brujo. No porque no podría ser cierto, sino porque no habían aliviado ni lo más mínimo su agitación. ¡A él no le habían bastado!
La sombra seguía teniendo su propia voluntad. Oxid incluso vio cómo daba un paso antes de que él hubiese tomado esa decisión. Sin saber cómo ya estaban recorriendo los pasillos que no se parecían en nada a aquellos por los que había venido.
—Infórmame de cómo ha sido el viaje a Nakharat. Un sitio tan espiritual ha debido de causar alguna transformación en tu interior.
Oxid no encontró en seguida las palabras adecuadas para responder. El pasillo giró inesperadamente creándole una inestabilidad de percepción.
—Todos los miembros del Nexo cometieron el sacrificio —pronunció cuidadosamente, deseando que el brujo no le preguntara por los detalles.
Pero le resultaba demasiado complicado no dejar que la mente vagara de un recuerdo a otro. Pensó en Khloe y se asustó. Estaba convencido de que el brujo pudo leerlo en sus pensamientos, es más, hasta oyó en su mente las palabras de Mayra sobre que solo él, Bernhard, sería capaz de poner remedio a la situación de su amiga.
—Es un error —se escuchó una voz, aunque Oxid juraría que Bernhard no había abierto la boca.
—Deja que cometa ese error de mortal. ¿Nunca te ha pasado? —Se le ocurrió preguntar.
—Y he aprendido muchas lecciones a su costa —Siguió la voz que no sonaba, sino que se sentía.
Los pasillos viraban como si los atravesaran volando. Todas las siluetas se convertían en líneas en perspectiva. Oxid no lograba agarrar su conciencia a nada. Se estaba perdiendo a sí mismo en los delirantes espacios.
— La bruja pudo haberte ayudado, pero te engañó. Porque, a pesar de todo, es de la misma opinión que yo. Pero que sea como quieras. Cuando todo haya acabado, tendrás a tu amiga.
Oxid calló afirmativamente. Se imaginaba que para que eso ocurriera tendrían que ganar…
—Mayra y yo hemos hablado. Quiere que te ayude. De veras cree en ti y te apoya.
El brujo se paró en seco y se giró hacia Oxid. Las distorsionadas líneas del espacio se agolparon de repente en un punto.
—¡Si quiere ayudarme, tiene que estar aquí! —bramó ferozmente.
Nunca antes Oxid había percibido en él una manifestación de sentimientos. Como Bernhard mismo decía, el comandante no puede tener sentimientos, pues son demasiado pesados. Por primera vez Oxid vio una grieta en la solidez del brujo.
—¿Hasta qué punto estamos en desventaja al no contar con su apoyo? —Se atrevió a preguntárselo.
—Te parecerá ridículo que dependa tanto de ella. Pero Mayra es su hija, y Ella es más su Madre que la mía. Por lo tanto la unión es mayor. Ya entiendes a lo que quiero llegar. Pero… Mayra es más fiel a Ella que a mí… Si no conseguimos que se ponga de nuestra parte… todo será mucho más complicado.
—Ella en realidad no está de ninguna parte —dijo Oxid y se sorprendió por su temeridad—. Pero su miedo a la venganza de la Madre es mayor que la admiración que profesa por ti. Hazle una promesa de invulnerabilidad, y quizá eso le haga cambiar de idea.
Oxid le vio a Brujo considerar su propuesta, lo miraba fijamente, pero sin mirarlo a él, sino dentro de él.
—¿Quieres que la suplique? No va a pasar. Los que no están de nuestro lado, son enemigos…
La voz del brujo se apagó repentinamente. Oxid captó el cambio en su comportamiento. Volvía a ser el Bernhard de siempre. Frío, oscuro, inalcanzable, como la profundidad del espacio cósmico. Oxid comprendió que acababa de presenciar un lado del brujo que solo unos pocos tenían el privilegio de conocer. Eso le dio confianza y habló de nuevo.
—El Coronel quiere el Arma de la Victoria. Me ha enviado como espía…
—Lo he utilizado para organizar y dirigir la guerra, ahora que se ha vuelto una molestia, debería quitármelo del medio, pero está bien protegido por Ella —comentó el Bernhard—. Esto no significa que sea imposible para mí, por supuesto. Sin embargo, no me gustaría desperdiciar la energía acumulada durante los últimos meses en destruir los sellos que lo protegen. Lo he puesto en el punto de mira de los Devoradores de Carne. Quizá les lleve algún que otro intento romper las barreras, pero son insistentes en ese aspecto.
Entonces la mirada del brujo se volvió penetrante, haciéndole sentir a Oxid cómo el frío subterráneo lo atravesaba con sus punzantes agujas.
—Debo ponerte a ti como cebo, Oxid. Confío en que puedas hacerlo, de lo contrario no te lo encargaría. Tendrás que tener cuidado con ambas partes. —Sin saber de dónde sacó una cadena y se la alargó a Oxid—. Coge este amuleto, te ayudará de algún modo. No puedo dejarte utilizar los símbolos que la representan a Ella, pero este es de nuestro mundo, mucho más anterior a su llegada.
La cadena estaba oxidada en algunas partes; de ella colgaban dos placas con grabados de unos símbolos que le resultaban desconocidos. Sin embargo, al cogerlo, por un fugitivo instante, le pareció que lo había visto alguna vez. Se deshizo de esa idea en seguida, para que no le entorpeciera los pensamientos. Con un movimiento mecánico se la colgó en el cuello y el frío del metal devolvió estabilidad a sus sentidos, su percepción del mundo volvió a ser sólida.
—No quiero alarmarte antes de tiempo, pero me temo que será inevitable que hagas uso de él.
CAPÍTULO XLII
LOS DEVORADORES DE CARNE 3. EL ATAQUE AL CORONEL
El lugar de reunión había sido acordado en una vieja nave de armamento. Llevaba en desuso durante muchos años y por lo tanto resultaba plausible que el brujo hubiese establecido allí su almacén particular. Oxid intentaba vaciar su mente de todo pensamiento que pudiera delatarlo. Solo pronunciaba mentalmente el nombre de Khloe. ¿Estaría viva todavía? Tenía que confiar en ello, porque era el motor que lo empujaba hacia delante. Miró a su alrededor asegurándose de que estaba realmente allí, despierto y en su propia realidad. Lo que veía eran nubes de plomo suspendidas sobre las kilométricas torres de alta tensión. Alrededor, escamados muros de las construcciones de almacenamiento. Ese era el mundo que él conocía, que conocerían los que llegarían después de él. La tierra misma donde crecían los árboles y la hierba, donde se construían los edificios, estaba envenenada kilómetros hacia dentro. Aun así, quería su mundo en toda su fealdad y había en ello algo de atracción mórbida.
Una figura salió detrás de la construcción de enfrente y se fue acercando como si rebobinaran fotogramas a alta velocidad. Era el Coronel. A Oxid se le había olvidado que en este nivel esas alteraciones de la física también eran posibles, sin la necesidad de que la realidad circundante se viera afectada. Preparó su mente para ser estudiada.
Nada más acercarse, el Coronel le dijo que establecieran un contacto visual. Lo estaba leyendo.
—¿Cómo has conseguido que te revelara su posición? —preguntó un minuto más tarde.
—Él confía en mí. —Oxid fingió una mueca desagradable—. Necesita a gente de su parte para cumplir con su plan. Soy un buen recurso para él.
—Aparenta ser un lugar abandonado— reflexionó en alto el Coronel—. ¿No hay vigilancia?
—He examinado el terreno, no hay más que un grupo de mantenimiento, que no será un problema para usted. —Oxid estaba observando cualquier reacción por parte del Coronel. Parecía impaciente. Lo delataba un brillo insano en los ojos—. Hay que rodear la nave y entrar por el otro lado. —Oxid se dio la vuelta e indicó que lo siguiera. No quería mirarlo más a los ojos.
En la puerta había que marcar un código de acceso. Oxid no tardó en introducirlo y la puerta se levantó con un chirrido agudo. El Coronel dijo que pasara el primero y Oxid tuvo que obedecer. Al entrar en la nave, sus nervios lo traicionaron cuando tropezó con una pieza de la maquinaria rota. El abandono del lugar de repente se hizo evidente para el Coronel.
—¿Cómo puede tener guardada aquí una máquina de tal calibre en esas condiciones? —preguntó y la creciente sospecha se reflejó en su voz.
—Precisamente porque nadie pensaría en un sitio como este —respondió Oxid esforzándose por mantener la normalidad.
Pero su seguridad iba desapareciendo. Mientras llevaba al Coronel hacia el interior del almacén, los pensamientos que trataba de ocultar se vislumbraban como si alguien se los inyectara en la cabeza contra su voluntad.
—Hemos llegado —dijo Oxid al pararse delante de la última puerta de seguridad. Pulsó un botón en el interfono y comunicó al grupo de mantenimiento que traía nuevas órdenes. Después de lo cual marcó una contraseña que se pedía para identificarse y abrir la puerta. A partir de allí, todo sería incierto. El vago plan de engañar al Coronel para hacerle entrar primero se quebró cuando este lo apuntó a Oxid con una pistola y lo empujó hacia delante. El cierre de la puerta chasqueó detrás; la esperanza de salir por donde habían venido se desvanecía justo entre el Coronel y los hombres en monos blancos que estaban colocados en posiciones estratégicas.
—Sospechaba que sería una trampa —le siseó el Coronel en la nuca. Iba a decir algo más, pero entonces los hombres de blanco sacaron sus largos cuchillos y el Coronel retrocedió hacia la puerta—. Eres un tonto sin principios y no saldrás de aquí.
