Le ofrendan su adiós, los árboles altos,

a los pájaros nostálgicos de estío.

Ellos emprenden su vuelo

hacia otros cielos de cristal manso.

Tu voz atraviesa mi nombre, 

lo hace añicos, lo atomiza

contra la solitaria península 

de los recuerdos.

Ni los pájaros viajeros, ni los árboles altos

adivinan mi frágil mundo.

Giro y giro en un vértigo desmadrado.

En mi deshabitada isla

el invierno es soberano

con sus parálisis y sus instantes helados,

con sus desnudas horas sin  una sola flor.

Se yergue como puede ante la mirada

embrujada de tus ojos.

Mis manos ya no abarcan tu ausencia.

No hay fiebre posible que me consuma,

no hay chispa, no hay fuego,

no hay norte para el alma.

La noche es una trampa

que promete alivios.

En ella se acurrucan mis sueños,

pero un viento escarchado los devora.

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