A las ocho en punto, Martín encendió la radio. La voz del primer ministro retumbó en el pequeño departamento: “Lima será declarada en estado de emergencia”. Sonó como un anuncio más, de esos que llenan el aire antes de la cena. Pero el zumbido constante detrás de la transmisión lo inquietó: un murmullo irregular, casi humano.
Salió al pasillo y notó que todas las puertas estaban entreabiertas. Nadie respondía cuando llamaba. En la planta baja, la televisión del vecino mostraba la misma conferencia, solo que el ministro no parpadeaba; parecía mirar directamente la cámara, como si pudiera verlo a él. La señal se cortó.
El edificio quedó en silencio, apenas interrumpido por el parpadeo de las luces. Martín subió corriendo al cuarto piso buscando cobertura. Desde la ventana vio la ciudad oscura: no había autos, ni gritos, ni sirenas. Solo sombras inmóviles en las calles, de pie, mirando hacia arriba.
Entonces el zumbido volvió, más fuerte, desde su teléfono encendido por error. La voz distorsionada del ministro susurró su nombre. “Martín, no salgas”.
En ese instante comprendió que la emergencia no era una medida política. Era el inicio del apagón total: no de la luz, sino de la voluntad.
Y afuera, las sombras comenzaron a moverse.
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