LAS AVENTURAS DE CHARLESMAN Y SU PERRO MAX

UNA AVENTURA DETECTIVESCA

CHARLES ALEXANDER SABLICH HUAMANI

CAPÍTULO I

EL PRIMER CASO: EL MISTERIO DE LA BIBLIOTECA DESAPARECIDA

En un tranquilo barrio de Lima, Charlesman, un niño de nueve años con una mente curiosa y analítica, pasaba gran parte de sus tardes acompañado de su inseparable perro Max. Max no era un perro común, tenía un agudo sentido del olfato y una inteligencia sorprendente, que lo convertían en el compañero perfecto para las investigaciones de Charlesman.

Una tarde lluviosa, mientras paseaban cerca de la biblioteca del barrio, Charlesman notó algo extraño. Los libros más recientes habían desaparecido misteriosamente. Nadie parecía saber qué había pasado, y la bibliotecaria, doña Marta, estaba preocupada. Al igual que Sherlock Holmes, Charlesman comenzó a observar con detenimiento el lugar: una ventana entreabierta, marcas de barro sobre el suelo de madera, y un pequeño rastro de hojas trituradas.

Con la ayuda de Max, siguieron las pistas que los condujeron a un callejón cercano donde encontraron un montón de libros cubiertos de polvo y algo desordenados. Charlesman dedujo que alguien había estado revisando esos libros y los había escondido allí para buscar algo específico. Analizó las tapas, los títulos y descubrió que todos trataban sobre leyendas urbanas y crímenes antiguos.

Intrigado, Charlesman decidió investigar quién podía tener interés en esos libros y por qué los había retirado. Utilizó su lógica para pensar en cada detalle: ¿Por qué seleccionar esos títulos en particular? ¿Quién dejó la ventana abierta? ¿Qué buscaba ese extraño visitante?

Mientras conversaba con los vecinos y reconocía pistas, Charlesman notó que en el parque cercano también había señales de movimiento sospechoso. Max ladró al percibir olores nuevos, y el niño comprendió que el misterio apenas comenzaba.

Con paciencia, atención y mucha observación, Charlesman formuló la hipótesis: alguien quería borrar el rastro de antiguos crímenes para que no se descubrieran secretos ocultos en las leyendas que esos libros contenían. Pero para confirmarlo, tendría que seguir buscando, y Max sería su mejor aliado.

Así, con la primera chispa de un detective en formación, Charlesman emprendió su aventura para resolver el enigma de la biblioteca desaparecida.

La lluvia había cesado, pero el aire todavía olía a humedad y tierra mojada. Charlesman, con las manos en los bolsillos de su casaca azul, repasaba en voz baja las pistas halladas.

—Ventana entreabierta, huellas de barro, hojas trituradas y libros sobre crímenes antiguos —murmuró—. Nada de esto es casualidad, Max.

El perro, moviendo las orejas, lanzó un ladrido breve, como si confirmara la teoría.

Al volver a la biblioteca, Charlesman examinó de nuevo el callejón. El montón de libros no estaba igual: alguien había regresado. Una de las tapas estaba mal colocada y, entre las páginas de un tomo grueso sobre “Crímenes de Lima en el siglo XIX”, encontró un papel doblado en cuatro.

Lo abrió con cuidado: era un mapa rudimentario del barrio, con una X marcada justo en el viejo almacén abandonado cerca del parque.

—¡Bingo! —exclamó Charlesman, aunque enseguida bajó la voz al notar que dos sombras lo observaban desde la esquina.

—¿Viste eso, Max? —susurró.

El perro gruñó suavemente y tiró de la correa, como instándolo a moverse. Sin pensarlo, Charlesman se escabulló entre los pasadizos, evitando a los desconocidos.

En la carrera, escuchó voces apagadas:

—El niño ya sabe demasiado…

—No importa, no podrá unir todas las piezas.

Charlesman se detuvo detrás de un árbol, el corazón acelerado. “Así que alguien no quiere que resuelva esto. Eso significa que estoy en el camino correcto”, pensó, orgulloso y asustado a la vez.

Al llegar al parque, se acercó con cautela al almacén señalado en el mapa. La puerta estaba oxidada, con candado, pero un tablón suelto en la parte trasera le permitió mirar dentro. Vio estanterías con cajas y papeles amontonados, como si fuese un archivo olvidado.

—Max, creo que los libros no eran el objetivo final… son solo la punta del iceberg.

El perro gimió bajito, atento.

Charlesman tomó nota mental de cada detalle y decidió que no debía arriesgarse a entrar sin un plan. “Mañana volveré con más luz… y con una estrategia”, se dijo, mientras ocultaba el mapa en su mochila.

De regreso a casa, pensó en doña Marta, la bibliotecaria. ¿Debía contarle lo del almacén? ¿O sería mejor guardar silencio hasta confirmar sus sospechas?