Los Devoradores de Carne nunca perdonan, ni tienen piedad con los que se cruzan en su camino. Oxid se acordó del incendio en el salón de tatuajes. Habían sido ellos. Iban detrás del Poder. Aquella vez los querían a él y a Khloe. Ahora toda su atención estaba fijada en el Coronel. Oxid pensó que tenía una oportunidad para escapar. Dio unos pasos hacia un lado, sin perder de vista a diez hombres de blanco que formaban un semicírculo.
El Coronel atacó primero disparando a varios sin ningún éxito. Los Devoradores de Carne son célebres por emplear unas técnicas de combate donde utilizan el poder mental contra la voluntad del enemigo e incluso contra las armas. Así desviaron el curso de las balas con una facilidad asombrosa y acortaron la distancia unos metros más.
—Por fin nos conocemos, Coronel —pronunció uno de ellos, seguramente el líder—, pero nuestro encuentro se ha prolongado demasiado.
El Coronel respondió a eso con un ademán de asalto y por un segundo consiguió parar a los atacantes. Acto seguido, un largo cuchillo voló hacia él y tres dedos de la mano derecha fueron seccionados. Aprovechando este momento Oxid se precipitó hacia un lado con la intención de deslizarse entre un devorador de carne y la pared. Por unos pasos no llegó a atravesar el semicírculo. Tenía a dos amenazándolo con los cuchillos. Retrocedió hasta toparse con una escalera. Sin disponer de más tiempo, empujó la escalera metálica derribando a los atacantes. Otra vez su atención volvió al Coronel, el cual lanzaba un puñado de bolas de apariencia metálicas que al golpearse contra el suelo se prendieron en llamas al rededor de los devoradores de carne. Fue lo último que vio Oxid antes de emprender la huida a través de la nave. Tras sus espaldas oía gritos y pisadas de los perseguidores. Estaba corriendo a ciegas, desconociendo si había una salida. Llegando al otro extremo, vio una puerta de un material transparente. Presionó el botón verde a su derecha y la puerta se abrió. Cuando quedó al otro lado, se dio cuenta de que era una especie de cabina, para pasar de una sección de la nave a otra, sin que se produjera una comunicación directa. Ahora debería abrir la puerta que daba a la otra parte. Pero al palpar las paredes se encontró con que los botones se habían quedado incrustados. Tres devoradores de carne golpeaban la puerta con objetos metálicos. La superficie se estaba agrietando rápidamente. Lo invadió una oleada de pánico. Agarró automáticamente al colgante sin saber qué pretendía que pasara. “¡Escúchame!” gritó una voz en él. Miró a los devoradores, les quedaban unos golpes más para terminar de romper el cristal. Cuando volvió a mirar por la otra puerta, se sobresaltó. La niña fantasma estaba allí, apoyando sus manos sucias contra la superficie del cristal. La puerta se movió a un lado con dificultad. No había tiempo para pensar ni para preguntar. Ella señaló en la dirección en la que había que correr. Sin discutir Oxid se lanzó hacia la salida. Cuando abrió la puerta, no vio lo que esperaba: las construcciones del recinto; lo que veía eran unas siluetas borrosas, como si el mundo exterior estuviera girando alrededor de la nave. La niña volvió a aparecer a su lado, dándole a entender que tenía que saltar a aquel vórtice si quería salvarse.
—¿Por qué me quieren matar? —gritó Oxid. En su voz se percibía la desesperación mezclada con rabia —¡No soy un brujo! ¿Lo soy…? —volvió a preguntar inseguro.
La niña no hablaba, pero Oxid pudo comprender lo que ella quería que él entendiera: quizá no quieran matarlo, sino convertirlo en uno de ellos. Un Devorador de Carne.
—Sea como sea, hay que saltar —dijo Oxid y la miró a la niña—. Llévame con el brujo.
Ella le dio la mano.
CAPÍTULO XLIII
EN LA BASE AÉREA. LA BATALLA
Tras recorrer varias instalaciones de la base aérea militar, el Doctor por fin encontró a Eylem en la capilla. No había nadie más dentro. Se acercó en silencio, pero Eylem ya lo había reconocido por sus pasos. Se giró bruscamente hacia el Doctor. Para la sorpresa de este, estaba sobria, limpia y seria; llevaba el pelo recogido en una coleta en la nuca, lo que hacía que sus rasgos parecieran más afilados; en general se veía notablemente más delgada. Estaba vestida con un traje diseñado especialmente para ella y eso le provocó al Doctor una sensación de inmenso vacío. Estaba preparada…
—¿Desde cuándo rezas? —le preguntó el Doctor en un tono molesto.
—No estoy rezando. Estoy pensando. Ni siquiera eso… —Apartó la mirada— Intento vaciarme de los pensamientos, de los sentimientos, de los recuerdos… Ya no me sirven de nada…
—No seas tan dramática. Puedes volver, si quieres. ¿Por qué no quieres..? Si te lo pido como algo personal…
—¡Déjame en paz, Imanuel! —gritó ella nerviosa y el eco se golpeó contra las paredes de la capilla— Si alguna vez has valorado nuestra… amistad, deja que lo haga sin remordimientos.
Repentinamente la puerta de la capilla se abrió de par en par. La voz de Bernhard le ordenó a Eylem que acudiera a la reunión con él en la instalación de entrenamiento. Tenían que discutir los últimos detalles. Eylem se levantó de golpe. Puso la mano en el hombro del Doctor.
—Adiós. —Dejó caer la palabra y salió corriendo de la capilla.
Bernhard la estaba esperando. Estaba tenso y más oscuro de lo habitual. Su expresión demostraba que no le gustaba que Eylem viniera alterada. La escudriño con la mirada.
—¡No me leas! Ya te lo digo yo: estoy preparada.
—Quiero estar seguro de que serás capaz de llevarlo a cabo. Quiero estar seguro de que saldrá tal como lo hemos planeado, porque solo tendremos esta oportunidad. —La atravesaba con la mirada. Eylem ajustó el cinturón y abrochó la cremallera del traje hasta el final.
—Te estoy diciendo que estoy bien. Si lo dudas, puedes hacerlo tú mismo.
Bernhard calló y entrecerró los ojos en vez de ponerla en su sitio. Ella percibió esa variación en su comportamiento. Había dicho algo indebido. Continuó hablando como si no lo hubiera notado.
—No lo entiendes, Bernhard, esto es el final. Para todos nosotros. Algunos saldrán con vida, otros, y aquí me incluyo, pereceremos —Lo miró con ojos acristalados —. Siempre he buscado una muerte heroica. Esta será la ocasión perfecta. El Doctor no lo entiende. Yo quería despedirme y no me deja. Lo está pasando mal y eso me apena. Lo ve como una traición y un abandono. Pero qué vas a entender tú… — Lanzó la última frase a modo de provocación.
—¿Qué voy a entender yo? —repitió Bernhard con un rugido—. Somos tan contrarios y sin embargo, me maravilla el hecho de que hayas podido preservar tus sentimientos, tus emociones, tus lágrimas a lo largo de estos años conmigo. El Doctor no lo entenderá. Pero no se trata de entender nada, sino de hacer lo que debemos. No tienes que tratar de explicárselo.
Aguardó unos segundos esperando la confirmación en la expresión de Eylem. Ella asintió. Entonces Bernhard pasó al tema que le interesaba. Quería repasar el plan de combate y dejar pulidos los detalles.
Esa noche las estrellas estuvieron envueltas en fuego.
Cuando Bernhard salió al campo, dobló una rodilla y golpeó la tierra con un puño repetidas veces. La estaba llamando. La tierra temblaba y gemía bajo la creciente presión de la bestia. Una sombra densa, casi corpórea se elevó y oscureció el cielo. Bernhard se volvió hacia ella. En su rostro y en su cuerpo estaban escritos con tinta negra los símbolos de poder. Hizo un ademán con las manos y se transformó, a su vez, en una sombra que fue creciendo hasta rivalizar con la de su oponente. Gritó un conjuro en una lengua que no era de este mundo. La otra sombra amenazadora respondió con un rugido ensordecedor que arrancaba los árboles y las piedras y los llevaba como un huracán. Los aviones de caza no cesaron su ataque, lanzando los misiles contra la bestia. Pero solo conseguían lastimarla superficialmente y enfurecerla. Ella movió una extremidad superior y un gran número de aviones cayeron sobre Nakharat. Bernhard se echó hacia delante y lanzó otro hechizo provocando que la sombra enemiga se distorsionara y vibrara convulsa. Las bombas de los cazas continuaban hincándose en la superficie casi material de la sombra y hundiéndose sin rastro en su masa.
Bernhard había estado alimentándola con sangre humana para que se hiciera corpórea. El cuerpo material puede ser destruido mediante el fuego; la mente que construye ese cuerpo a su alrededor es invulnerable, tan solo una combinación de formas de ataque sería capaz de reducirla y enviarla de vuelta a su mundo, en el espacio exterior.
