Entre copos de nieve y gotas de sangre

Entre copos de nieve y gotas de sangre

Dani Usech

18/10/2025

Capítulo 1: El silencio blanco

El tren se detuvo en Vinterdal sin anunciarlo. No había pasajeros, ni luces, ni personal en la estación. Solo un cartel oxidado que decía “Bienvenido al fin” y una mujer de abrigo rojo que esperaba de pie, inmóvil, con la mirada fija en el vagón número 3.

Elías bajó con una maleta que no era suya. Lo supo al sentir el peso, al notar que no tenía el rasguño en la esquina que siempre le recordaba aquel viaje a Oslo. Pero no dijo nada. El conductor lo miró como si supiera algo, como si el error no fuera error, sino parte del trayecto.

La nieve caía en silencio. No era tormenta, ni nevada alegre. Era una caída lenta, como si el cielo estuviera cansado de sostenerse. Cada copo parecía flotar más de lo necesario, como si dudara antes de tocar el suelo.

La cabaña que había alquilado estaba al borde del bosque, lejos del pueblo. Tenía una chimenea apagada, una radio sin señal, y una ventana que daba a la nada. Al abrir la maleta, encontró tres cosas:

  • Una caja de madera con símbolos tallados que no reconocía.
  • Una fotografía de una niña sin rostro, con un vestido blanco.
  • Un pañuelo blanco… manchado de sangre.

Elías no era supersticioso, pero algo en la forma en que la caja parecía respirar lo hizo retroceder. La dejó sobre la mesa, junto a la radio, y salió a fumar. El frío le mordió los dedos. La nieve cubría todo. Las huellas desaparecían en segundos. Pero cada noche, al volver, encontraba nuevas marcas frente a su puerta. Como si alguien caminara en círculos. Como si la nieve no pudiera ocultarlo todo.

La mujer del abrigo rojo apareció en sus sueños. No hablaba. Solo lo miraba desde la estación, con los ojos llenos de copos. En uno de los sueños, le entregaba el pañuelo. En otro, abría la caja y dentro había un corazón latiendo, envuelto en papel de regalo.

Elías comenzó a escribir en un cuaderno que encontró en la cabaña. No recordaba haberlo traído. Las primeras páginas estaban llenas de frases que no reconocía:

“La nieve no cubre lo que sangra.”
“Ella no parpadea porque ya vio todo.”
“El silencio es un idioma que solo entienden los muertos.”

La radio se encendió sola la tercera noche. Emitía una frecuencia baja, como un susurro. Al acercarse, escuchó su nombre. No una vez. Varias. Como si alguien lo llamara desde el otro lado del hielo.

Capítulo 2: La niña del vestido blanco

La cuarta noche, Elías despertó con la sensación de que alguien lo observaba desde la ventana. No había huellas en la nieve. No había viento. Solo el silencio blanco, espeso, como si el mundo estuviera suspendido en una pausa que nadie había autorizado.

La caja seguía sobre la mesa. No se había movido. Pero parecía más oscura. Como si la madera absorbiera la luz. Elías la rodeó con sal, sin saber por qué. Lo había leído en algún lugar, o tal vez lo había soñado. La radio emitía una frecuencia baja, casi imperceptible, como un corazón que late en otro plano.

Decidió salir. Caminar hacia el bosque. No por valentía, sino por necesidad. La cabaña lo estaba empujando hacia afuera, como si ya no lo quisiera dentro. La nieve crujía bajo sus pasos, pero no dejaba huella. Era como caminar sobre memoria.

A los quince minutos, la vio.

Una figura pequeña, de espaldas, con un vestido blanco que no se ensuciaba. Elías se detuvo. La niña no se movía. No temblaba. No parecía viva, pero tampoco muerta. Solo estaba ahí, como una fotografía clavada en el paisaje.

—¿Estás bien? —preguntó, sabiendo que no obtendría respuesta.

La niña giró lentamente. No tenía rostro. Solo una superficie lisa, como piel sin historia. Pero en su mano sostenía algo: el pañuelo blanco, ahora limpio. Lo dejó caer. Y cuando tocó la nieve, se volvió rojo.

Elías retrocedió. Tropezó. Cayó. Al levantarse, la niña ya no estaba. Pero el pañuelo seguía ahí, palpitando como si respirara.

Volvió a la cabaña con el pañuelo en el bolsillo. La radio se había apagado. La caja estaba abierta.

Dentro, no había objetos. Solo una nota escrita con tinta negra:

“Ella no tiene rostro porque tú no quisiste verlo.”

Elías sintió que algo se quebraba en su memoria. Recordó una carretera. Un accidente. Un cuerpo pequeño cubierto por una manta. Recordó no mirar. Recordó seguir conduciendo.

La cabaña comenzó a temblar. No físicamente. Era como si la estructura misma se sintiera incómoda con su presencia. La chimenea se encendió sola. El cuaderno tenía nuevas frases:

“La nieve es testigo. La sangre es firma.”
“No puedes esconderte en lo blanco.”
“Ella camina sin huellas porque tú borraste las tuyas.”

Elías lloró por primera vez en años. No por miedo. Por reconocimiento. Por el eco de una culpa que había enterrado bajo capas de rutina, de trabajo, de silencio.

Esa noche, soñó con la estación. La mujer del abrigo rojo lo esperaba. Pero esta vez, tenía el rostro de la niña. Y le decía, sin mover los labios:

—La nieve no perdona. Solo espera.

