En algún lugar del sur, donde el mar se pliega sobre sí mismo como un pensamiento recurrente, vive la chica de la pamela color melocotón. La veo desde hace meses, casi desde el inicio del verano. No sé su nombre, o más bien no he querido saberlo. Los nombres tienden a descomponer lo que es mejor dejar suspendido, como una pompa de jabón que estallaría apenas tocarla.
Habita una de esas casas encaladas que parecen salidas de una película costumbrista de los sesenta, olvidada en una cinta VHS que nadie tiene ya con qué reproducir. La fachada mira al mar con aire cansado. Dentro no hay música, ni risas, ni relojes de pared, solo el sonido del viento atravesando las persianas, como el lamento de un saxofón desafinado.
Suele pasar las tardes sentada en el porche, contemplando el horizonte, con una taza de té entre las manos y los hombros ligeramente encogidos. Su enorme pamela acentúa tanto su delgadez que el respaldo de la silla la envuelve como si quisiera abrazarla. A veces cruza una pierna sobre la otra y balancea el pie con un ritmo cadencioso, mientras el vapor del té empaña sus gafas de sol a cada sorbo que da. A veces pienso que podría ser actriz, fotógrafa, bailarina o simplemente el invento de alguien que soñó con ella demasiado tiempo.
Un día me dijo que su vida era una ficción minimalista.
—No hay trama —dijo, con la naturalidad de quien da el pronóstico del tiempo—. Solo una secuencia repetida, como el suave movimiento de las olas.
Cada mañana baja por el mismo sendero de piedras. Sus pasos son tan leves que ni las lagartijas se molestan en huir. Se baña junto a las rocas avivadas por el sol. Permanece allí, inmóvil, como esperando a que el agua le escriba un mensaje en la piel con letras de sal. Luego sube, lentamente, siempre en silencio. Prepara pan con mantequilla, fruta. A veces un poco de té, a veces nada.
Algunas tardes la veo escribir en un cuaderno de tapa a juego con el color de su pamela. No parece tratarse de un diario, más bien es como si cruzase correspondencia con alguien que no existe, o que aún no ha llegado.
—Ayer sucedió algo insólito —me confesó, sin preámbulos, al verme pasar frente al porche—. El sol se filtró a través de la pamela y dibujó un mapa en mi hombro. Creo que es un lugar que existe, aunque no sé dónde.
Al preguntarle si estaba segura, ella levantó la mirada hacia mí y asintió. La pamela le cubría media cara. La otra mitad brillaba bajo la luz, como un cuadro de Hopper.
—He empezado a soñar con ese sitio —añadió—. Siempre está nublado, pero hay una cafetería que huele a naranjas. Y un gato blanco y negro que me espera en la puerta, como si me conociera.
No dije nada. Solo pensé en cómo, a veces, de tanto repetirse, la realidad se cansa de sí misma y empieza a quebrarse por los bordes. Como si algo invisible ejerciera presión desde dentro.
Desde entonces, ella garabatea aquel mapa en su cuaderno. Dice que, mientras lo hace, tiene la sensación de que cada trazo la acerca un poco más a ese lugar.
*
La primera vez que la vi lejos de su casa fue en el Blue Note. Desde que decidí mudarme aquí, encontré en este café una especie de refugio nocturno. Llegué a esta pequeña ciudad costera sin un plan, solo buscando un entorno donde nadie me mirase con los ojos de quienes decidieron definirme a su conveniencia, asignándome una etiqueta que desfigurase mi nombre. Desde entonces, prefiero los sitios donde nadie te observa como quien mira un cuadro cubista; un lugar donde nadie hace preguntas. Con el tiempo encontré reconfortante ser un eterno desconocido.
Fuera, las calles estaban empapadas y los neones parecían peces atrapados bajo el agua. Ella ocupaba un asiento junto a un ventanal. Llevaba el pelo sujeto en una coleta, vaqueros desteñidos y una sudadera que le quedaba grande. Ir desprovista de su pamela le restaba cierto aire distante. En el local sonaba “Round Midnight”; la trompeta de Chet Baker se colaba entre nosotros como un visitante que no sabe si quedarse o marcharse.
Mis pasos me llevaron hacia ella, antes de que yo mismo lo decidiera.
—Te ves distinta —dije.
Ella sonrió con un gesto breve, casi distraído.
—Tal vez sea el ruido —respondió—. Aquí todos caminan como si hubieran olvidado hacia dónde van.
El vapor del local enturbiaba los ventanales. En el exterior, un grupo de gente cruzaba la calle sin mirar.
—A veces pienso que nadie sabe quién es —dijo ella—. Que vivimos como paralizados en una encrucijada, sin coordenadas claras que seguir.
—Quizás no haya coordenadas —añadí.
Ella inclinó la cabeza hacia su taza de té y lo removió con la cucharilla. Entonces dijo:
—Quizá. Por eso hay que seguir. Si uno deja de moverse, el mundo se detiene también.
Durante un momento, el sonido de la trompeta de Baker se volvió más nítido, como si alguien hubiese retirado una capa de aire entre nosotros. Ella se llevó la taza a los labios con un gesto refinado. Durante un instante, sentí la tentación de preguntarle su nombre, pero entonces en mi cabeza irrumpió el eco de todos los que me dieron la espalda, esas voces que aún sonaban a lo lejos, repitiendo una historia que ya no me pertenecía. Poco a poco sentía que iba aprendiendo a moverme sin rumbo, a dejar que la corriente fuese la que decidiera, pero aún no lo había logrado del todo.