Había llegado la hora de utilizar el Arma de la Victoria. Bernhard envió la orden de iniciar el combate. Él mismo continuaba el ataque con descargas eléctricas dirigidas a la bestia. Minutos más tarde, una maquina de guerra se elevó sobre el horizonte incandescente. En unos segundos, sus misiles alcanzaron el cuerpo amorfo del ser. La bestia se estremeció, profirió un aullido que sacudió la tierra. El cuerpo material había sido herido. Bernhard dirigió su ataque contra el cuerpo mental para debilitarlo y apresarlo. Mientras tanto, la nave de guerra se acercaba velozmente hacia ellos sin dejar de lanzar los misiles. Acorde al plan de Bernhard, en ese punto, la nave tenía que situarse por encima de la bestia y arrojar una bomba en sus fauces, provocando la fragmentación de las partículas que lo formaban. Por su parte, Bernhard con el uso de la magia atraparía el alma antes de que saliera volando hacia su guarida, y la expulsaría de este mundo, sellando la puerta.
Cuando la nave estaba en la posición y el Arma de la Victoria estaba a unos escasos segundos de ser lanzada, algo cambió de improviso en el comportamiento del monstruo. Se giró y con un movimiento de su cola derribó la nave que salió despedida fuera del alcance de la vista. Acto seguido, abrió las fauces en un rugido estruendoso y empezó a engullir la sombra del brujo, como si tratara de una cascada de agua negra cayendo hacia arriba. Segundos antes de ser absorbido, Bernhard lanzó un hechizo de repulsión logrando escapar del agarre. En ese instante surgió en el horizonte de nuevo la nave de guerra dirigiéndose decididamente hacia el lugar del combate. Esta vez se posicionó mucho más cerca de lo previsto, y en cuanto la bestia levantó la cabeza, arrojó la bomba en su morro. Fue una explosión de un calibre jamás recordado. Las entrañas de la tierra estuvieron sacudiéndose violentamente por etapas en diferentes partes del mundo. Las estrellas estaban envueltas en fuego. Se había logrado despedazar el cuerpo material, pero fuera del cálculo, la ola explosiva, había proyectado la nave a varios kilómetros de distancia. Una columna de humo se levantó allí donde había caído. A pesar de ello, Bernhard reanudó el ataque, arrojando una red de energía sobre el cuerpo mental. No podía mantenerlo preso durante mucho tiempo, sin que rompiera las ligaduras, por lo tanto, tuvo prisa por enviarlo al espacio exterior utilizando toda su energía restante.
A poca distancia del lugar de combate, en la planicie al este de Nakharat, ya estaban trazados con antelación unos geoglifos kilométricos que repetían a la perfección la forma del Gran Sello. Tan solo faltaba un último trazo para que actuara como un cierre eficaz. Esa tarea estaba asignada a Eylem y su nave de guerra. Pero no estaba allí. Bernhard sabía que ya no volvería, así que tuvo que asumir esa última operación.
Pero no llegó a tiempo. Quizá fuera por la escasez de energía o quizá por un fallo en el cálculo de la estrategia. El hecho de emplear su propia energía para realizar un trabajo inicialmente programado de forma automática, resultó en un desastre.
Desde el espacio exterior, la sombra negra irrumpió destrozando las barreras y en su negrura quedaron engullidos la ciudad de Nakharat y las líneas del Gran Sello.
Cuando la sombra negra se desvaneció, la tierra estaba ardiendo allí donde la había tocado. Llamas voraces y columnas de humo negro se elevaban a varios kilómetros de altura y se extendían por la planicie. Los aviones que sobrevolaban la zona comunicaron a la base que no lograban localizar a Bernhard en el fuego.
Hubo un silencio sepulcral entre sus seguidores.
A muchos kilómetros de allí, en su refugio subterráneo, Mayra profirió un desgarrador grito de agonía. Podía sentir en parte el dolor de Bernhard. Lágrimas negras caían por su rostro. Una lacerante certeza la invadió hasta las extremidades: de haber estado a su lado, ella habría sido capaz de completar el Gran Sello y cerrar la puerta. Y entonces él estaría a salvo… Lanzó contra la pared el telar destrozándolo en pedazos; el manto fúnebre colgaba de él completamente terminado.
CAPÍTULO XLIV
LA MUERTE DE EYLEM
La nave hirió la tierra allí donde cayó. El mundo de Eylem se sacudió violentamente. La piloto perdió el sentido durante unos minutos, hundiéndose en un pozo negro de inconsciencia. Cuando abrió los ojos, el sabor de la muerte le llenaba la boca. Luchando contra el dolor en todo el cuerpo, se arrastró fuera de la nave. Se desplomó en la hierba; podía oír el latir de las entrañas de la tierra. No, era su corazón que latía acelerado queriendo salirse del pecho junto con los demás órganos. Escupió sangre en la hierba. La muerte no quería llevársela sin antes hacerla pasar por una agonía. Levantó la mirada hacia el cielo, pero todo estaba envuelto en un humo gris que se incrustaba y envenenaba el organismo. Cerró los ojos, intentando desconectar del mundo que la rodeaba, desprender la mente del cuerpo dolorido. Pronto llegaría la oscuridad. Intentaba mantener la calma. Necesitaba que alguien la tranquilizara. “Doctor, si estuvieras aquí, podría morirme tranquila. No quiero morir sola”. Y de repente pensó: “No quiero morir”. Deseaba volver a la base o al refugio donde el Doctor la cuidaría y le traería por las mañanas su estúpido racimo de lilas.
Hizo el esfuerzo por contactar con la base. Comunicó sobre su estado y su posición aproximada. Un equipo de rescate vendría a buscarla, pero ella tendría que salir del bosque a la llanura para que el helicóptero la recogiera.
Al salir del bosque vio como una ola de fuego se aproximaba a una velocidad endiablada. Aunque su traje y el casco estaban preparados para soportar temperaturas elevadas, no podría resistir mucho tiempo dentro de un mar de llamas. Miró al cielo con esperanza de ver el helicóptero; estaba cerca, podía oír su ruido que se acercaba. Ya estaban allí, la habían visto y descendían para recogerla, cuando una ráfaga de fuego la azotó antes de que le diera tiempo a llegar a la escalera de cuerda que le habían lanzado. Cayó en la tierra, pero a pesar del dolor, se levantó y corrió hacia delante resistiendo a la idea de morir. Unos pasos más y alcanzaría la escalera. Pero, ¿qué es esto? El helicóptero recoge la escalera, se eleva, se da la vuelta y se va. El fuego es demasiado fuerte, no pueden mantenerse más tiempo a una distancia tan corta.
El material del traje empezaba a calentarse, ya abrasaba el cuerpo. Hedor a carne quemada. Su carne. Pánico y desesperación. Seguía haciendo señas al helicóptero para que volviera. Hasta que su cuerpo dejó de responder y sus movimientos se volvieron incontrolables.
Mientras tanto, el Doctor veía lo sucedido en una pantalla. No pronunció una sola palabra. Levantó su cuerpo entumecido de la silla y se precipitó fuera. Era superior a sus fuerzas seguir siendo testigo de aquella tragedia. Todos iban a morir, solo era cuestión de tiempo. Y no mucho tiempo. Contaba con ese desenlace, por eso ya tenía preparada una cápsula de cianuro en su bolsillo.
CAPÍTULO XLV
EN EL FUEGO
Hubo una caída a través de la oscuridad absoluta y eterna, donde ni el tiempo ni las dimensiones existieron jamás. No había sensaciones físicas, tan solo la conciencia seguía girando a un ritmo vertiginoso. Para Oxid fue una experiencia violenta para la cual no estaba preparado. Tuvo la impresión de que estaba siendo enterrado vivo en una fosa y nunca volvería a ver la luz del día. La privación de los sentidos era la vía directa para despojar a uno de la razón. Con dificultad trataba de agarrarse con la conciencia a los fugaces resplandores de claridad en su pensamiento. El único hecho por el que seguía manteniendo su determinación por superar el terror era la inexplicable seguridad de que no estaba solo.
De repente se acabó todo. Podía sentir su cuerpo, dolorido y cansado. Veía a su alrededor unas amplias instalaciones militares. Una cara que le resultaba familiar estaba sobre él examinándolo. Poco a poco empezó a distinguir las palabras que decía.
—Oxid, ¿me oyes? Vuelve en ti.
Era Gerd. Estaba inusualmente alterado. Con su ayuda Oxid se incorporó, aunque todavía se sentía mareado. Trató de reconstruir en su cabeza los últimos acontecimientos. Pensó que la muerte tenía que ser eso: una caída en una oscuridad sin fin. Empezó a temblar sin poder controlar los músculos. Gerd llamó a dos hombres para que llevaran a Oxid a una sala de reuniones.
—Gerd, necesito que me vea el Doctor. Me encuentro mal. Preferiría no acudir a esa reunión.
La expresión de Gerd era sombría. Entonces Oxid entendió que algo no iba bien.
—El Doctor ha desaparecido —dijo el enano—. Pueden verte otros médicos, si quieres. Pero tienes que acudir a la reunión. Hay algo más que debes saber.
Cuando entraron en la sala, el terror se percibía en el ambiente; las caras eran máscaras fúnebres que reflejaban el pavor. Entonces le contaron lo que le había ocurrido a Bernhard. Fue la primera vez, comprendió Oxid, que tenía miedo de verdad. Un miedo que lo devoraba por dentro, lo disolvía como el ácido sulfúrico. En esa agonía, no conseguía entender lo que pasaba a su alrededor. Pero escuchó que un grupo de rescate iba a salir en busca de Bernhard. No habría prestado atención a ese hecho, si no fuera por la niña fantasma que apareció al otro lado de la sala, dándole a entender que tenía que ir con el grupo de rescate. Oxid murmuró como si hablara para sí mismo:
—Estoy muy enfermo. No sé si voy a poder hacerlo. No sé si tiene sentido seguir sin él —Lo miraban de reojo, achacando su extraño comportamiento a algún suceso traumático que le había acontecido, aunque nadie sabía exactamente de dónde había salido.
