Decían que aquel hombre — de barba serena y mirada sin tiempo— pasaba las tardes inmóvil, frente al horizonte. Algunos lo llamaban loco, otros, profeta. Los niños, simplemente, “el que mira el sol”.

Llegó una mañana sin equipaje. Se instaló en una casa blanca, donde el silencio parecía esperarlo.

Cada tarde, cuando la luz declinaba, se sentaba en una piedra y cerraba los ojos. No rezaba. No pedía. Pensaba.

O más bien —como decía a quien lo escuchaba— se recordaba.

Porque, según él, pensar era recordar quién era, antes de olvidar que era el universo.

Un joven, curioso, le preguntó qué hacía en esas horas de quietud.

—Reescribo mi destino —respondió.

El joven sonrió, creyendo oír una metáfora. Pero el hombre continuó:

—Nada está escrito en piedra. Todo está escrito en luz. Cada elección del alma reconfigura el mundo. No somos del tiempo: somos el tiempo pensándose.

Aquella tarde, el discípulo creyó ver un resplandor leve en el cuerpo del hombre. Creyó que era ilusión. Pero al volver al pueblo, algo había cambiado: el aire era más liviano, la gente más amable, y un viejo enfermo había recuperado el ánimo.

Desde entonces, cada meditación del hombre coincidía con un milagro. Un río seco volvía a fluir. Un niño perdido regresaba. Una guerra distante se detenía unos minutos.

El planeta respiraba al ritmo de su pensamiento.

Una tarde, el discípulo —ya viejo— volvió a buscarlo. Lo halló en el mismo lugar, con la misma serenidad, frente al mismo ocaso.

—Maestro —dijo—, ¿por qué sigues meditando si ya todo está en equilibrio?

El hombre sonrió.

—Porque el equilibrio también debe soñarse. La materia no manda; responde a quien la sueña.

Entonces el discípulo comprendió: su maestro no meditaba en el mundo. Era el mundo meditando. Cada pensamiento suyo era una versión más luminosa de la realidad.

Una mañana, el hombre no apareció. Algunos dijeron que había muerto. Otros, que se disolvió en la luz.

Pero el discípulo, al cerrar los ojos, lo sintió como un pensamiento sereno, sin voz.

Desde ese día, el discípulo meditó al atardecer. Y el mundo siguió cambiando.

Así continúa, invisible y eterno, el diálogo de los hombres que recuerdan que también son dioses.

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