Capítulo 3: El rostro que no era suyo

Elías dejó de contar los días. La cabaña ya no marcaba el tiempo. La radio hablaba sola, la chimenea se encendía sin fuego, y el cuaderno escribía frases que él no recordaba haber pensado.

La caja seguía abierta. Dentro, ahora había un espejo. Pequeño, ovalado, con marco de hueso. Al mirarse, Elías no vio su rostro. Vio el de la niña. Pero esta vez, tenía ojos. Ojos que lloraban sin lágrimas. Ojos que lo acusaban sin palabras.

Salió al bosque. No por valentía. Por desesperación. La nieve lo cubría todo, pero él sabía que debajo había algo. Un recuerdo. Un cuerpo. Una verdad.

Caminó hasta el lago congelado. Lo había visto en el mapa de la cabaña, marcado con una cruz roja. Allí, la nieve era más espesa. Como si el lugar quisiera ocultarse. Como si el hielo supiera lo que había debajo.

Elías comenzó a cavar. Con las manos. Con rabia. Con culpa. La nieve cedía, pero el hielo no. Golpeó con una piedra. Gritó. Lloró. Hasta que el hielo se quebró… y algo emergió.

No era un cuerpo. Era una muñeca. Vestido blanco. Sin rostro. Pero en su pecho, cosido con hilo rojo, había una palabra:
“Mentira.”

Elías cayó de rodillas. Recordó el accidente. Recordó el grito. Recordó haber dicho “no vi nada”. Recordó el juicio. Recordó el silencio. Recordó el ascenso en su trabajo. Recordó la entrevista donde dijo “la vida es cuestión de decisiones”.

La muñeca lo miraba sin ojos. Pero él entendía. No era ella. Era él. Era su mentira. Su construcción. Su éxito sobre el olvido.

Volvió a la cabaña. La mujer del abrigo rojo lo esperaba en la puerta. Esta vez, habló:

—No puedes vivir entre copos si dejaste gotas atrás.

Elías entró. La radio emitía una canción infantil. El cuaderno tenía una sola frase:

“Confiesa, o la nieve se volverá carne.”

La caja estaba cerrada. El espejo, roto. El pañuelo, limpio. Pero la cabaña olía a sangre.

Esa noche, Elías escribió una carta. No para la niña. Para sí mismo. Para el juez. Para el mundo que lo aplaudió sin saber. La dejó sobre la mesa. Salió al bosque. Se acostó sobre la nieve. Cerró los ojos.

Y soñó con una estación. Vacía. Sin tren. Sin mujer. Solo él, esperando. Con un rostro que no era suyo.

Capítulo 4: El tren que no lleva a casa

La nieve seguía cayendo, pero ya no era blanca. Tenía un tono grisáceo, como si el cielo se hubiera cansado de fingir pureza. Elías caminaba hacia la estación. No sabía por qué. No había trenes. No había horarios. Pero algo lo llamaba. Algo que no era voz, ni sueño, ni culpa. Algo más antiguo.

La carta que había escrito seguía sobre la mesa. La caja, cerrada. El espejo, roto. El pañuelo, limpio. Pero la cabaña olía a sangre. No por lo que había, sino por lo que faltaba.

Al llegar a la estación, la mujer del abrigo rojo lo esperaba. Esta vez, tenía rostro. Era el de la niña. Pero envejecido. Como si el tiempo hubiera pasado solo para ella.

—¿Vienes a confesar o a esconderte? —preguntó.

Elías no respondió. Se sentó en el banco. El cartel oxidado decía “Bienvenido al fin”, pero alguien había tachado “fin” y escrito “inicio”.

La mujer se sentó a su lado. Le entregó la caja. Elías la abrió. Dentro, había una llave. Pequeña. Negra. Fría.

—¿Qué abre? —preguntó.

—Tu memoria —respondió ella.

Elías cerró los ojos. Y recordó.

Recordó el accidente. La niña cruzando la calle. El grito. El impacto. El silencio. Recordó bajar del auto. Ver el cuerpo. Ver los ojos abiertos. Ver el pañuelo blanco en su mano. Recordó mirar alrededor. Nadie lo había visto. Nadie lo había grabado. Nadie lo había juzgado.

Recordó volver al auto. Recordó decirse “no fue mi culpa”. Recordó construir una vida sobre esa frase. Una carrera. Una reputación. Una cabaña en el bosque.

La mujer lo miró.

—La nieve no cubre lo que sangra. Solo lo enfría.

Elías lloró. No por redención. Por reconocimiento. Por haber vivido en una mentira tan bien construida que parecía hogar.

El tren llegó. Sin ruido. Sin humo. Sin conductor. Solo una puerta abierta. Elías entró. La mujer no lo siguió.

Dentro, no había asientos. Solo espejos. Cada uno mostraba una versión de él. Elías niño. Elías adolescente. Elías el día del accidente. Elías el día que mintió. Elías el día que escribió la carta.

El tren comenzó a moverse. No hacia adelante. Hacia adentro.

Elías se vio en todos los espejos. Y en uno, vio a la niña. Con rostro. Con ojos. Con una sonrisa triste.

—Gracias por mirar —dijo ella.

El tren se detuvo en una estación sin nombre. Elías bajó. No había nieve. No había sangre. Solo tierra. Y una lápida.

Decía:

“Aquí descansa la verdad que nadie quiso ver.”

Elías dejó la llave sobre la lápida. El pañuelo también. Se sentó. Cerró los ojos. Y por primera vez, no soñó.

Solo escuchó el silencio. El verdadero. El que no oculta. El que no juzga. El que simplemente… está.

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