La niña lo miraba severa. Esos ojos… Eran los mismos que los de…. Oxid hundió el rostro entre las manos. Las lágrimas lo ahogaban. No se sentía con fuerzas para seguir luchando. Quiso gritar, pero su voz se ahogó en la garganta. La niña era terca, no cambiaba de actitud: le indicaba que debía ir con el grupo; ella lo guiaría hasta Bernhard.
Esa loca ocurrencia no les gustó a los militares y se opusieron reiteradamente. Gerd tuvo que intervenir y convencer personalmente al jefe de la unidad de que era esencial contar con esa ayuda.
Le proporcionaron un traje que lo protegería del fuego. Pudo escuchar comentar a los miembros del equipo, mientras el vehículo los acercaba a la zona del incendio, que la temperatura en la zona afectada superaba los 300ºC. De no haber sabido cómo se originó el fuego, dirían que se trataba de una combustión de petróleo. Al llegar a las fronteras del incendio, las conversaciones cesaron por completo. El grupo se preparó para abrirse paso a través del fuego.
Oxid dejó la mente en blanco y siguió al resto. Estaba casi tranquilo y eso era extraño en aquellas circunstancias de peligro e incertidumbre. La silueta de la niña aparecía con regularidad a unos pasos de distancia, y era eso lo que le proporcionaba confianza en lo que hacía. En un momento dado la niña se quedo parada, señalando con la mano a una zona que estaba fuera de la ruta que debían seguir. Oxid le comunicó al jefe de la unidad que debían examinar aquella parcela, a lo que recibió una negativa contundente. No podían correr sin rumbo por el terreno que estaba ardiendo. Oxid volvió a insistir argumentando que Bernhard estaba allí en una zanja, y no tenía sentido perder el tiempo a lo tonto.
—¿Cómo sabe que está exactamente allí? —seguía preguntando el jefe a través de la vía de comunicación—. Tengo que asegurarme de que no es una extravagancia.
—Está allí, se lo aseguro. Tengo un vínculo con él —dijo, y miró a la niña que saltaba impaciente al lado de la zanja.
Por el momento era la única pista y decidieron inspeccionar aquella área. Cuando llegaron al lugar indicado, dos miembros del equipo bajaron a examinar el fondo. Oxid se quedó arriba y de vez en cuando miraba a la niña que ahora estaba quieta y vigilaba lo que pasaba abajo. Fueron unos minutos tediosos e insoportables, hasta que los dos hombres empezaron a hacer señales. Habían encontrado al que buscaban, y empezaron las labores de rescate. Oxid se apartó para no ver el cuerpo calcinado de Bernhard. En vez de eso miró a la niña. Pensó que sin ella no había sido capaz de superar ciertos obstáculos y eso le provocó una profunda angustia. Durante todo el camino de vuelta no volvió a verla ni a pensar en ella. Cerró los ojos y solo oía lo que sucedía a su alrededor. Eran gritos de una terrible agonía. No había nada peor que presenciar el sufrimiento de alguien poderoso. Oxid se atrevió a preguntarse: si aquel había sido el primer golpe, ¿cómo sería entonces el final?
El olor a hospital era muy fuerte en la unidad médica. Oxid estaba dormitando en un rincón del pasillo donde no llegaban los comentarios sobre el estado de Bernhard. Quería saber si iban a poder hacer algo empleando la medicina tradicional, pero no se atrevía. Estaba esperando alguna noticia de Gerd que había ido en busca del Doctor. No podía evitar repasar una y otra vez los hechos. Tenía la necesidad de organizar los recuerdos de forma coherente, pues la sensación de estar volviéndose loco lo acechaba a cada paso.
Una sospecha de estar siendo vigilado le forzó a abrir los ojos. La niña fantasma lo miraba desde la pared de enfrente. Oxid hizo como si no lo importunara, pero ya había comprendido que cada vez que la veía iba a tener que luchar, y en ese momento ni siquiera podía servirse un vaso de agua. “Vete, vete”, repetía mentalmente. Pero la niña, como si lo hiciera a posta, caminó con sus pies descalzos por el suelo de antaño blancos azulejos hacia Oxid y se quedó a su lado. Nunca antes la había tenido tan cerca. Lo que siempre había pensado que eran manchas de suciedad en su cara y en su vestido, ahora le parecían claramente marcas de abrasión por una sustancia tóxica; las manchas en el vestido blanco, tenían la apariencia de sangre seca.
—¿Qué quieres? —preguntó abatido, sabiendo que la niña no le respondería.
Esperaba que su apatía hiciera que desapareciera. Sin embargo, esa impasibilidad que mostraba la enfureció como nunca antes. Pateó el suelo, los cristales de las ventanas se estremecieron, las camillas del pasillo temblaban como durante un terremoto.
—¡¿Qué quieres?! —gritó Oxid, sintiendo que perdía el control sobre sí mismo.
Ella se acercó a la ventana y empezó a escribir con el dedo en el cristal polvoriento. “Mayra”. Oxid sintió un vacío creciente en su interior. La necesitaban como la única solución a todo aquel desastre. Estaba dispuesto a suplicárselo con mayor persistencia. En ese momento, Gerd y el Doctor avanzaron por el pasillo. Oxid los recibió de pie, abordando al Doctor con preguntas. El aspecto de este era lamentable y abatido, el de una persona harta de todo. Respondió tajantemente a Oxid:
—Lo que yo podría hacer, llevará tiempo. Y no lo tenemos.
Oxid no terminó de escucharlo.
—Necesito tinta. ¿Tenéis algo que me pueda servir?
El Doctor buscó en el bolsillo de la camisa y le alargó su pluma. Oxid la desmontó sin comentar lo que se proponía hacer. Se precipitó por la puerta del lavabo; los otros lo siguieron. Utilizando la tinta de la pluma, trazó en el espejo el símbolo para abrir la vía de contacto. Sin tardar más que unos segundos, la superficie del espejo oscureció y dejó de reflejarlo a él. Como si lo estuviera esperando, Mayra apareció al otro lado. Su aspecto era horrible, por lo que Oxid tardó en empezar a hablar.
—Ya sabes lo que ha ocurrido. Así que necesitamos tu ayuda —dijo por fin—. Eres la única que puede hacer algo para salir de esta locura.
—Sabía que no podía ir bien. Encima te alenté a ayudarlo… Nunca debí aceptar el encargo… Estaba mejor lejos de él… —empezó a balbucear y a lamentar.
A Oxid le aterró la idea de que hubiese perdido el juicio.
—Mayra —volvió a atraer su atención—, tienes que ayudar. Ahora solo debemos tirar hacia delante. Si no, podemos darnos todos por muertos.
Mayra lo miró con ojos acristalados. Los mechones de pelo negro le caían sobre la cara.
—Tengo que transportarme. Pero estoy demasiado débil para hacerlo por mis propios medios —Un cuchillo brilló en su mano. Entonces la mirada de Oxid se pasó a lo que tenía detrás.
Khloe.
—¿Qué vas a hacer? —le preguntó nervioso.
—Necesito un medio. La sangre es un medio de energía muy fuerte.
—No lo hagas. Danos tiempo, mandaremos a alguien a por ti. —Oxid sintió que se le iba el suelo debajo de los pies.
—Estoy en una encrucijada, Oxid. Empújame hacia un lado o hacia el otro, pero no me culpes por hacerlo. Uno de nosotros debe perder a esa persona que lo significa todo. En tu interior sabes que la vida de Bernhard vale más que la de cualquiera, pues nuestras vidas dependen de la suya.
Oxid se agarró al lavabo; un sonido mudo escapó de su garganta. El Doctor hizo una señal a Mayra para que hiciera lo que fuera necesario, al tiempo que agarraba a Oxid que se desplomaba sin sentido.
CAPÍTULO XLVI
EN EL DELIRIO
Había sido solo una pérdida de conciencia, sin visiones espeluznantes. Al abrir los ojos, Oxid se encontró en las escaleras de emergencia. El Doctor y el enano lo habían sacado allí, pues el aire estaba más fresco y la luz más tenue. Un irritante zumbido alrededor le impedía prestar atención a lo que hablaban. Distinguía palabras sueltas que pudo hilar en un conjunto: el Doctor se lamentaba de haber sido un cobarde tanto para luchar como para morir. Con mucho esfuerzo Oxid enfocó la vista en una esquina del rellano donde se condensaban las sombras. Advirtió con repugnancia que se trataba de moscas agrupándose en un punto y era lo que generaba aquel odioso zumbido. No le dio tiempo a valorar la situación, cuando de repente el montón de los insectos tomó forma y en su lugar surgió Mayra. Su aspecto desgreñado e intoxicado le devolvió a Oxid los recuerdos y la sensación de pánico. Tuvo la intención de lanzarse hacia la bruja, pero el Doctor se interpuso entre ellos.
—Vosotros dos os quedáis aquí —dijo a Oxid y a Gerd, mientras acompañaba a Mayra a la unidad de cuidados.
Como médico particular de Bernhard, ordenó a los enfermeros que se fueran y dejó a Mayra entrar sola a la habitación.
—Nunca me atreví a imaginar que algún día te vería así — habló ella en alto, aunque no esperaba una respuesta—. Por eso me fui, porque me resulta insoportablemente doloroso ver al que una vez fue un brujo poderoso, postrado, inválido y cubierto de llagas. No sabes cuánto estoy sufriendo ahora mismo.
