Cuando toca la memoria
no hay tregua.
Me deja la cruz en el pecho
y yo la cargo sin fe,
sin redención,
sin relato que me salve.
Río, sí.
Pero es un llanto entrenado,
una risa que aprendió a mentir.
Y el silencio,
ese sí,
ese no sabe mentir.
La llovizna baja
como si supiera,
como si me velara
sin preguntar.
El vino me toma,
la noche me toma,
y yo,
me voy muriendo
sin que nadie lo note.
Hay un temblor que no se explica,
una herida de infancia
que no cerró,
que no quiere cerrar.
No por falta de tiempo,
sino por exceso de memoria.
Las palabras se me escapan,
como sal sobre la piel.
Y yo,
una piel que ya no retiene
ni el consuelo.
Me voy muriendo despacio,
sin drama,
sin testigos,
como mueren las canciones
que nadie canta
porque duelen.
El tiempo no me escucha.
Me arrastra.
Me pasa por encima
como si yo no fuera parte.
Entonces me dejo llevar.
Que el viento me traduzca.
Que la ausencia me enseñe
a vivir con lo que falta.
Hay noches que paren verdades
sin anestesia.
Y silencios que me enseñan
a nombrar lo que nunca dije.
Pero también hay algo,
algo que no sé nombrar,
una música que me salva
cuando ya no quiero salvarme.
Y así,
cuando la memoria me toca,
no me defiendo.
Me dejo herir.
Me dejo ver.
Me descubro más humana,
más rota,
más verdad.
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