La lluvia volvió a caer suavemente, como si la ciudad misma guardara sus secretos. Charlesman acarició la cabeza de Max y concluyó:

—Este no es solo un misterio de libros perdidos… Es el inicio de algo más grande, y nosotros lo vamos a descubrir.

Max ladró fuerte, como si jurara acompañarlo hasta el final.

El misterio apenas comenzaba, y la noche de Lima guardaba más preguntas que respuestas.

CAPÍTULO II

CÓDIGO ROTO: EL ROBO INFORMÁTICO EN EL COLEGIO

La noticia corrió como pólvora aquella mañana: “¡Se borraron todas las notas del sistema!”. El rumor empezó en primero de secundaria, brincó hasta quinto y, en menos de media hora, todo el colegio San Martín era un hervidero de voces nerviosas.

—¡Estoy salvado! —gritó un chico, celebrando como si hubiera ganado la lotería—. ¡Mis ceros en matemáticas desaparecieron!

—¡Eso no es justo! —protestó una alumna aplicada—. ¡Estudié toda la semana para sacar veinte!

Charlesman, sentado en el pasillo con su cuaderno de investigación, no se dejó llevar por el alboroto. Sus ojos se clavaron en la puerta del laboratorio de cómputo, donde un papel improvisado decía “NO PASAR. SISTEMA EN REVISIÓN”.

Max, echado junto a sus pies, movía la cola con calma, aunque sus orejas se alzaban cada vez que alguien pronunciaba la palabra “hackeo”.

—Esto no es casualidad —dijo Charlesman en voz baja—. Un mensaje en clave en las pantallas no aparece por accidente. Aquí hay un culpable… y un plan detrás.

Dentro del laboratorio, el caos era total. La profesora de informática trataba de calmar a los alumnos curiosos, mientras el director discutía por teléfono con tono preocupado. Charlesman se escabulló por la puerta lateral, y Max lo siguió como si supiera que la aventura estaba por empezar.

Frente a una computadora, el chico observó los monitores en negro. De pronto, apareció una línea de texto parpadeante:

“El conocimiento es poder, pero el poder mal usado puede desaparecer”.

Charlesman lo copió de inmediato en su libreta.

—Un mensaje filosófico… y en clave.

Se agachó para revisar los cables del CPU. Notó que uno de ellos tenía un polvo fino, como si hubiera sido manipulado recientemente. También encontró una huella grasienta en la mesa, quizá de alguien que había estado comiendo papas fritas mientras “trabajaba”.

Max olfateó una mochila abandonada bajo la mesa. Dentro había un cuaderno con anotaciones en símbolos raros y una secuencia de números: 245 – 118 – 90 – 360.

Charlesman frunció el ceño.

—Demasiado ordenado para ser un garabato. Parece una clave de coordenadas.

Al salir al patio, el joven detective interrogó discretamente a algunos compañeros.

—¿Viste a alguien sospechoso en el laboratorio ayer? —le preguntó a Lucía, la delegada de su salón.

—No… bueno, sí. Ricardo, el de tercero, estaba ahí hasta tarde con la excusa de imprimir una tarea. Y estaba raro, como nervioso.

Más tarde, el propio Ricardo apareció, y Charlesman decidió tantearlo.

—Oye, ¿qué estabas haciendo en el laboratorio anoche?

—¿Yo? Nada… nada importante —respondió, pero su mirada esquivó la de Charlesman.

Max ladró suavemente, como diciendo “¡Lo pescaste!”.

Charlesman, sin dejar de observar, notó que Ricardo escondía algo en el bolsillo. Con una maniobra ágil, fingió tropezar y logró ver: un USB plateado, con el mismo símbolo extraño del cuaderno encontrado.

Esa tarde, cuando las clases terminaron, Charlesman regresó sigilosamente al colegio. El sol caía y los pasillos quedaban vacíos. Con Max a su lado, encendió una de las computadoras y conectó el USB que había encontrado olvidado en la sala de profesores.

En la pantalla apareció un nuevo archivo:

“Proyecto Sombras Ocultas – Fase Escolar”.

Charlesman se quedó helado. Ese nombre no le era ajeno: era el mismo grupo secreto al que había seguido en casos anteriores, el mismo que se ocultaba en las sombras del puerto y detrás de símbolos crípticos.

—Así que también están en el colegio… —susurró.

Pero antes de abrir el archivo, las luces del laboratorio parpadearon. Alguien más había entrado. Charlesman se escondió bajo la mesa, con Max pegado a él.

Dos siluetas discutían en voz baja:

—El chico lo sospecha. Tenemos que borrar todo antes de que descubra más.

—Tranquilo, nadie va a creerle. Es solo un alumno curioso.

Charlesman apretó los puños. Sabía que estaba en peligro, pero también sabía que debía recuperar la verdad para limpiar los nombres de sus compañeros y desenmascarar al verdadero culpable.