Rodeó la cama y se paró a la altura de la cabeza. Sus ojos estaban apagados, la actitud mostraba resignación.
—¿Debería ayudarte a curarte o a morir? —Un sonido ronco salió de la masa ennegrecida sobre la cama. Mayra apartó la mirada— No quiero que te mate. Porque sería lo contrario a lo que tú buscas; sería la disolución completa de tu alma, de tu conciencia; jamás habrías existido. Preferiría matarte yo, pero tampoco solucionaría nada, pues volver a renacer tan solo te llevaría a una nueva venganza, contra todos, incluyéndome a mí —Se secó las lágrimas con un pañuelo—. Entonces, ¿qué hago, Bernhard? Si me vas a odiar igualmente…
La calcinada masa profirió un gemido pavoroso. Las dimensiones de la habitación se volvieron inestables, las paredes perdieron la consistencia y empezaron a fluir. El espacio desbordó y se salió fuera de los límites de la habitación.
—¿Qué estás intentando demostrar? —pronunció Mayra bajando la voz— ¿Hay algo que todavía no he visto?
A penas le dio tiempo a terminar la frase. La oscuridad invadió su alrededor. Una fuerza superior que procedía de un punto que no estaba en esa realidad la magnetizó y la jaló dentro.
—Estás en mi delirio, Mayra —Bernhard estaba con los brazos cruzados en frente de ella tal y como lo había visto la última vez—. Aquí vamos a poder hablar.
Mayra miró a los lados. El paisaje le resultaba familiar, pero no era de ahora; pertenecía a tiempos pretéritos.
—Fue aquí donde empezó todo. En tus tierras, donde yo fui un intruso. Este lugar siempre ha sido el escenario de mis pesadillas.
—Cállate, Bernhard… Estoy dispuesta a ayudarte. Haré todo lo que pueda para que lo consigas. Te aseguro que nunca se me había pasado por la cabeza destruirte. Ya sabes que no hago lo que digo, ni digo lo que hago. Pero ahora, he aquí mi palabra: estaré contigo en tu batalla final.
Bernhard se rió. Y el eco de su risa se golpeó contra las barreras invisibles.
—Primero tendrás que sacarme de aquí.
Mayra volvió a mirar al rededor. Los valles de Bat-Kaur ardían en llamas; los aviones cruzaban el cielo incandescente y el ruido de sus motores retumbaba en los oídos. Como en aquel lejano año, a diferencia de que ahora todo tenía un aspecto de un fotograma congelado.
—¿Es esto lo que recuerdas de aquella época? —preguntó ella sonriendo amargamente— Mira allí. —Señaló con la mano en un punto a su derecha. En la oscuridad se hizo visible el río, la otra orilla y una hoguera en mitad de la noche—. Eso es lo que recuerdo yo.
Bernhard giró indolentemente la cara en dirección señalada para contemplar la insensatez que marcó toda su vida. Por todo hay que pagar, podría ser el título de aquella escena.
—Sabes que es imposible traer de vuelta el pasado —dijo apartando la mirada—. Aquellos dos jóvenes que se quedaron allí para siempre, no somos nosotros de ahora.
Mayra dio unos pasos hacia delante hasta quedarse a la distancia de un suspiro.
“Dime por lo menos que entonces me quisiste”. No lo dijo, pero sus palabras fueron escuchadas.
—Diré que no me he merecido a nadie mejor que tú —pronunció Bernhard tajante—. Estamos cosidos por la carne con tu hilo rojo, formamos una pieza; somos un solo monstruo.
Tras esas palabras la expresión facial de Mayra cambió drásticamente de ensombrecida a triunfante. Rió con regocijo y estiró los brazos hacia Bernhard. En ese instante, de todas partes de su cuerpo empezaron a brotar hilos de luz roja, llenos de energía, que se extendían y vibraban con fuerza. En un momento dado se hicieron tan largos que con ellos se podría rodear un árbol gigantesco. Esos hilos rojos fueron atravesando el cuerpo de Bernhard hasta que él mismo se convirtió en una masa de luz roja que fue aumentando en tamaño y en fuerza. Cuando se hizo tan grande que ya no se podía abarcar sus límites con la mirada, estalló en una explosión de energía. Inmediatamente Mayra fue arrojada de vuelta a la habitación del hospital. Cayó golpeándose contra la pared de azulejos. Al levantar la cabeza pudo distinguir, a través de la mirada nublada, de pie, en frente de ella, la figura de Bernhard aún conectada a los aparatos que salían de su cuerpo como tentáculos. Los rasgos de su rostro eran indistinguibles. La voz sonaba distorsionada, procedente de otra dimensión:
—El poder llega con el dolor y la muerte. Al que la muerte lo toca adquiere el poder verdadero. Somos poderosos, Mayra.
Ella no supo lo que siguió después. El fotograma de su realidad oscureció de inmediato.
CAPÍTULO XLVII
EL ÚLTIMO CONSEJO DE BERNHARD
Oxid sentía que el malestar volvía a propagarse por su organismo. Estaba demasiado nervioso para entregarse al sueño y demasiado cansado para mantenerse despierto. Visiones horribles se apoderaban de su mente en ese estado de semivigilia. Los pensamientos sobre Khloe atestaban su conciencia, obligándolo a mantener la idea de que ella todavía estuviera viva en alguna parte. En uno de los intentos por despojarse del peso del duermevela en el que estaba sumido, captó una figura negra en su campo de visión; se alejaba apresurada por los luminiscentes pasillos blancos.
Tuvo que hacer un intento por reunir fuerzas y fue arrastrándose detrás. Cuando el pasillo giró a la derecha, las paredes de azulejos blancos desaparecieron, surgiendo en su lugar un extenso páramo. A unos metros de distancia, bajo un árbol calcinado por un rayo lo estaban esperando.
—¡Bernhard! —Quiso gritar Oxid, pero solo un ronquido salió de su boca. Un insoportable cansancio cayó en seguida sobre él. Tenía que preservar la escasa energía que le quedaba, así que no volvió a llamarlo; fue en su encuentro.
El viento caliente azotaba el terreno calizo del páramo, dificultando la respiración y el paso. La imagen del horno crematorio surgió en su mente, haciendo que su cuerpo se sacudiera como por una descarga eléctrica. Por primera vez le pasó por la cabeza que tal vez no le quedaba mucho tiempo. Esa idea lo llenó de pánico y le hizo apresurar el paso hasta el árbol negro.
Bernhard estaba de espaldas cuando Oxid alcanzó la distancia de conversación.
—Necesito que participes en el último combate. No puedo asegurarte que salgas con vida —le dirigió las palabras sin volverse hacia él.
—Me temo que es un poco tarde para decir que sí o que no. Mi energía se está consumiendo; estoy resistiendo mis últimas horas.
—Si abandonas, lo más seguro es que tu “enfermedad” te persiga allí donde vayas, más allá de esta vida —dijo Bernhard en un tono significativo.
—No quiero más falsas promesas de futuro. No me queda nada por lo que luchar. Solo quiero morirme en paz —dijo abatido.
Tras esas palabras el brujo se giró bruscamente. Lo atravesó con la mirada, hasta que Oxid sintió cómo su influencia le destruía los nervios.
—¡Si quieres que luche por ti, entonces devuélveme a Khloe! —Su súplica fue desesperada y repentina, pero se sentía con derecho a reclamarlo.
—Podría decir que casi me conmueve tu fe en mi poder —respondió Bernhard inmutable—. Tu absurda certeza en que tu amiga es el motor de todo lo que haces te hace tan humano. Siento destruir esa idea; Khloe no era tu motivo, era tu excusa para vivir experiencias emocionantes y sentirte como un héroe. Era tu excusa para llegar hacia mi y descubrir mi historia. —Oxid lo miraba vencido y expectante—. Si quieres que te la traiga de vuelta, tendremos que ganar esta batalla. Me hiciste una promesa de lealtad, no la rompas ahora, sigue hasta el final, hasta convertirte en un héroe de verdad.
Oxid apretó los puños. Las gotas de sudor y lágrimas se mezclaban en sus ojos. Un rugido violento brotó de su garganta. Le costó reconocerlo como suyo y eso aumentó su desesperación.
—¡De acuerdo, lo haré! Estoy preparado para morir; pero no por ti.
Bernhard hizo una mueca de satisfacción. Dijo que en breve se reunirían con los demás para trazar el plan de ataque.
—Solo hay una última cosa que me gustaría decirte antes de embarcarnos en el viaje hacia lo desconocido. En el caso de que pierda, entiérrame en un sitio seguro, en un ataúd de cinc. No debes revelar nunca dónde queda mi cuerpo. Si los Devoradores de Carne u otros brujos encuentran mi tumba, confluirán allí para hacer un festín con mis restos. Y nadie sabe qué consecuencias tendría eso.
Mientras escuchaba, Oxid sentía miedo; miedo de verdad. Sobre él había caído la mayor responsabilidad que hubiera deseado jamás. Solo el hecho de tomar esas precauciones le agitaba la imaginación y le provocaba temblores. Y la posibilidad de un final desastroso lo aterraba hasta sentir el frío mortal.
—¿Y si no sobrevivo a ti? —Hizo un esfuerzo por hacer una suposición dolorosa.
Bernhard negó con la cabeza.
—Los demás tienen las mismas instrucciones. Pero esta batalla no es tuya. No tienes porque morir todavía.
