La noche era densa en Palacio. José Jerí observaba el reloj mientras los técnicos ajustaban las cámaras para su mensaje a la nación. El aire olía a cobre y ozono, como si las luces del set exhalaran algo más que electricidad. Todo debía parecer normal: un presidente firme, un discurso de estabilidad. Sin embargo, al fondo del salón, el teleprompter mostraba palabras que él no recordaba haber aprobado.
Cuando comenzó a hablar, su voz tembló. “Mi responsabilidad es mantener la estabilidad del país”, leyó, pero la siguiente línea lo desconcertó: “Aunque ya no exista país que sostener” Los técnicos no reaccionaron; parecían congelados, como si el tiempo se hubiera detenido dentro de sus miradas vacías.
Jerí parpadeó. Detrás de las cámaras, el reflejo de un hombre idéntico a él ensayaba los mismos gestos, pero con una sonrisa distinta. La transmisión seguía. En las pantallas del Congreso y de todo el país, aquel reflejo hablaba con tono sereno, prometiendo seguridad, orden, continuidad.
Cuando las luces se apagaron, José Jerí comprendió que nadie lo había escuchado a él. Afuera, los aplausos llenaban la plaza. En cada televisor, su doble seguía hablando.
Y el verdadero presidente… ya no recordaba quién era.
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