*
A la salida me pidió que la acompañara. Caminamos bajo la lluvia por calles que parecían repetirse como una secuencia mal editada. En cada esquina ella alzaba la vista, como si buscara algo que se le escapaba por encima de los tejados.
Llegamos a una callejuela estrecha, donde un rótulo oxidado colgaba torcido en la fachada de un local: TORRE BOOK SHOP. Tras la puerta de cristal había una luz amarillenta que apenas resistía la humedad. Entramos. El aire olía a té verde y madera vieja.
Detrás del mostrador había un hombre alto y delgado, con gafas redondas y una corbata demasiado corta.
—Soy el señor Torre —dijo, como si pronunciara una contraseña.
Ella le extendió un trozo de papel doblado. Tras examinarlo un instante, Torre asintió y desapareció unos segundos. Cuando volvió, traía una pequeña caja de madera que enseguida abrió. Dentro había una esfera hueca del tamaño de una bola de billar; su estructura estaba formaba por varios anillos de metal dispuestos de manera concéntrica, sujetos por finos ejes que permitían girarlos con suavidad. Una pequeña esfera anaranjada parecía suspendida en el centro, como un sol cautivo. Uno de los aros mostraba grabados de líneas horarias; en otro, una aguja delgada señalaba un punto indeterminado.
—Una brújula de sol —dijo el señor Torre—. Como es lógico, solo funciona bajo la luz natural —hizo una pausa mirándonos por encima de sus gafas redondas. Entonces continuó, dijo—: Pero no señala el norte.
Ella la observó sin tocarla. La luz del escaparate se reflejó en los anillos metálicos de la esfera.
—¿Y qué indica? —preguntó.
—Depende de quién la mire —respondió Torre—. De alguna manera, el poder de este objeto lo establece cada uno.
Ella sacó de su bolso una moneda antigua, una concha y un mechero con el logotipo de un hotel extranjero. El hombre los tomó y, asintiendo complacido, cerró la caja.
Me pregunté si quienes me traicionaron habrían sentido la misma serenidad al entregarme a cambio de nada.
Ella se abrazó a sí misma, con los hombros encogidos, como si de repente un escalofrío hubiese recorrido su cuerpo. No dijo nada. Guardó la caja en el bolso y salimos.
*
Al día siguiente no apareció. Su casa permanecía en silencio, con las persianas cerradas, como sumida en sus propios pensamientos. El atardecer caía sobre la fachada, tiñéndola de un barniz melocotón. Me quedé un rato delante de la entrada. Por mi mente desfilaron todo tipo de hipótesis, a cuál más surrealista. Hice ademán de llamar, pero lo pensé mejor y di la vuelta.
Esa noche soñé con la cafetería de las naranjas. Unas sombras oscuras me perseguían por un camino del bosque en mitad de la noche. A través de la niebla, guiado por el tenue resplandor de unas luces amarillentas, llegué a un cruce de caminos. Aislada en uno de los vértices de la intersección, la cafetería mostraba el aspecto de un galeón naufragado. Me detuve un instante frente a la puerta para recuperar el aliento. Nada más entrar, percibí un aterciopelado olor a naranjas. Dentro no había nadie. Solo el gato blanco y negro, mirándome con los ojos entrecerrados desde la barra. En la pared, un cartel anunciaba: En una encrucijada no se aceptan monedas pequeñas.
Desperté sobresaltado, con un sabor metálico en la boca. Después de poner un disco de Miles, fui a la cocina y puse agua a hervir. Al regresar al salón, en la mesa había una caja que no recordaba haber dejado allí. La reconocí enseguida. Dentro, estaba la brújula de sol. La sostuve entre mis manos unos segundos; su peso era extremadamente liviano, casi como el de una pompa de jabón. Al examinar aquella esfera a la luz de la ventana, en la cara interior de uno de sus anillos entrelazados distinguí la inscripción de un nombre de mujer, casi borrado: Lucía.
El sol se filtraba a través de las cortinas, revelando un ejército de partículas suspendidas en el aire. De pronto sentí un leve cosquilleo que ascendía lentamente desde los dedos con los que sostenía la brújula esférica. Entonces advertí cómo una línea tenue nacía en mi muñeca y se deslizaba hacia el codo, como un sendero apenas insinuado sobre la piel. Al otro lado de la ventana, la luz de la mañana dibujaba siluetas fantasmagóricas que oscilaban detrás de las cortinas. Permanecí inmóvil, observándolas, sin atreverme a respirar. En el tocadiscos aún giraba el disco de Miles. Las notas de «Blue in Green» se estiraban en el aire, como si quisieran alcanzar algo que aún no hubiese llegado. Cuando la brújula se volatilizó entre mis dedos, las sombras de la ventana desaparecieron de golpe, seguidas de una estela color melocotón. Por un momento sentí que todo se movía bajo mis pies. Las cortinas se mecían suavemente. Lucían como nuevas, con un blanco intenso, sin el mínimo rastro de manchas. Se extendían frente a mí como un territorio vacío y en calma, esperando a que alguien le pusiera nombre.
José M. Viera. Octubre 2025
OPINIONES Y COMENTARIOS