Con un gesto dio por cerrada la conversación. Se disponía a irse. Era la última ocasión para Oxid de pedirle, de una vez por todas, la respuesta a la pregunta que lo empezaba a desquiciar.
—Bernhard, ¿qué va a pasar después de todo, con el espíritu de tu hija? ¿Se irá? —Luchó por controlar el temblor en su voz.
—¿Te molesta su presencia? —preguntó bruscamente—. Dime entonces, ¿quién te ha estado ayudando?
Oxid ignoró esta pregunta.
—¿Para qué la arrancaste de allí y la trajiste de vuelta? Eso no me lo quieres decir. Pero ella no debería estar aquí. No es su lugar, su tiempo ya pasó.
—¿No te parece igualmente injusto pedirle que se vaya o que se quede? —Por el tono de Bernhard era evidente que no quería responderle.
Oxid estalló:
—No me la dejes. Llévatela. Cuando acabe, no necesitaré más su ayuda, sabré como cuidarme.
—Una vez tocado por este mundo nunca podrás librarte de su influencia —pronunció Bernhard con repentina seriedad—. Necesitarás a un amigo.
—Te digo que no me la dejes —su voz empezaba a quebrarse.
Bernhard dio unos pasos hacia delante y lo miró de cerca. Aquellos ojos…
—Quizá debería contarte cómo murió. Porque es su muerte lo que te da miedo de ella. ¿No es así?
Oxid presentía que no le iba a gustar la historia.
—Murió envenenada. Pero eso ya te lo habrá contado Katarina. La historia del loco que envenenó el agua es siniestra, sin embargo, lo que te voy a contar se va a convertir en un dolor punzante en tu mente.
Oxid se apoyó contra el árbol que olía a quemado.
—Fui yo el que la mató. Cuando acepté el Poder tuve que dar algo a cambio: un familiar, alguien de mi sangre.
—Entonces, ¿cómo es que sigue aquí? ¿Por qué Ella no devoró su alma?
—Es una buena pregunta. No la aceptó. ¿Por qué? Katarina era una bruja. La tenía protegida utilizando la magia ancestral de la tierra. Mucho más antigua. Ese colgante que llevas era suyo. Yo no lo sabía entonces. Tuve que repetir años más tarde con una hija de Ana.
Oxid perdió la capacidad del habla. Ya no miraba al brujo. Atrapaba con la boca el aire caliente.
—La he traído, porque necesitas una contraparte; un brujo siempre necesita una contraparte. Curiosamente, vuestras energías son compatibles, por eso, te la asigno.
Un escalofrío recorrió a Oxid al oír esa declaración.
—No soy un brujo —murmuró Oxid huraño. Había una nota de vergüenza en su voz.
Bernhard se rió con gusto.
—No te he enseñado, pero ya has aprendido mucho e irás aprendiendo más. No esa magia que yo uso; hay otras enseñanzas que te aconsejaría alcanzar.
Oxid levantó la mirada.
—¿Significaría eso que Khloe también volvería en esa forma?
Bernhard dejó que el silencio respondiera a la pregunta. Oxid interrumpió la pausa:
—Cuando pienso en lo que sé, lo que he visto y lo que he hecho, odio en lo que me he convertido por tu culpa.
—Eso significa que estás en lucha con tu antiguo ser, estás atravesando un cambio, y más te vale superar ese odio hacia ti mismo. Cuando lo logres, estarás preparado para alcanzar el conocimiento de verdad. Este es mi último consejo para ti.
CAPÍTULO XLVIII
LA BATALLA FINAL
El espacio cósmico era el lugar de donde había venido el demonio primordial y donde tenía que ser devuelto tras miles de años de reinado en la Tierra. La abierta provocación del brujo había enfurecido a la Negra y Fría Madre, y terminó sacándola de su guarida. El primer golpe la debilitó, pero no logró su objetivo: expulsarla más allá de las barreras dimensionales que separan las esferas de los mundos, sino que hizo que se ocultara entre las capas de este mundo y se volviera invisible de nuevo. Bernhard dijo que debía ir a buscarla a su dominio, atraerla de vuelta a la planicie de Bat-Kaur y desde allí seguir las líneas anulares y curvas según un cálculo determinado para conducirla hacia el corazón del caos y después cerrar la puerta con el Gran Sello.
Toda la planicie estaba cercada por una barrera energética que teóricamente mantendría a cualquier manifestación de fuerza enemiga dentro de sus límites. En su centro Bernhard encontró una grieta por donde se había introducido el ser, y se adentró en los espacios deformes siguiendo su rastro. Perseguía su inconfundible hedor a putrefacción, que emanaba de los rastros de sangre, por los túneles de los mundos deformes. Confiaba en alcanzar a la bestia antes de que Ella lo hiciera. En su vuelo por los corredores oscuros, se había despojado de su envoltura humana para estar en menor desventaja. Sabía que Ella se estaba acercando por el rugido ultraterreno que estremecía los muros, cuando de pronto sintió un frío viscoso que goteaba desde algún punto de arriba. Lanzó varios golpes de energía y apresuró el ritmo del desplazamiento, sin mirar siquiera en su dirección. Ya había luchado contra Ella en sus primeros sueños. Ahora tenía que salir victorioso. Como respuesta a su ataque, la fuerza destructiva arrasó los túneles de los mundos distorsionados, arrojándolo en la frontera. Bernhard no dejó que la grieta se cerrara; consiguió lanzar una red de energía sobre la bestia herida, y al hacerlo comprendió que había ido demasiado lejos. A pesar de ello, fue arrastrándola fuera de su guarida con ayuda de conjuros recitados en la legua primordial.
Mayra volvió la cara hacia la grieta entre las capas de los mundos. Aunque Oxid no podía verla en realidad a tantos kilómetros de distancia, le pareció que era la cara pintada de los ídolos de piedra. Mayra estiró el brazo con la palma de la mano hacia arriba en cuyo centro estaba dibujado un símbolo mágico. Su fuerza retenía al demonio dentro de los confines de la barrera.
Oxid vio que el Doctor y el enano repetían el gesto. Entonces con un movimiento mecánico miró sus manos, y para su sorpresa vio en la muñeca izquierda un símbolo mágico. Le vino a la memoria un sueño antiguo. Pero no había tiempo que perder buscando explicaciones a lo sucedido en los últimos meses. Estiró el brazo hacia delante, dejando visible la marca de su muñeca. De repente el corazón le dio un vuelco: el mundo deforme estaba aquí a su alrededor, rezumando por la grieta y distorsionándolo todo. El paisaje se derretía, el aire se volvía caliente y tembloroso, un ruido como el de cien fábricas en funcionamiento engullía cualquier sonido que podía atarlo a su realidad. No tenía a qué agarrarse con los sentidos. Tenía miedo, pero también una confianza en sí mismo que jamás había experimentado. Debía permanecer allí, como uno más, y luchar como lucha un brujo. Tuvo que esforzarse por enfocar la mirada en línea recta delante de él. El mundo perdió su aspecto de una pintura corrida, y pudo ver de nuevo. Fue justo en aquel momento cuando la vio. Venía, hacia él, infernal. Resistía; tenía que resistirla. Hasta que la tierra fue arrancada bajos sus pies. Lo único de que estaba pendiente era tener el brazo levantado, con el símbolo bien visible.
La atención del demonio se había desviado hacia Oxid. Era justo lo que Bernhard necesitaba, pues sentía que los lazos de energía se iban aflojando y por tanto debía pasar a la siguiente fase. El Arma de la Victoria había sido localizada, y sin graves daños. Desde el principio había depositado sus esperanzas en esa máquina de guerra. Era su última oportunidad para darle uso y hacer honor al nombre que portaba.
En una abrir y cerrar de ojos Bernhard estaba sentado en el asiento del piloto. La máquina estaba viva: se percibía una ligera vibración, las luces en el panel de control estaban encendidas. ¿Cuándo fue que había pilotado por última vez? Hace una eternidad. ¿Existió en realidad aquel tiempo? Qué importaba eso ahora… Ni siquiera era él mismo…
Se elevó en el cielo, como un demonio del aire, sobre la planicie de Bat-Kaur. La bestia furiosa terminaba de romper las cadenas energéticas que quedaban. Estaban el uno frente al otro. Como en aquel sueño no olvidado. El sueño siempre había sido una realidad, solo que no la de aquel tiempo, sino la de ahora. Una premonición. Bernhard no tenía ninguna certeza de cómo se iba a resolver.
Profirió varios disparos en la carne de la bestia para debilitarla, aunque fuera por un breve período de tiempo. Mientras tanto calculó la distancia y la fuerza del impacto. La máquina se proyectó hacia la parte inferior del demonio. El golpe generó una irradiación que los envolvió en un halo anaranjado. Estaban fundidos en un horrible baile. La nave se agitó y encendió los propulsores. Se estaban elevando hacia el espacio. La bestia se retorcía, aullaba y emitía golpes de energía, los que la nave paraba parcialmente. Un poco más y se libraría del campo de fuerza de la máquina, y entonces a él no le quedaría ninguna salida. Bernhard notaba que algo le pasaba a los ojos. Una presión brutal lo aplastaba desde todos los lados, dificultando la percepción. Debía hacerlo ya, de lo contrario se arriesgaba a perder el control sobre la situación. Con la visión difuminada, tardó más de lo previsto en poner la máquina en modo automático, introduciendo las coordenadas del trayecto espacial. El demonio primordial sería llevado de vuelta a las profundidades cósmicas. Él mismo se precipitó para teletransportarse, pero en vez de eso tuvo una sensación de caída en una negrura absoluta. Se estaba despidiendo de la mejor máquina de guerra que hubo en la Tierra, y sin tener certeza alguna de que su acción tendría éxito. Su propia situación era incierta: ¿había muerto o quedado atrapado en algún vórtice entre las esferas de los mundos?