La persecución comenzó en los pasillos oscuros del colegio. Charlesman y Max corrieron mientras las dos sombras los seguían. Se refugiaron en la biblioteca, donde Charlesman, jadeando, apuntó en su libreta las nuevas pistas: USB, coordenadas, mensaje cifrado, Sombras Ocultas.

Max gruñó suavemente, como si hubiera sentido que el enemigo aún rondaba cerca.

Charlesman acarició su cabeza y murmuró:

—No estamos solos en esto, amigo. Pero mientras haya un código por descifrar… no nos rendiremos.

El archivo aún no había sido abierto. Y ese secreto podía cambiarlo todo.

El silencio de la biblioteca era engañoso. Afuera, el eco de pasos aún resonaba en los pasillos oscuros, pero Charlesman sabía que las dos sombras habían salido por otra puerta. Al menos por ahora.

—Bien, Max —susurró mientras acariciaba al perro—. Es hora de ver qué guarda este USB.

Encendió una vieja computadora de la biblioteca, esas que usaban para hacer tareas sencillas, y conectó el dispositivo. La pantalla parpadeó, mostrando solo una carpeta con un candado digital. Charlesman frunció el ceño.

—Protección con contraseña… nada que un buen libro de criptografía y un poco de ingenio no puedan resolver.

Max lo miró, ladeando la cabeza.

—Sí, lo sé, amigo. No es el momento de presumir —rio Charlesman, bajando la voz al instante—. Pero, si tienen algo que ocultar, entonces merece ser descubierto.

Comenzó a escribir combinaciones. El candado digital se resistía, pero Charlesman había visto símbolos similares en el cuaderno encontrado en el laboratorio: aquellos números que parecían coordenadas.

—Veamos… 245 – 118 – 90 – 360…

Escribió la secuencia y, de repente, la carpeta se abrió. Max ladró una sola vez, como celebrando la victoria.

En la pantalla apareció un documento titulado:

“Fase Escolar – Objetivo: Control de información y manipulación de registros”.

Charlesman tragó saliva mientras leía las primeras líneas:

«La institución es el campo de prueba. Primero, alterar calificaciones. Luego, manipular registros de asistencia, permisos y datos de los alumnos. El objetivo es entrenar jóvenes reclutas para el proyecto mayor. El éxito de esta fase determinará la expansión al resto de la ciudad.»

—¿Reclutas? —murmuró Charlesman—. No solo querían borrar notas, querían crear un sistema para controlar todo el colegio… y más allá.

Siguió leyendo y encontró una lista con iniciales y apodos: “Zorro”, “Lince”, “Águila”, “Sombras”. Entre ellos, un nombre lo hizo congelarse: “R.C.”.

—¡Ricardo! —susurró, recordando al chico nervioso con el USB plateado—. Él no actúa solo… es parte de algo más grande.

En ese momento, Max comenzó a gruñir. Charlesman giró rápido: una figura estaba en la puerta de la biblioteca.

Era Ricardo, con el rostro pálido y los ojos entre culpables y temerosos.

—Tú… —dijo Charlesman, levantándose—. ¿Qué significa todo esto?

Ricardo no respondió de inmediato. Miró a Max, luego al monitor encendido, y tragó saliva.

—No entiendes, Charlesman. Si supieras lo que pasa realmente… —titubeó—. Ellos no me dan opción.

—¿Ellos? —Charlesman dio un paso al frente—. ¿Las Sombras Ocultas?

Ricardo apretó los labios y guardó silencio. Luego, como si un impulso lo venciera, corrió hacia la puerta.

—¡Max, vamos!

El perro salió disparado detrás de él, y Charlesman corrió tras ambos. El eco de la persecución llenó los pasillos desiertos del colegio.

Ricardo se escondió en el patio trasero, jadeando, mientras Charlesman lo acorralaba con ayuda de Max.

—Ricardo, escucha. Si sigues ayudándolos, no solo vas a destruir la vida de todos aquí… también la tuya.

El chico temblaba. Sacó de su mochila un segundo USB, idéntico al primero.

—Este… este tiene los verdaderos planes. Pero si lo entrego, me van a encontrar. Ellos siempre encuentran a los que traicionan.

Antes de que pudiera decir más, un ruido metálico resonó cerca: alguien había saltado la reja del colegio. Dos sombras encapuchadas avanzaban hacia ellos.

—¡Nos descubrieron! —gritó Ricardo.

Charlesman se giró, la adrenalina disparada. El juego había cambiado: ya no eran simples pistas, ahora estaban frente a los mismos miembros de Sombras Ocultas.

Y mientras Max se adelantaba, gruñendo con fuerza, Charlesman supo que lo que descubrieran esa noche no solo decidiría el destino del colegio, sino que los pondría frente a una red mucho más peligrosa de lo que jamás habían imaginado.

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