Oxid levantó la cabeza de la ceniza y vagó con la mirada alrededor. La nieve caía del cielo, como le pareció al principio; más tarde comprendió que era ceniza. Un dolor en la muñeca atrajo su atención: la marca estaba inflamada, como si fuera una herida reciente; aún se estaba defendiendo.
Mayra empezó a activar el cierre del Gran Sello con su energía. Necesitaba la ayuda de su contraparte para hacerlo efectivo. Tuvo miedo de que no llegara a tiempo, que el horror cósmico volviera y se los tragara a todos para siempre. Pero entonces lo vio en la lejanía: negro, desfigurado, inhumano… en su horrible irradiación… Juntos liberaron las palabras primordiales y el viento las esparció por la planicie calcinada de Bat-Kaur.
La entrada quedaba cerrada y protegida por el Gran Sello.
CAPÍTULO XLIX
LA DESPEDIDA
Mayra corrió descalza por la hierba carbonizada, atravesando las columnas de humo negro que se levantaban en su camino. Los bordes de la ropa y algunos mechones del pelo se le habían calcinado; las pinturas negras de su cara se habían borrado dejando unas manchas indefinidas en sus mejillas. Lo estaba buscando. Gritaba su nombre como un antiguo conjuro. Se paró en un sitio frotando los ojos irritados por el humo y la ceniza. En cuanto los abrió se estremeció por la súbita aparición delante de ella. Se acercó a Bernhard y cogió su cara entre las manos.
—Lo hemos conseguido —dijo en un tono tranquilizador y apenas audible.
Bernhard estaba hecho un bloque de piedra.
—Así es. Por lo tanto ha llegado la hora de irme —dijo con una voz inexpresiva.
Mayra parecía no oírlo. Seguía sujetando su cara entre las manos.
—Siempre he creído en ti. Te adoraré siempre… —decía mirándolo a los ojos con la mirada idólatra.
Bernhard la cogió de las muñecas y la apartó despacio.
—Mayra, acuérdate de lo que te dije: cuando terminara todo, me iría. Por eso he estado luchando, por mi libertad. Es mi hora; la hora de partir. Deja que me vaya.
—No te vas a ir. No te vas a ninguna parte… —su voz temblaba como las últimas hojas otoñales—Y si te vas, me llevarás contigo. Sabes que te…
—Lo sé, —dijo pacientemente—. Sé a quién amas. Pero no quiero ser ese Bernhard nunca más.
—Eres horrible —rugió ella a través de los dientes. Se asemejaba a un animal furioso—. ¡Me arrebataste mi propio destino, me hiciste tuya, y tras años de rechazos, humillaciones, tras utilizarme para tus propósitos, ahora me abandonas en un mundo donde ya no tendré protección; donde seré huérfana y viuda!
Ese grito de dolor y sincera desesperación le hizo a Bernhard entreabrir los labios, pero la palabra en seguida murió en su boca. Tras unos segundos de silencio habló:
—Tiene que ser así. Esta no es tu hora, es la mía, y es mi camino. Ahora podrás buscar tu propia vía.
—No me castigues de este modo —Un escalofrío recorrió el cuerpo de Mayra. Sintió una punzada de soledad; un frío enfermizo a pesar de estar en la planicie recientemente envuelta en fuego—. No me queda nada por lo que vivir aquí.
— Tienes muchas cosas que comprender. Te irá bien, si me haces caso —Levantó el brazo y señaló en un punto perdido abajo entre las montañas. El paisaje se percibía tembloroso a través del humo—. Te devuelvo allí donde perteneces. Harás que tu gente recupere sus tierras. Los guiarás por un nuevo camino, y ese será tu propósito en la vida.
Hizo un gesto con la mano: el último hechizo. Mayra notó cómo se iba alejando de él; trataba de impedirlo lanzándose hacia delante, pero la distancia seguía haciéndose insoportablemente grande, hasta que la silueta de Bernhard dejó de ser visible para siempre.
No hubo testigos de la marcha del brujo. Debió de partir allí donde se van aquellos que logran parar la rueda del destino; que salen del destino para adquirir la inmortalidad.
EPÍLOGO
En los primeros meses tras la guerra no se podía salir a la calle sin una mascarilla: el aire olía a putrefacción y a quemado. Decían que era debido a los agentes químicos usados por los militares. La ciudad no había sufrido demasiados bombardeos, pero tenía aspecto de que toda la suciedad se había concentrado en ella. Cuando uno salía a las afueras podía ver que no había horizonte. Simplemente no se veía a 100 metros de distancia. Era como una barrera de cristal de color lechoso encerrando a uno en un mundo aún más reducido.
Oxid trataba de volver a su vida anterior, sabiendo que nada iba a ser igual. Para empezar, había perdido el negocio, y aunque lo reanudara, no eran buenos tiempos para llevarlo. Temporalmente aceptó el trabajo en una casa de empeños, cuyo dueño era un antiguo conocido suyo. Afortunadamente en esos tiempos había mucha gente que por necesidad quería vender algún que otro objeto de valor para comprar cosas de primera necesidad.
Aquel día, a última hora vino una chica interesada en vender un objeto decorativo. Afirmaba que para ella no tenía mucha utilidad, sin embargo, el dinero que sacaría por él le sería de gran ayuda. Oxid se quedó a un lado aprendiendo el negocio. Al principio le pareció que se trataba de un simple lienzo en un marco ovalado. Tan solo un cuadro extravagante. Un instante después, un espasmo de horror lo contorsionó por dentro. Recuerdos dolorosos y olvidados luchaban por liberarse. Un horror inexplicable. Disimulando el espanto que lo había invadido, se mantuvo callado, con la mano tapándose la boca como en un gesto de profunda reflexión.
El dueño de la tienda estudiaba el artículo con interés.
—¿De dónde lo has sacado?
—Lo encontré en el piso al que me he mudado. No representa nada para mí, y necesito dinero. —La chica lo miró suplicante.
Por primera vez la atención de Oxid se pasó a la clienta. No tendría más de veinte años. Pelo negro, corto, de punta. Una cicatriz vertical le bajada desde el cuello. Oxid se sorprendió. Le resultaba familiar, pero no conseguía reconocerla. Eso lo puso todavía más nervioso. La chica se dio cuenta de que la estaba escudriñando con la mirada de loco; hizo un intento por sonreírle, a lo que Oxid reaccionó de una forma extraña. Se giró hacia la pared, cerró los ojos y se tapó los oídos con las manos. Una voz se lo estaba diciendo. No, no se lo decía. Era un recuerdo, un eco de aquella voz en su cabeza. Y entonces lo comprendió, y sintió que le hervía de nuevo la sangre.
Se dio la vuelta hacia el mostrador y cogió el artículo con delicadeza.
—Para empezar, la piel es humana, el dibujo fue tatuado en vida. Hasta le puedo decir su significado. Es un símbolo mágico, el símbolo que suele llevar la Suma Sacerdotisa de un oscuro culto pagano.
El dueño lo miraba satisfecho; intuía que podrían hacer un buen negocio.
—Tú quieres venderlo, nosotros, comprarlo. Lleguemos a un acuerdo. ¿Cuánto quieres?
—Eso vale dinero, ¿verdad? —dijo la chica insegura—. Quiero doscientos.
—Te doy cien
La chica negó con la cabeza
—¿Cuánto aceptarías?
—Por lo menos ciento cincuenta. Tengo que sobrevivir hasta que encuentre trabajo.
Sin haberlo pensado, Oxid tomó la iniciativa y le dijo a la chica que se lo compraban por ciento cincuenta. El dueño lo miró estupefacto. No le había gustado esa intervención. Pero a Oxid no le importó en este momento. Podía quitárselo de su salario, lo que seguramente haría. Lo único en lo que estaba pensando era en adquirir ese objeto. El horror del principio se convirtió en fascinación. Casi podía llorar mientras lo llevaba al almacén. Khloe, su querida Khloe, estaba con él. Era un pensamiento enfermizo, lo entendía, pero no lo quería reprimir. Cuando volvió al mostrador, la chica ya se disponía a ir. La acompañó a la salida, con el pretexto de cerrar la puerta. Ella debió de notar algo en su actitud, pues no dejaba de mirarlo de reojo mientras recorrían el pasillo de la tienda.
—Esa cicatriz que tienes —dijo con el mayor tacto posible—, podría arreglártela con un tatuaje bonito, si quisieras. Toma mi tarjeta.
La chica dio vuelta a la tarjeta de visita, estudiándola con curiosidad. Sonrió asintiendo la cabeza. Parecía estar de acuerdo.
—Tal vez lo haga —dijo pensativa y le guiñó un ojo.
Azules, pensó Oxid mientras cerraba la tienda. Le pareció una señal.
Oxid la invitó a pasar al interior de su piso. Ella fue a presentarse, pero él la adelantó. Dijo que había leído su nombre en la ficha de la tienda. Después pensó que quizá ese comportamiento la asustaría, pero ella no le dio demasiada importancia, y entró en la estancia principal de la vivienda.
—No dispongo de un estudio como tal ahora mismo. Lo tuve antes de la guerra. Ahora trabajo en casa. Pero la calidad sigue siendo la misma.
—Quizá podría ver primero tus trabajos antes de lanzarme.
Iba a decirle que ya lo había visto, pero se controló. Le dijo que se sentara en un sillón de madera raído pero cómodo y le trajo una carpeta con las fotografías de sus trabajos. Mientras ella ojeaba el álbum, Oxid rodeó el sillón y fue hacia la puerta de entrada. Con una tiza roja trazó en la puerta un símbolo que retiene las energías. Al darse la vuelta, entendió que su acto no había pasado desapercibido. La chica lo miraba con desconfianza. Seguramente estaba pensando que había atrancado la puerta para que no se escapara. Se sintió mal consigo mismo. Él no era así. Pero la situación lo requería.
—He cambiado de opinión —dijo ella en voz baja—. Aún no sé qué es lo que reflejaría mi estado actual. Vendré otro día.
Efectivamente estaba asustada. O eso quería que él creyera.
—Tus ojos son azules —dijo repentinamente, y vio que ella asentía sorprendida con la cabeza—. ¿Siempre lo han sido?
—Qué pregunta tan extraña. Claro que sí.
Oxid titubeó.
—Quizás no te acuerdes… ¿Dónde estuviste hace, digamos, dos años?
Ella lo miraba como a un lunático.
—Desde luego no estaba aquí. Ya dije que acabo de mudarme. —en su voz se empezaba a notar el nerviosismo.
—Apuesto a que no te acuerdas de nada.
—Creo que debería irme —Fue retrocediendo hasta la puerta. Oxid no se lo impedía. Pero por alguna razón se quedó parada mirando al símbolo de la puerta.
—Está abierta. Sal si quieres —dijo Oxid casi riéndose—. No puedes, ¿verdad?
—¿Qué es lo que quieres ver en mí? —Lo miró, por fin, con esa mirada que él esperaba. Hasta percibió una chispa en la profundidad de sus ojos.
—Quiero verte a ti.
Ella cruzó los brazos en el pecho. Más bien se estaba abrazando a sí misma.
—Es cierto que no recuerdo nada más allá del anteayer. Solo sabía que estaba aquí buscando un piso y deseando empezar una nueva vida…
Ahora ella parecía intranquila. ¿Cómo podía estar tranquilo alguien que no sabía quién era ni de dónde venía?
—De acuerdo, acepto la posibilidad de que no te acuerdes, pero vienes a mí porque estamos predestinados el uno al otro. Te voy a enseñar algo que espero que te refresque la memoria. —Hizo un gesto para que lo siguiera a otro cuarto.
Allí no había ventanas. Solo un par de lámparas en el techo. Parecía una especie de trastero: cajas y carpetas ocupaban toda la estantería al fondo. Le pidió a la chica que se acercara. Ella avanzó y se quedó justo en frente de él. A Oxid le pareció que a ella le divertía todo ese misterio, y comprendió que a él eso lo fastidiaba. Cogió una carpeta y sacó una fotografía en blanco y negro. Se quedó mirándola unos segundos y luego pasó la mirada a la chica: comparaba. Después se la dio y esperó su reacción.
Ella palideció, su rostro se volvió como una piedra. Una lágrima le resbaló por la mejilla.
—¿Soy yo? —susurró, a lo que Oxid le respondió afirmativamente. Ella se masajeaba la sien con la mano libre; trataba de evocar sus recuerdos—. Dame algo más. —Su voz sonó más grave.
Oxid le fue alargando más fotos y otros objetos que había estado reuniendo desde el momento en que empezó aquella extraña historia.
Cuando la chica cogió la foto de Katarina empezó a jadear y a temblar de una forma sospechosa. Oxid se puso alerta.
—Mamá… —balbuceó ella a través del llanto y se deslizó por la pared al suelo. Las lámparas del techo empezaron a parpadear. Una emitió un chasquido sordo y se fundió.
—¿Por qué has venido? —insistía Oxid— ¿A ayudarme? Dímelo, pero no me atormentes más con tus visitas.
—Te digo que no lo sé. Es como acordarse de un sueño olvidado. Era yo y no lo era…
Oxid había decidido que ella tenía que recordar. Rebuscó en otra caja y sacó una bolsa de plástico.
—Esto era tuyo. Vas a recordarlo todo. —Se inclinó sobre ella y le puso un colgante en el cuello.
—Estás enfermo… —Frunció ella el ceño.
—Sí, lo estoy. Y ni siquiera puedo contárselo a los médicos, aunque ellos tampoco podrían diagnosticar nada. Y encima vienes tú a empeorarlo todo. ¿Por qué no te has ido? —Le preguntó desesperado.
Ella lo agarró del brazo e hizo una intentó por levantarse.
—Llévame al salón. Me encuentro mareada.
La sacó del trastero y la condujo al sofá. En todo ese rato ella no dejó de agarrar el colgante y murmurar palabras inconexas. Permaneció un largo rato en un estado hipnótico, abrazándose a sí misma. Al cabo de una hora se levantó de golpe profiriendo un alarido que se debió de escuchar en todo el edificio.
Ahora estaba preparada.
Oxid montó la silla al revés poniéndose justo en frente de la chica.
—Mis ojos siempre han sido azules. Si no los recuerdas así, es porque los muertos tienen los ojos negros.
—¿Cómo has vuelto? —Oxid no quiso darle más rodeos y se abalanzó con las preguntas.
—Fue él quien me trajo a la vida. El mismo que me la había arrebatado. ¡Si alguien supiera cuánto me dolió morir! Pero volver a la vida fue aún más doloroso que la muerte. Mi espíritu había estado vagando durante décadas, de las que no me acuerdo, salvo la etapa en la que apareciste tú. Él me evocó. Me arrancó del sueño en el que me había sumido por fin. Aunque… no creo que exista tiempo allí donde estuve… Fue para desquiciarse. Yo quería ir con mi madre, por favor, ¡si era una niña! Pero él no dejaría que eso sucediera jamás. Me asignó a ti. Así me convertí en tu contraparte. Justo antes de partir, usó los huesos exhumados y su sangre para traerme de vuelta. La carne sentía todo el dolor al recomponerse, duró meses, pero de repente paró. Y luego ya estaba aquí como una persona nueva, solo que en mi subconsciente sabía lo que debía hacer para encontrarte.
— ¿Significa eso que te vas a quedar conmigo? —“Las brujas están locas”, de repente le vino a la cabeza una afirmación—. Estás viva ahora, ¿no? Tus ojos son de un ser vivo… —dijo más para sí mismo que para ella.
—Lo estoy —Se notaba que estaba buscando las palabras adecuadas para hacerle una pregunta delicada—. ¿Soy la única que está viva después de todo lo que pasó?
—Eras la única que estaba muerta antes y está viva ahora —dijo Oxid medio riendo. Lo encontraba semejante a una tragicomedia. La chica no rió, pero tampoco la inmutó ese arrebato de risa perturbadora—. Mayra está vagando por allí en alguna parte, desquiciada, de luto eterno, con un velo negro que arrastra detrás de sí. A veces me llegan algunos rumores sobre ella, pero jamás nos hemos puesto en contacto. De los demás tampoco sé gran cosa. El Doctor está en otro continente, ejerciendo de lo suyo y tiene a Gerd de ayudante. Supongo que seguirán así hasta que la magia se vaya disolviendo poco a poco y todos desaparezcamos.
Oxid notaba que le costaba hablar. Le oprimía la garganta y cada sonido emitido iba acompañado de dolor. Había nombres que le venían a la cabeza, pero no los iba a mencionar, pues ya no estaban entre ellos.
—¿Cómo vas a superar esto? —preguntó la chica tímidamente después de una pausa.
—No creo que haya una forma de superarlo —pronunció cabizbajo—. Así que no me lo propongo. Debería quemar todos esos objetos que me atan al pasado, para que no quede ningún rastro ni recuerdo. Borrar mi historia personal —En sus ojos parpadeó un desello fugaz—. Pero no puedo. Aún no. Es la prueba para mí mismo de que no estoy loco.
—¿Has pensado en que podrían venir otros a arrebatarte los objetos de poder? Porque es lo que son… —dijo, y entonces Oxid comprendió que trataba con una bruja de verdad. Ella sabía cosas.
—Sí, lo he pensado y no me gusta. Sobre todo me preocupan los Devoradores de Carne. Pero debo lidiar con ello —Se levantó de la silla y se puso a andar a lo largo del sofá—. Te digo que eso no puede ser destruido. Pues de todas formas su recuerdo persistirá mientras vivamos. Preservaré su memoria de esta manera. Sé que quería borrar su historia personal, es lo que hacen los brujos. Pero me importa un bledo, ahora que no está. Porque la leyenda que ha creado a su alrededor no se borrará de ningún modo.
Se quedaron mirando el uno al otro. El mundo alrededor parecía una decoración.
—Ahora que lo hemos aclarado todo, ¿quieres que me vaya?
—Si vas a volver igualmente… —Suspiró Oxid rendido y pasó la mano por la frente—. Debería asumir que ahora eres una persona y tienes la oportunidad de a vivir una vida plena. Además, no hiciste más que ayudarme, no voy a ser un desagradecido —Hizo un intento por sonreír—. Si te devolvió aquí será una forma de disculparse por lo que te había hecho. Al menos a mí me gustaría mucho creer que es así.
Ella asintió con la cabeza y dijo despejada:
—Creo que ya me he decidido por el tatuaje —Señaló a la muñeca de Oxid—. Quiero el mismo.
Fin
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